COLUMNISTA INVITADO | "El edificio de la libertad", de Mircea Cărtărescu

02/12/2017 - 12:04 am

Mircea Cărtărescu leyó este discurso al abrir el Salón de la Poesía de la FIL Guadalajara. Como un sueño, su voz se abrió paso entre tantos libros y lectores y defendió el decir de los poetas, que a su juicio –en el otoño de mi vida, tal como lo dice- son “un acto de fe”.

Ciudad de México, 2 de diciembre (SinEmbargo).- Una luz fría y cegadora de septiembre, unas bolas enormes, rojo-anaranjadas, de escaramujos en cuya curvatura se refleja el mundo. La verja cargada de madreselvas que visitan las últimas abejas. Estoy en mi terraza, envuelto por la inmensa luz del otoño, bajo unas nubes de otoño, compactas, reventonas, indiferentes, bajo las cuales podrían suceder crímenes e incestos, guerras fratricidas y torturas sin que su ataraxia se viera perturbada un solo ápice.

Tengo sesenta y un años, me encuentro también en el otoño de mi vida. He vivido un nanosegundo en una mota de polvo del mundo que nos han concedido, incomprensible y monstruoso. Pero este instante, el que vivo ahora, en mi terraza, con un café, con mi gato birmano a mi lado, con las bolas del escaramujo que caen sobre mi hombro, compensa por completo la locura del ser y del no-ser y, como una fotografía en la que el otoño brilla con todas sus fuerzas, demuestra que el instante es más importante que la eternidad.

En este momento eternizado, leo. Releo La Ilíada al cabo de muchos años. Me he sumergido en el texto en cuanto me he levantado. Ahora estoy leyendo en la terraza trasera de la casa, y he murmurado largo rato los versos del primer canto hasta que me he dado cuenta de lo extraño de la situación. Porque, cuando me he levantado de la cama pensando en Homero, no me he dirigido a la biblioteca, sino que he extendido la mano hacia el móvil depositado en la mesilla. En el archivo en el que guardo mis libros esenciales he encontrado inmediatamente La Ilíada, junto a la Historia de Heródoto, la Divina Comedia, al lado de Dostoievski, Rilke y Kafka. He comenzado a leer antes de espabilarme del todo.

Tengo sesenta y un años, me encuentro también en el otoño de mi vida. He vivido un nanosegundo en una mota de polvo del mundo que nos han concedido, incomprensible y monstruoso. Foto: FIL

He seguido leyendo en el baño, con el móvil imprudentemente apoyado en el borde del lavabo, y en la cocina, mientras preparaba el café, pero no me he dado cuenta de que estaba leyendo en una pantalla, y no en papel, hasta que no he visto los hexámetros griegos mezclados con las nubes otoñales reflejadas en el cristal rectangular. Las nubes de hoy, literalmente las mismas que aquellas bajo las cuales compuso el poeta en algún momento su epopeya.

¿Homero leído en un móvil? En primer lugar me he sentido golpeado por el hybris, tal vez incluso por la impiedad de la situación. He soltado el teléfono, en cuya pantalla se amontonaban, en series de hexámetros, los guerreros aqueos. He fijado la mirada en el vacío, sintiendo tan solo el frescor deslumbrante del otoño. ¿Por qué La Ilíada, que vivió al principio en la laringe de los aedas, pasó imperturbable a la nueva tecnología de los rollos de papiro, luego a la nueva tecnología del libro, luego a la nueva tecnología electrónica, sin mengua y sin añadidos, levitando sobre todos los soportes como dicen que levitaban las palabras sobre las tablas de Moisés? ¿Por qué, mientras la mayoría de los libros son olvidados antes de ser escritos, otros atraviesan los espacios, los tiempos y las tecnologías para que, una mañana de otoño, miles de años después de haber sido compuestos, alguien se despierte con el deseo de releerlos?

Miro a mi gato birmano, literalmente idéntico a los birmanos de hace cientos de años, con unos ojos azules como si estuvieran recortados y a través de ellos se viera el cielo, con sus patitas blancas que parecen haber caminado por una bandeja de nata, y pienso en el frágil edificio de la literatura. Escribo literatura desde hace cuarenta años, leo desde hace muchos más. Toda mi vida ha girado en torno a la literatura. No he sido, en definitiva, como le escribía Kafka a su amada, “otra cosa que literatura”. Pero nunca me he denominado a mí mismo escritor.

