Óscar de la Borbolla
02/10/2023 - 12:03 am
La dialéctica de las pertenencias
¿Puede haber un dar sin recibir?, ¿necesariamente la dádiva obliga al otro a aceptarla? No lo sé del todo; pero entiendo que hay propiedades de las que uno al darlas las pierde.
De las múltiples propiedades que podemos adquirir hay unas que son egoístamente nuestras: las cosas materiales; pueden ser valiosas e incluso tener para nosotros una enorme importancia; las atesoramos y, sin necesidad de que vivamos afligidos por perderlas, siempre cabe la posibilidad de que desaparezcan y, por ello, nos atan, nos tienen con pendiente, reclaman ser cuidadas.
Hay, sin embargo, posesiones —quizás lo más valioso de cuanto somos capaces de tener— que se comportan de manera paradójica o, si se prefiere dialéctica; son aquellas pertenencias que curiosamente solo las poseemos a plenitud cuando las damos y, si no somos capaces de compartirlas, es porque de hecho no son nuestras. A esta segunda clase pertenecen el conocimiento, la amistad y el amor. Su posesión implica practicar la dádiva y practicarla bien. Y tan es así, que sólo sé lo que consigo dar a los demás, y lo tengo tanto más afianzado a mí en la misma medida en que mejor lo entrego a los otros.
Lo anterior significa una simplísima verdad: si alguien no es capaz de brindar a los demás su conocimiento, comunicarlo entero es porque en realidad no lo posee. Entiendo que hay saberes muy complejos e interlocutores muy lerdos y que la dádiva en estos casos no resulta fácil. Que por mucho dominio que alguien tenga de una disciplina, por ejemplo, la Mecánica Cuántica, el puente puede fallar debido a a deficiencias de una de las dos orillas y, sin embargo, el axioma que dice: «el conocimiento solo se posee en la medida en la que se comparte» es válida, por más que obviamente cueste un esfuerzo extraordinario afinar las palabras de quien sí sabe y de aquel que aspira a entender. La dificultad no invalida, empero, el axioma: solo que requiere de un esfuerzo adicional.
Con el amor es más evidente esta dialéctica, pues el amor existe sólo cuando se da, cuando es uno quien literalmente se da. Sin esa entrega auténtica, el amante es un actor que no siente lo que finge por muy bien que ejecute los actos de su engaño y el amado quede incluso complacido.
Hay, pues, un tipo de entidades que solo se poseen al entregarlas, y con ellas surge un problema que es complicado dilucidar: ¿se puede dar sin que el otro reciba? Yo creo —no obstante lo dicho— que sí. El miedo es de esta clase, para tenerlo no es necesario que los demás terminen compartiéndolo. Puede uno tener miedo sin que los otros se contagien. Yo he sentido miedo muchas veces y lo he manifestado abiertamente y, solo a veces, he conseguido que mi miedo se propague a otros, pero a veces no. Esa manifestación algo tiene de dádiva pues se exterioriza sin falla. Y algo semejante ocurre con los ideales. En este caso uno puede no solo tenerlos en secreto, sino que intenta compartirlos, hacer que los demás los sientan, los adopten. Los ideales, el entusiasmo, el gusto por algo o por alguien uno los ofrece, quiere darlos pero los demás no los reciben, el otro simplemente no quiere lo que con tanto ahínco uno comparte.
¿Puede haber un dar sin recibir?, ¿necesariamente la dádiva obliga al otro a aceptarla? No lo sé del todo; pero entiendo que hay propiedades de las que uno al darlas las pierde; otras que se poseen cuando se dan, y unas más que se quieren entregar sin que los otros las admitan, y con las que precisamente en la medida misma en que son rehusadas uno las posee más.
¿A cuál de estas clases pertenece nuestra más valiosa posesión: la propia vida? La compartimos sin perderla y, en algún sentido, sólo la vida que se ha dado es la que sigue con uno.
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