LOS QUE NOS FALTAN NO ESTÁN CALLADOS

02/11/2014 - 12:00 am

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En 1979 le preguntaron al dictador Videla qué medidas tenía contempladas su gobierno con respecto al tema de los desaparecidos y éste respondió, luego de afirmar sus convicciones cristianas, que el desaparecido “mientras sea desaparecido no puede tener ningún tratamiento especial, es una incógnita, es un desaparecido, no tiene entidad, no está, ni muerto ni vivo, está desaparecido”. Años después, pocos antes de morir, confesó el “tratamiento especial” que habían dado a las personas secuestradas por la dictadura, cuántas habían asesinado y por qué. Más allá de las razones personales que haya tenido para revelar la verdad, ahora podía hacerlo porque esa palabra —desaparecidos— ya no tenía utilidad alguna para él en su celda.
Cuando desde el poder se afirma que alguien está desaparecido no se está simplemente constatando una obviedad, que alguien no está ahí, se está estableciendo quién no puede interpelarlo. Para ello no basta con destruir físicamente al otro, es necesario anularlo simbólicamente: si no se sabe el destino de una persona, lo que ésta dice queda en suspenso, es silenciada aún más que si se confirmara su muerte (en su confesión Videla explicó que debieron desaparecer el cadáver de Mario Santucho, jefe del Ejército Revolucionario del Pueblo, porque “era una persona que generaba expectativas; la aparición de ese cuerpo iba a dar lugar a homenajes, a celebraciones. Era una figura que había que opacar”).
Esa destrucción simbólica va dirigida también a las familias y amigos de los individuos secuestrados, condenadas a una incertidumbre desde la cual no sólo no tienen a quién llorar sino que no tienen a quién reclamar su regreso: ¿quién es responsable de la suerte de alguien que “no tiene entidad”? El gobernante que acepta la “desaparición” de alguien intenta, en un solo movimiento, decir quién no existe y liberarse de la responsabilidad de lo que le sucedió.
El autoritario régimen mexicano es muy diferente de la dictadura de Videla, pero sería un error creer que esa manera de operar es exclusiva de los golpistas. La cobardía no es algo que se presente sólo durante los estados de excepción. Otras maneras de decir que alguien “carece de entidad”, de negarle su derecho a hablar y el derecho de su gente a saber dónde está, es diciendo que la violencia no tiene explicación, que es una mera expresión de irracionalidad; o, más frecuentemente, que es algo que sucede “entre ellos”: quién sabe por qué terminó así esta persona, pero seguro era un malandro, seguro era un radical, algo habrá hecho para merecerlo.
En el secuestro de 43 normalistas en Iguala pudo comprobarse algo que se sospecha en muchas de las decenas de miles de “desapariciones” que han sucedido en los últimos años: la acción coordinada entre criminales y fuerzas de seguridad del Estado. Por eso no es posible aceptar que no hay explicación o que las personas secuestradas son una incógnita. Todas estas personas no “desaparecieron” mágicamente. Hay explicaciones porque hay un contexto en el que estos crímenes han sucedido, y sus víctimas tienen nombres, historias y, sí, todavía tienen derechos.
Es tan importante saber dónde están como por qué se los han llevado. ¿Por qué los normalistas eran un estorbo para el alcalde de Iguala y sus socios en la política y los negocios? ¿Por qué hay tantas mujeres asesinadas y tan pocos responsables detenidos? ¿Por qué en tantas ciudades los espacios públicos han sido arrebatados de los ciudadanos que no pueden salir a la calle por temor a convertirse en “daño colateral”? ¿Por qué ejércitos de jóvenes han sido cooptados por las organizaciones criminales y son utilizados como carne de cañón? ¿A quién beneficia que los migrantes no tengan derecho a la protección de su integridad? ¿A quién conviene que México sea uno de los países más peligrosos del mundo para ejercer el periodismo? ¿Y por qué nos hemos tardado tanto en decir que la vida no puede seguir normalmente si no cambian todas estas cosas?
En las respuestas a estas preguntas podemos empezar a responder esa otra que se repite cotidianamente con aire de derrota: ¿qué hacer?
Por lo pronto, renunciar al candor con que aceptamos que las complicidades del crimen organizado con los políticos —y los bancos que les guardan su dinero— son accidentes o meras excepciones. No se trata de descubrir una conspiración, sino de confrontar a los principales responsables del contexto en el que prospera el horror: quienes desde las más altas esferas del poder han permitido o promovido la vinculación orgánica del crimen con las instituciones que se supone que debían servir a los ciudadanos. También, asumir como una obligación tan fundamental e impostergable como la defensa del territorio o de nuestras libertades la búsqueda de las personas secuestradas. Las movilizaciones y la vigilancia ciudadana desde los medios y las redes sociales tienen el poder de cambiar las prioridades del Estado mexicano.
Para que todas esas personas “desaparecidas” dejen de ser una incógnita hay que recordar que ellas siguen interpelando a los criminales para quienes eran sujetos molestos y por lo tanto eliminables. Ahí hay una agenda política: en la valentía de las mujeres para las que salir cada día a la calle implica arriesgar su vida, en la de los estudiantes defendiendo la educación pública, en la de los periodistas que siguen creyendo que su tarea es vigilar a los poderosos, en la de las familias que no se resignan a quedarse encerradas detrás de las puertas, en la de los migrantes que a pesar de que nadie los defiende siguen ejerciendo su derecho al trabajo. No nos faltan causas, nos falta mucha gente que puede, que debe ser encontrada y devuelta a sus familias.

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