El edificio de la literatura hacia el que nosotros, las gentes del libro, nos dirigimos desde todas las direcciones, desde todas épocas, desde todas las arrugas de la historia, se alza sobre un gigantesco amasijo de escombros. Es la montaña de los libros mediocres, perdidos en la anomia y, sin embargo, importantes porque son ellos los que elevan y hacen visible el santuario. Son libros escritos por dinero, leídos por voyeurismo y arrojados luego a un túmulo tan alto como el Gólgota. Constituyen el noventa y nueve por ciento de los libros del mundo.

El primer piso de ese enorme edificio fue construido por profesionales para los que la escritura es un oficio. Por hábiles cerrajeros, herreros carpinteros, hojalateros y torneros de la escritura. Por albañiles, ingenieros y mecánicos, por aquellos que cuentan con estudios de trigonometría y de resistencia de los materiales. Ellos levantaron edificios sólidos, coherentes, indestructibles, con paredes ajustadas con el nivel y la pesa. Es la dimensión de la escritura que se puede aprender, la que justifica la existencia de los cursos de escritura creativa. A ningún autor le viene mal el conocimiento de su oficio. Los libros que responden a esta construcción, los libros exhaustivos, más vastos que la vida, como edificios de cientos de estancias, unos textos asombrosos como Ilusiones perdidas, Guerra y paz, Los Buddenbrook o La guerra del fin del mundo saltan a la vista en este primer nivel de la literatura.

Hay sin embargo cosas que no se pueden aprender en un curso de escritura creativa. Que superan el oficio y se encaminan hacia la fragilidad y lo inexplicable del arte. Una vez que los artesanos han construido los volúmenes, las bóvedas y los arquitrabes, hay que decorar la catedral de la literatura. Las paredes desnudas deben cobrar vida, hacen falta frescos y estatuas que den esplendor al edificio. No puedes aprender el estilo, la química de las combinaciones de palabras, la sutileza del encaje de los tonos. Con esa gracia naces o no naces. La llevas en la sangre y no sabes de dónde viene. Aunque infinitamente más frágiles, los escritores-artistas son infinitamente superiores a los escritores-artesanos. “La poesía no se siente con el cerebro ni con el corazón –decía Nabokov-, sino con la médula espinal”. Ningún autor que no sea un artista puede provocarte el estremecimiento de la médula espinal, ese orgasmo final que es el objetivo de los catadores refinados. En este nivel del enorme edificio te encuentras a los creadores de formas y de milagros estéticos, encuentras las Soledades de Góngora y Salambó y En busca del tiempo perdido y Finnegan’s Wake y Lolita y El arco iris de gravedad. Si la literatura se hiciera con palabras, según dijo Mallarmé, Nabokov sería el más grande escritor de todos los tiempos. Pero la literatura no se hace con palabras.

Los dos primeros pisos de la literatura, la parte del oficio y la del arte, se entrelazan, en diferentes proporciones, en la mayoría de los escritores verdaderos, los que honran su profesión. Pero hay un piso más por encima de estos dos, un escalón de una altura abrumadora, insalvable para la mayoría. Para llegar a la cumbre de la catedral de la literatura, hasta el campanario más alto, no hay vía de acceso. Tienes que haber nacido allí.

En una página de Salinger, Seymour y Buddy Glass se encuentran en la oficina de reclutamiento. Bajo el epígrafe “profesión” del formulario para ser admitidos en el ejército, Buddy pone “escritor”. Seymour, que es el poeta y profeta de la familia, se echa a reír: “¿Desde cuándo es la escritura tu profesión? Yo pensaba que era tu religión”. En esta palabra radica todo el secreto de la literatura. Que es mucho más que un oficio y mucho más que un arte. La catedral puede presentar una arquitectura perfecta y estar pintada de forma celestial, decorada con estatuas, arabescos y magníficas cristaleras. Pero si no está consagrada, si no habita en ella un dios, si no es un santuario nada la diferenciará de las casas de los ricos, levantadas por vanidad y orgullo. Será un cenotafio en el que no está enterrado sino el vacío.

