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Benito Taibo

02/08/2015 - 12:00 am

De la curiosidad…

Tal vez mi primer acercamiento a la curiosidad, ese estímulo supremo más desarrollado en los seres humanos que el resto de las especies, se remonta a mi primera infancia. Y el recuerdo es vago, pero me fue confirmado más de una vez por mis padres, mis tíos, mi hermano mayor. Tendría yo unos cinco o […]

Tal vez mi primer acercamiento a la curiosidad, ese estímulo supremo más desarrollado en los seres humanos que el resto de las especies, se remonta a mi primera infancia.

Y el recuerdo es vago, pero me fue confirmado más de una vez por mis padres, mis tíos, mi hermano mayor. Tendría yo unos cinco o seis años, y me encontraron en mi habitación, con un desarmador en la mano y un reloj de pared destripado en el suelo, en un frenesí escrutador que se traducía en decenas de piezas metálicas suizas que cubrían buena parte del territorio.

Dicen que dije que quería saber cómo funcionaba. No recuerdo si fui castigado por ese primer arranque de curiosidad, seguido de muchos otros que vendrían con el paso del tiempo.

Todos queremos de una u otra manera, saber cómo funcionan los relojes suizos, los aviones, las vacunas, el acelerador de partículas, los submarinos, el amor, los pensamientos, las cafeteras, la muerte, las plumas fuente, la risa o el llanto.

Queremos siempre escudriñar en los mecanismos que los echan a andar y comprender su estímulo y su marcha.

En cuanto nos convertimos en seres del lenguaje, en animales del discernimiento, y nos aborda el juicio, la primera pregunta que nos hace, sí cabe, más humanos, es ¿por qué?

Y la preguntamos, por diferentes motivos, una y otra vez a lo largo de nuestras vidas.

El acicate primario que nos acompaña mientras vamos preguntando una y otra vez, es siempre la curiosidad.

La casa de Armando, en la colonia Condesa era enorme. Un palacete con decenas de habitaciones en la calle Amsterdam. A principios de los setenta queríamos saber muchas cosas sobre la naturaleza de ciertos actos humanos, y también sobre los fenómenos naturales o inducidos por la ciencia que sucedían, vertiginosos, ante nuestros ojos.

Pero sobre todo, queríamos saber, como sí nos fuera la vida en ello, qué diablos había en la habitación cerrada a cal y canto, en el tercer piso de la casa de Armando.

Y nos turnábamos para espiar por el ojo de la cerradura, sin poder ver nada en claro, excepto sombras, haciendo insólitas conjeturas. La abuela de mi amigo mantenía un hermético silencio al respecto y siempre daba una u otra excusa al curioso nieto y sus no menos curiosos amigos acerca de lo que se escondía en ese cuarto.

-¡Un tesoro de la revolución!- Decía alguno, exultante.

-No. Ya lo hubiera sacado mi papá. Ya ven como es.- respondía Armando un poco avergonzado de las triquiñuelas de su padre, un político de segunda.

-Una colección de animales salvajes disecados.- Aventuraba otro.

-Un montón de momias de los antepasados de Armando.- Expresaba malévolamente Carlos.

-Una biblioteca con libros prohibidos.- Decía yo.

-Un monstruo.- Soltó Carmen.

Y ahí se quedó, refulgiendo en nuestras cabezas esa pequeña idea que se fue haciendo inmensa con el paso de los días.

Se puede morir de curiosidad. Se puede no dormir gracias  a ella. Se puede perder el hambre por su influjo. Y así pasamos muchos meses aventurando enloquecidas hipótesis sobre su contenido.

Pero la habitación del monstruo, como la comenzamos a llamar, seguía cerrada y no había forma posible de saber su contenido.

Salí de la secundaria y dejé de ver a Armando y a otros amigos que habíamos hecho del Parque México nuestro territorio de caza de besos y de sueños.

Y yo olvidé al monstruo para tener otras muchas curiosidades diferentes que se me fueron develando mágicamente, gracias a los libros.

Un día, ya con veinte años, me llamó Armando por teléfono para avisarme que se había muerto la abuela y que nos invitaba, a esa pandilla que fuimos, a cenar y a abrir, por fin, la habitación del monstruo.

Cenamos y bebimos, y reímos como locos.

Y a las doce en punto de la noche, Armando, llevando una vieja llave en la mano, fue seguido escaleras arriba por sus viejos amigos, para terminar con más de diez años de misterio.

Fue un momento sobrecogedor y especial. Yo aproveché para tomar fuertemente la mano de Laura.

La puerta tardó interminables segundos en abrirse. Todos conteníamos la respiración.

Armando encendió la luz y…

Nos encontramos a decenas de maniquíes de tela vestidos con ropa de finales del siglo XIX.

No había ningún monstruo.

Armando contó entonces la historia de la madre de la abuela, que había sido modista. Casada con un hombre rico y poderoso, decidieron juntos encerrar en ese cuarto su pasado, para inventar otro, distinto, repleto de ascendientes europeos de rancia nobleza.

En ese momento tuve una terrible decepción y un inmenso gozo, con lo cual se demuestra fehacientemente que no hay mal que por bien no venga…

El cuarto encerraba un secreto menor, sin lustre, típico de la clase media mexicana en angustioso ascenso. Y Laura se hizo mi novia.

Sin embargo, mucho tiempo después, pensé que el monstruo realmente vivía allí, agazapado, alimentándose de mentiras, pero nunca lo dije.

Esa habitación alimentó mi curiosidad y mis fantasías durante años y se lo agradezco.

Todo esto viene a cuento porque tengo en las manos un libro espectacular. Curiosidad. Una historia natural, de Alberto Manguel, recién editado por Almadía y CONACULTA.

Un ensayo inteligente y erudito de ese lector que es Manguel, que  nos obliga a asomarnos por el ojo de la cerradura para ver si el monstruo sigue a buen recaudo.

No lo duden. Lo disfrutarán.

Y descubrirán cómo yo, que los ensayos sesudos y brillantes como éste, no son para contestar preguntas, si no por el contrario, para que volvamos a preguntarnos ¿por qué? hasta el fin de los tiempos.

Curiosos que somos.

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