Trabaja en el Oxxo (y otras formas de clasismo)

02/11/2016 - 12:00 am
Y una nueva que ahora he escuchado como muletilla de la conmiseración entre las clases acomodadas: “probre, trabaja en un Oxxo”. Foto: Especial
Y una nueva que ahora he escuchado como muletilla de la conmiseración entre las clases acomodadas: “probre, trabaja en un Oxxo”. Foto: Especial

“Si estudias eso vas a acabar de maestro”, solía decirse desde que estaba en la secundaria a finales de los 80 –probablemente desde antes- y claro: a mí las únicas áreas que me interesaba estudiar eran aquéllas en las que uno “terminaría de profe”. El estigma era tremendo. Sólo uno de mis compañeros de escuela quería ser maestro (terminó de ingeniero industrial), los meseros de los restaurantes donde trabajaba (una lonchería, uno de comida japonesa y otro de platillos del mar) tampoco le ponían mucho empeño en atender las mesas donde “visiblemente” se habían sentado maestros pues “No dejan propina casi, son pobres” y, mi maestro de obra, el electricista José Isabel, tenía ese discurso que después escuché muchas veces: “es una labor muy noble y muy necesaria, pero están muy mal pagados; pobrecitos, que Dios los bendiga”.

Cuando entré becado a un bachillerato donde todos tenían nombre y apellido compuesto en lugar de apodo, el asunto fue peor pues la displicencia con la que algunos de mis compañeritos solían tratar a nuestros profesores era descarada. El problema –mi problema- era que por más que había intentado dedicarme a algún oficio decente -como panadero, rotulista o albañil- ya había descubierto que en vez de manos tenía un par de pezuñas. Las ventas no me gustaban y tomar la especialidad del CCH en “administración de empresas” casi me cuesta la beca porque en los exámenes, en lugar de responder con la sabiduría de Fayol, Taylor o el diagrama de Ishikawa, a mí se me ocurría formar sindicatos. Así, lo único que me salía bien era estudiar. Y estudiar materias que a nadie le importaban y con las que, decían, seguro me moriría de hambre.

A un cuarto de siglo de distancia la imagen del maestro está peor que antes. Pero no es la única. El pescador, el campesino (salvo el orgulloso agricultor norteño), el chofer de línea, el minero, el soldado, el policía y, en el entorno urbano, todos los oficios a los que me hubiera dedicado de no ser por mi falta de habilidades, todos sufren de mala publicidad. Y una nueva que ahora he escuchado como muletilla de la conmiseración entre las clases acomodadas: “probre, trabaja en un Oxxo”.

Una tarde de agosto después del turno, cuando freía papas en una hamburguesería, nos quedamos platicando sentados en la banqueta del estacionamiento mi compañero de fritangas y yo. Hacía el calor insoportable de agosto de Monterrey, ése que sigue calando aunque el sol esté detrás de las nubes. Y como el cotorreo iba para largo se me ocurrió sugerir que cruzáramos la avenida y nos metiéramos al Samborn’s para gozar del aire acondicionado a precio de un café.

–Ja ja ja. No, cómo crees, güero, ése es un lugar nomás para burgueses.

Y yo me reí también porque pensé que era broma: la suya, no la mía. Porque en la preparatoria solía irme a estudiar con mis compañeritos a los cafés. E inmediatamente: claro, si en la prepa todos tenían nombre y apellido compuesto, a nadie le decían “el güero”, “el chúntaro” o “la Brittany” (sí, ésa es otra: el Brayan y la Brittany como arquetipos de la otredad en memes burlescos; los lazarillos de Tormes y los pepitos, los pícaros de la era de Facebook).

Yo no sé qué sienten las personas que sueltan esas frases tan pretendidamente compasivas. No sé desde dónde ven el mundo ni a qué se refieren con morirse de hambre (¿de verdad habrán sentido hambre alguna vez?). Me declaro incapaz de la empatía. Por supuesto, me encantaría que mis sobrinos que trabajan de empacadores o cocineros ganaran más dinero. También mi primo que labora de chofer y toda mi familia y mis amigos. Ellos también lo quieren. Pero no andan por la vida pobreteándose ni sintiendo lástima por sí mismos.

Aquella tarde de agosto y muchas otras nos quedamos en la banqueta cotorreando. Y ahora, cada que entro a un café (después de dar una clase o para prepararla, por ejemplo) agradezco poder darme estos lujos burgueses.

Luis Felipe Lomelí
(Etzatlán, 1975). Estudió Física y ecología pero se decantó por la todología no especializada: un poco de tianguero por acá y otro de doctor en filosofía de la ciencia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y sus últimos libros publicados son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013) e Indio borrado (Tusquets, 2014). Se le considera el autor del cuento más corto en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá.
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