Nabokov tuvo siempre palabras ásperas y despectivas para con Dostoievski. Encontró en sus páginas desorden y torpeza y, en la composición, errores infantiles. Es cierto, Dostoievski no se puede comparar con Tolstoi en tanto que artesano de la literatura, ni con Nabokov como estilista. Pero una sola página de Nétochka Niezvánova vale más que toda la obra de Nabokov, pues forma parte del sistema de pensamiento de Dostoievski, del almacén de su experiencia humana, de su compasión por los humillados y oprimidos del mundo. Sus líneas no solo te provocan un estremecimiento en la columna vertebral, sino que hacen que nuestro cráneo estalle en añicos y que nos sintamos por fin libres de nuestros propios demonios. La gran literatura no se basa en la construcción, ni en los temas, tampoco en el arte de las palabras. Ella toca el límite del límite de la humanidad, más allá del cual nos rodea un dios infinito.

Kafka está por encima de los escritores de la modernidad precisamente porque no fue un escritor. Porque incumplió todas las reglas del oficio y del arte de la escritura. Porque vivió toda su vida como un centinela en los límites del lenguaje, que, según dijo Wittgenstein, son los límites del mundo. Ahí donde  termina el ámbito de las ciencias, de las artes, de la filosofía, del conocimiento humano, ahí donde la poesía y la fe empiezan a jadear por falta de aire. Hacia el final de su vida, el propio Kafka se convirtió en una carcasa habitada por un dios. Su voz no podía ya ser comprendida.

La Iliada, la Divina Comedia, El idiota, El castillo. A su lado, la gran poesía del mundo con las Elegías de Duino en la cumbre. Y la catedral se llena de divinidad y la literatura se convierte, solo ahora, solo con la luz cegadora de la punta del faro, “en la belleza que va a salvar el mundo”.

No escribiría una sola línea si la literatura no fuera mi religión. Y no podría leer a un autor que no hiciera de su escritura una cuestión más seria que una cuestión de vida o muerte: una cuestión de fe. Ya no me queda tiempo para eso. Tengo sesenta y un años y siento el frescor de los primeros días del otoño. Me queda como mucho un cuarto de vida por delante. ¿Qué puedes hacer con un cuarto de sable, con un cuarto de escudo?

Al final de la Segunda Guerra Mundial, un ex-combatiente, Seymour Glass (cuenta el mismo J.D. Salinger) es invitado a cenar con la muy burguesa familia de su prometida, Muriel. Los padres de esta, preocupados por las rarezas del joven, le plantean la clásica pregunta sobre la carrera profesional que le gustaría desarrollar una vez acabada la guerra. Para su consternación, Seymour responde que no querría ser otra cosa que un gato muerto. Naturalmente, ellos toman su respuesta como una prueba más de su locura, sin saber que el maravilloso personaje (un nuevo príncipe Mishkin, en definitiva), el poeta por excelencia, se refería a una antigua parábola zen. “Un gato muerto –responde él- porque nadie puede ponerle precio.”

