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Tomás Calvillo Unna

02/10/2019 - 12:05 am

El día y la noche

Las palabras de Quauhtli no eran suyas, él repetía lo que afirmó su anciano tío Tezoc cuando los Principales se reunieron para tomar un acuerdo.

Los Guardianes 1 de octubre. Foto: Tomás Calvillo.

Para Alejandro y El Poder del Consumidor

Caomine había estado observando entre las nopaleras el pasar de las bestias con esos dioses que su hermano Quauhtli odiaba tanto, hasta decir que no eran dioses sino “hijos de la noche, señores vengativos”, “Son una plaga, la cuenta de nuestras desdichas”, Caomine increpó a su hermano para que hablara con propiedad, aquellos eran dioses a los que había que temer. “Sí, dijo, Quauhtli, temer a sus armas, pero no venerar sus crímenes”. Las palabras de Quauhtli no eran suyas, él repetía lo que afirmó su anciano tío Tezoc cuando los Principales se reunieron para tomar un acuerdo. Moctezuma, el gran señor, parecía enfermo, no hablaba con nadie, encerrado en la Habitación de los Sueños, únicamente jugaba como si un niño hubiera ocupado su trono.

Caomine cavó hoyos en la tierra. Era un topo. El mejor. En el calmecac esa habilidad le ganó el aprecio de sus maestros y compañeros. Enseñó los túneles a su hermano para que pudiera ver también a los hijos de la noche sin que peligrara su vida.

Quauhtli le dijo: “Los he visto saquear las casas, arrojar bolas de fuego contra los calpullis y llevarse a nuestras mujeres”. Persisten todavía las imágenes de aquella fecha 4 conejo, cuando Mixcoatl cantó:

En el ojo de jade
la garza blanca
bañaba sus plumas
la tomaron de los cabellos
su desnudez se grabó en el barro.
Dejó su collar de luna sobre la piedra.
Dejó un hueco inmenso en mi corazón.

Mixcoatl mantuvo impasible su semblante, mientras su canto emergía entre el humo de las hogueras. Su voz era hermosa, sus palabras de un tañido grave, eran las mismas nubes del amanecer posándose sobre los volúmenes de la tierra. Palabras que cubrían montañas y árboles. Mixcoatl cantaba a su hija Xóchitl, “el regalo de mis últimos años”. Él fue quien venció a cinco hijos de la noche. Les cortó las piernas a sus bestias y después, en el polvo, les arrebató sus armas, sus escudos, hasta dejarlos sin piel para que las lanzas del sol incineraran sus imágenes. Mixcoatl fue el primero que dijo: “Moctezuma está hechizado, no podemos creer en él, es cautivo de los extraños, le han robado el corazón”.

Caomine oía a su hermano con respeto, era el mayor de la familia siempre lo había protegido y aconsejado. Pero en estos tiempos sentía que su hermano ya no era el mismo, le sucedía lo que a todos: andaba de un lado a otro con el dolor, la angustia y el odio estrujándoles las entrañas y empañándoles la mirada. Ya nadie seguía el camino de la destreza. Caomine advirtió que cada quien se convertía en Señor de su propio reino, cada quien combatía su propia guerra y así, le aseguraba a su hermano: “Somos más débiles, ya no nos reconocemos, ni siquiera la danza nos une junto al fuego”. Quauhtli lo escuchaba sin mirarlo, tal vez creía que su hermano menor era ese paisaje interminable de cerros, magueyes y nopales. Eso le daba gusto, tenía la certeza de que el camino de Caomine era largo, mucho más largo que el suyo. Recordaba las palabras de la comadrona: “He aquí al portador, al que conservará…”. Sabía que esas palabras no eran comunes. La comadrona reconoció los signos de aquel nacimiento y pronunció las sagradas oraciones. Quauhtli pensaba en todo esto y le respondió: “La casa se ha derrumbado hermano, yo también perdí a la garza blanca”. Caomine se sorprendió ante la confesión. Su hermano nunca expresaba sus sentimientos, ahora le había mostrado su pena más profunda. Se sintió más cerca de él, agradecido por su confianza y temeroso de su destino; todavía oyó a Quauhtli recitar los versos antiguos:

De noche la luna blanca
enlaza mi corazón
al despertar descubro su reflejo
en la garza que levanta el vuelo.

Los entonó en voz baja, era cuidadoso aun en los lugares más desolados.

La noche es una puerta. Caomine lo sabía. Con sus manos tocaba el aire, era una hazaña que Quauhtli le admiraba. “El aire está herido y se desgarra, tenemos que volver”.

-No, ya no-, respondió Quauhtli.

-Morirás al amaneces si cumples tu deseo.

-Lo sé. Tu camino es otro.

-Quauhtli, espera, nuestras armas son frágiles, para qué desangrarnos inútilmente.

Quauhtli se desprendió de su arco y sus flechas, y guardó únicamente para sí el cuchillo de pedernal.

(La noche está celosa, Caomine se repetía, dejando que su voz se confundiera con el viento. Junto a un pequeño arbusto espinoso, comenzó a marcar la tierra. Delineó con una obsidiana un círculo y dentro de él un triángulo y dentro del triángulo marcó una cruz minúscula. Esperó, esperó hasta el amanecer.)

El estruendo de las bestias lo impulsó a esconderse tras los matorrales. Agazapado, miró entre el resplandor de los primeros rayos las piernas huesudas circundadas de nervios, la piel de tierra brillante, las enormes cabezas agitándose, los metales del sol deslumbrando; y alcanzó a ver un brazo suelto amarrado a un costado de la bestia y después otro, en la última que cruzó frente a su escondrijo. En aquel trozo reconoció la esclava de jade.

Todo fue un parpadeo. Estaba otra vez solo. El remolino de polvo se alejó. Caomine no quiso contener sus lágrimas. De pie miraba hacia la lejanía. Buscó las líneas que trazó la noche anterior.

El círculo permanecía intacto, pero el triángulo y la cruz habían sido borrados: la pezuña de la bestia dejó grabada su huella. Sintió un dolor en el pecho, un dolor que le hizo inclinarse. Con sus labios formó un círculo y comenzó a silbar. El aire era fresco, el canto de un ave estremecía la mañana.

Nota. Relato del libro Palabra que es la llave.

 

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