La poesía es el gato muerto del mundo consumista, hedonista y mediático en el que vivimos. No se puede imaginar una presencia más ausente, una grandeza más humilde, un terror más dulce. Nadie parece ponerle precio y, sin embargo, no existe nada más valioso. Solo la encontramos en las librerías si tenemos la paciencia de llegar hasta las últimas filas de las estanterías. Los poetas no tienen ya estatuas, como en el siglo XIX, ni reputación, como en el siglo XX. Obsesionadas por las ventas y la rentabilidad, las editoriales huyen de la poesía como alma que lleva el diablo. No se puede imaginar hoy en día un destino más dramático que el del poeta que decida consagrar toda su vida al arte. Los antiguos arruinaban su vida (en muchas ocasiones también la de otros) por la locura de un verso hermoso, pero confiaban al menos en el reconocimiento de las generaciones venideras. Ellos podían creer sinceramente que la belleza –como dijo Dostoievski- es la salvación del mundo, pero hoy ya no sabemos qué es la belleza, ni tampoco el mundo, y no entendemos qué significa “salvar”. ¿Qué vas a salvar si vivimos en lo inmanente y lo aleatorio? Sin la perspectiva de conseguir algo a través del arte y, en definitiva, de su profesión, sin la esperanza en la gloria y en la posteridad, el poeta está condenado a la vida asocial y fantasiosa del consumidor de hachís. “El poeta, como el soldado, no tiene vida propia, / su vida propia es polvo y pólvora”, escribía el gran poeta Nichita Stănescu. Hoy, cuando la civilización del libro agoniza y cuando penetramos con voluptuosidad en los espantosos desfiladeros de lo virtual, la poesía es menos visible aún. La modernidad implicaba una civilización centrada en la cultura, una cultura centrada en el arte, un arte centrado en la literatura y una literatura centrada en la poesía. La poesía en la época de Valéry, Ungaretti y T.S. Eliot era el meollo del meollo de nuestro mundo. Ahora, la descentralización postmoderna ha producido una civilización sin cultura, una cultura sin arte, un arte sin literatura y una literatura sin poesía. En cierto modo, los polos de la vida humana se han invertido de manera brusca y las primeras víctimas han sido los poetas.

Kafka está por encima de los escritores de la modernidad precisamente porque no fue un escritor. Porque incumplió todas las reglas del oficio y del arte de la escritura. Foto: FIL

Y, sin embargo, humillada y disuelta en el tejido social, casi desaparecida como profesión y como arte, la poesía sigue siendo omnipresente y ubicua como el aire que nos envuelve. Pues, antes que una fórmula y una técnica literaria, la poesía es un modo de vida y una forma de mirar el mundo. Expulsados de nuevo de la ciudadela, los poetas han aprendido a luchar con las mismas armas que la civilización que los condena. Se han refugiado en las redes de los blogs literarios, donde publican libremente sus textos eludiendo las servidumbres de toda forma de comercialización, y han encontrado cobijo en los lyrics de la música rock y el rap, han conquistado las almenas de los videos musicales y comerciales. Han aprendido a competir en los slams de poesía interpretada. Han comprendido la alegría del anonimato, la alegría de la autosuficiencia de producir textos para unos cuantos amigos, han aprendido a protegerse de la brutalidad del mundo circundante y de la vulgaridad del éxito. Nada es más discreto, más admirable y más triste, en cierto sentido, que el poeta de hoy, el último artesano en un mundo de copias sin original, como escribía Baudrillard, el último ingenuo en un mundo lleno de arribistas.

Los poetas rumanos son también, hoy en día, los maravillosos gatos muertos de la cultura rumana. A duras penas consiguen publicar, son relegados en los premios, las becas y el reconocimiento, son considerados por mucha gente escritores de segunda. Pocos, muy pocos son conocidos por el gran público. Los últimos que consiguieron una cierta notoriedad fueron los de los años sesenta, los clásicos de la modernidad. Ningún poeta contemporáneo disfruta ahora de la fama que alcanzaron entonces (y que ha aumentado con el paso del tiempo) Nichita Stănescu o Marin Sorescu, Gabriela Melinescu o Ana Blandiana. Incluso unos pocos de los estudiantes de filología conocen la obra de los poetas rumanos actuales. Y, sin embargo, la poesía ha sido siempre la reina de la literatura rumana cuyo genio absoluto es Mihai Eminescu, un poeta. En el periodo de entreguerras brillaron los poetas modernistas, entre los que destaca sin duda el gran escritor Tudor Arghezi. La vanguardia y el surrealismo rumano produjeron autores de reconocimiento internacional cuyo nombre debería resultar familiar a cualquier ciudadano europeo cultivado: Tristan Tzara, Isidore Isou, Benjamin Fondane, Gherasim Luca, Gellu Naum. Después de la guerra, junto a los deslumbrantes representantes de la generación de los sesenta mencionados más arriba, dos autores aislados, encerrados herméticamente en un mundo propio de una intensa originalidad, alcanzaron un prestigio duradero: Leonid Dimov, mago de las palabras, creador de paisajes nostálgicos atravesados por la luz turbia del sueño, y Mircea Ivănescu, probablemente el mejor poeta rumano, más discreto que la propia discreción, más transparente que el aire e igualmente necesario. Este último reorientó, en la década de los setenta, toda la poesía rumana, la desconectó de su antigua fuente francesa y la lanzó al otro lado del océano, hacia la mucho más directa, más prosaica y más dinámica poesía americana. Los años setenta conocieron un eclecticismo tardo-modernista en el que tuvieron cabida las tendencias más contradictorias: la delicadeza de los poetas descendientes de Blaga (ese Rilke transilvano de los años veinte y treinta), como Adrian Popescu, y el vigor ético de Mircea Dinescu. Los poetas más importantes de los ochenta son, sin embargo, dos encantadores manipuladores de graciosas gratuidades, Şerban Foarţa y Emil Brumaru.

La última generación nacida en el periodo comunista, en un decenio trágico marcado por la dictadura y las privaciones, fue la de los años ochenta, conocida ya en aquel periodo con el nombre de “la generación en vaqueros”. El año 1980 fue, de hecho, el equivalente en la cultura  rumana del 1968 en Europa occidental: año de ruptura, de revuelta contra el sistema, de insurrección respecto a la generación anterior. Esto se dejó sentir mejor en la poesía. Todo lo que estaba vivo en la poesía rumana, una vez aceptada su marginalidad y su ruptura con el sistema comunista como una gran oportunidad, se trasladó al underground. En esa década tuvo lugar el segundo acercamiento a la poesía americana –tras el de Mircea Ivănescu- gracias al descubrimiento de la Generación Beat y de la energía de unos poetas como Allen Ginsberg o Lawrence Ferlinghetti. Los jovencísimos poetas de entonces (que ahora tienen unos cincuenta años y han empezado a ser considerados los “últimos clásicos”) asumieron la forma violenta, narrativa, prosaica y estridentemente metafórica de los beatniks americanos y emprendieron el famoso “descenso de la poesía a la calle”, tan necesario en la poesía rumana. La poesía viva se materializó en todo aquel periodo en cenáculos estudiantiles como el legendario Cenáculo del Lunes de Bucarest, que sería brutalmente liquidado por la censura tras quince años de funcionamiento subterráneo. Entre los poetas “ochentistas”, como son conocidos incluso hoy en día, hay que destacar a Florin Iaru, Traian T. Coşovei, Mariana Marin y Ion Mureşan. Los dos primeros son lúdicos e irónicos, los últimos, por el contrario, graves y proféticos, pero comparten un inquebrantable instinto de libertad.

Tras la revolución anticomunista de diciembre de 1989, la poesía rumana se hundió catastróficamente en el sistema de valores de los rumanos. El capitalismo salvaje de los años noventa arruinó a la población, las editoriales y las revistas culturales entraron en declive, la competencia por las traducciones de literatura comercial se hizo abrumadora. Los poetas que surgieron en ese periodo miserable arrojaron simplemente sus libros a un océano de indiferencia. Ellos son, en cierto sentido, la segunda generación perdida en la poesía rumana después de la de 1945, la de Constantin Tonegaru y Geo Dumitrescu. Grupos y grupúsculos de poetas se desarrollaron –como una prolongación del ochentismo o, en muchas ocasiones, enfrentados a él- sin llegar nunca al público. Para hacerse oír, muchos poetas apelaron a la violencia y la pornografía, fijando valores y mensajes “punk”. Daniel Bănulescu o Mihai Gălăţeanu se numeran entre los poetas bucarestinos de esta tendencia, vinculados a la revista ArtPanorama. El gran poeta de este grupo es, sin embargo, Cristian Popescu, un fantaseador de esencia psicoanalítica y surrealista, trágicamente desaparecido a los treinta y cinco años. En Braşov nació otro grupo, integrado por unos poetas culturalistas, refinados, anti-intelectuales por exceso de intelectualidad. Simona Popescu es la poeta más destacable del mismo. Finalmente, un solitario, Ioan E. Pop, es tal vez el mejor valorado en la poesía de los años noventa: un poeta grave, meditativo, preocupado por cuestiones existenciales y religiosas.

El cambio de milenio se mostró algo más favorable con la poesía que, sin embargo, no ha recuperado siquiera hoy en día el estatuto de estrella de la literatura rumana. Jóvenes poetas de los cenáculos estudiantiles bucarestinos intentaron restaurar el mundo deslumbrante del Cenáculo del Lunes, pero las condiciones no eran ya las mismas. T. O. Bobe, Ioana Nicolaie, Sorin Gherguţ y Marius Ianuş leyeron en el cenáculo de la Facultad de Letras poemas de factura muy diferente. Este último, junto con el poeta de Besarabia Dumitru Crudu, aspiró a agitar las aguas deprimidas de la poesía joven a través de la corriente poética conocida como “fracturismo”, a la que se sumaron otros poetas y narradores. La corriente, que no tuvo una vida demasiado larga, era violentamente anti-intelectual, cultivaba una poesía social, brutal, influida por los grupos de música rap como B.U.G., La Mafia o Los Parásitos. Paradójicamente, a pesar de su extrema violencia, su mensaje no ganó demasiados adeptos.

La corriente prosaica, despojada de ornamentos, sincera y auténtica, iniciada en la poesía rumana por la generación ochentista, sigue vigente hoy en día en la poesía de los autores más jóvenes. Dan Sociu es, probablemente, el adepto más conocido (y el mejor dotado) de este tipo de poesía. Los detalles de la vida cotidiana cobran en su poesía el aura de un milagro. Una poesía sobre la sordidez existencial de tinte social es la de Elena Vlădăreanu. Otros jóvenes poetas igualmente notorios (agrupados por la crítica, en contra de su voluntad, en una generación denominada “la de los dosmilistas”) cultivan un tipo de poesía completamente distinta, neo-existencialista, cercana al profetismo y a lo grotesco trágico de Ion Mureşan o Ioan Es. Pop, rasgos asociados entre nosotros a la poesía transilvana que nace de la obra de Lucian Blaga. Los últimos libros de poemas de Teodor Dună, Claudiu Komartin o Dan Coman albergan una lírica obsesiva, a veces mórbida, atravesada por corrientes de locura. En resumidas cuentas, la poesía rumana está, gracias a la última generación, en buenas manos.

Nada parece más ausente de la vida de los rumanos que la poesía. Si le pides a alguien por la calle que mencione el nombre de un poeta rumano vivo, probablemente nueve de cada diez no conozca ninguno. Al mismo tiempo, sin embargo, no hay nada más presente que la poesía. Un sinfín de jóvenes publican poemas en sus blogs, la gente sonríe con los anuncios ingeniosos de muchos productos, con los dibujos animados de Mini Max, con los juegos mágicos de ordenador que a veces rezuman poesía. La poesía no es únicamente el texto que no llega hasta el final en el margen derecho de la página. Está de hecho en todas partes, en el ADN de nuestras células y en las fórmulas matemáticas, en las mujeres guapas y en los hombres guapos, en la forma de las nubes de verano, pero también en el cadáver putrefacto descrito por Baudelaire, en la ruina y la destrucción. Ser poeta, en Rumania y en otras partes, significa ser capaz de ver la belleza allí donde nadie más la ve: en el gato muerto de la parábola zen, en el más presente/ausente, el más humilde/sublime y más dulce/peligroso objeto del mundo.

…De vez en cuando dormitan también incluso los que leen al bueno de Homero. Termino mi café y, después de permanecer largo rato con la mirada perdida en el vacío, continúo con la lectura del Pelida Aquiles, desplegada en la pantalla de mi teléfono móvil. No hay ningún hybris. Homero sigue siendo Homero. Arriba flotan las nubes de porcelana, impasibles, y aquí, tumbado sobre la mesa, está mi gatito, que me mira con sus ojos de color azur. Las ramas de los rosales silvestres tienen brillantes espinas rojas y frutos anaranjados. El viento tiene un esplendor especial en esta mañana de otoño. No se sabe de dónde viene ni adónde va. Pronto desapareceré en la nada, pero este instante es más eterno que la nada. “¡Instante, permanece”, me digo sonriente, “eres tan hermoso!”

Mircea Cărtărescu pertenece a Editorial Impedimenta. Traducción de Marian Ochoa de Eribe

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