Desobedecer, de Frédéric Gros, “nos recuerda que la filosofía, en el fondo, es precisamente el pensamiento en rebelión, y nos ofrece una verdadera ética de la desobediencia frente al desastre colectivo de nuestro mundo actual, que se alimenta de conformismo y cobardía”.
Ciudad de México, 2 de marzo (SinEmbargo).– Desobedecer debería ser una necesidad urgente y compartida. En esta estimulante invitación a ser responsables, valientes y por lo tanto desobedientes, Frédéric Gros desmitifica todas nuestras razones para acatar las normas, analiza nuestra capacidad de aceptar lo inaceptable y defiende la transgresión como única manera, hoy, de reafirmar nuestra humanidad.
La historia nos ha mostrado con fuerza la figura de los monstruos de la obediencia, y nuestra ancestral tendencia a la sumisión lleva siglos intrigando a los filósofos. En conversación con autores como Sócrates, Montaigne, Arendt, Thoreau o Kant, que nos convencen de hasta qué punto transgredir puede ser razonable, Gros nos acompaña en un ameno recorrido por la historia del conformismo, repleto de anécdotas y ejemplos, y nos permite así descubrir, inventar y provocar nuevas y originales formas de desobediencia.
Este libro nos recuerda que la filosofía, en el fondo, es precisamente el pensamiento en rebelión, y nos ofrece una verdadera ética de la desobediencia frente al desastre colectivo de nuestro mundo actual, que se alimenta de conformismo y cobardía.
Con el permiso de Taurus, SinEmbargo comparte a sus lectores un adelanto de Desobedecer, de Frédéric Gros.
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HEMOS ACEPTADO LO INACEPTABLE
Los monstruos existen, pero son demasiado pocos para ser realmente peligrosos; los más peligrosos son los hombres corrientes, los funcionarios dispuestos a creer y obedecer sin rechistar.
PRIMO LEVI
Recojo aquí, a modo de preámbulo —paradójico—, la provocación de Howard Zinn: el problema no es la desobediencia, el problema es la obediencia. En la que reverbera la frase de Wilhem Reich: «La verdadera cuestión no es saber por qué se rebela la gente, sino por qué no se rebela».
Sobran motivos para no aceptar el estado actual del mundo, su curso catastrófico. Desgranarlos todos resultaría una letanía de desastres. Aquí solo me referiré a tres o cuatro motivos poderosos que deberían haber provocado nuestra desobediencia hace ya tiempo y seguir provocándola hoy porque, al alcance de la vista está, no han hecho más que agravarse.
Y, sin embargo, no pasa nada; nadie o casi nadie se subleva. El primero es, sin duda, la agudización de las injusticias sociales, de las desigualdades económicas. La advertencia de Marx (el empobrecimiento radical) se cumple cada vez más, como si la globalización, después de los bloqueos de los nacionalismos económicos, hubiera dado por fin rienda suelta a un capitalismo desenfrenado, total, cuyo resultado es, por el momento, la formación de una élite riquísima, una minoría de atiborrados que se ahogan bajo el peso de sus riquezas, frente a un 99 por ciento de desposeídos, que van por la vida arrastrando sus deudas y su miseria. Las espirales estrictamente complementarias de empobrecimiento de las clases medias y enriquecimiento exponencial de una minoría están ahí, impulsadas por las nuevas tecnologías que anulan los efectos de dilación, de «frotamiento», que hasta hace poco mantenían unos equilibrios razonables. El proceso se acelera, se desboca. La racionalidad actuarial, la de los «seguros» (el frío cálculo de los riesgos), impone que en todas partes se haga pagar caro el dinero a quienes no lo tienen. Se apoya en una evidencia aritmética glacial que, a bajo coste, blanquea el alma de quienes toman decisiones económicas, de todos los que, con la lista del próximo furgón de despedidos en la mano, pueden decir con un tono de condescendencia humillante: «Qué quiere que le diga, es lamentable pero las cifras son las cifras y no se puede ir contra la realidad de las cifras».
Pero la «realidad» de las cifras no está en ninguna parte, salvo en su buena conciencia. O mejor dicho: la realidad de las cifras es la de los efectos de realidad producidos, duros y terribles. Cuando se toman las ecuaciones como fuente de autoridad, las tablas Excel como voces de oráculos ante las que se inclina respetuosamente la cabeza, propulsoras de decisiones, entonces, las desesperaciones sociales, las miserias de fin de mes, los descensos en la escala social y las ruinas están justificados de antemano. Y todo esto se produce «conforme» a la ley de hierro de la economía, a la «realidad» insoslayable de las ecuaciones: las cifras son las cifras.
¿Qué realidad? No la de la solidaridad entre individuos, que se oculta; no la del sentido elemental de la justicia, del ideal de compartir; no la del espesor de realidades humanas, que los directivos —los «responsables», como se dice, sin duda irónicamente—, con una mezcla de indiferencia y cálculo, olvidan, disimulan, se ocultan a sí mismos tras la pantalla de sus estadísticas impresas en papel satinado.
¿Y qué ley «superior»? Lo único que veo es una codicia descarada. ¿Dónde está la providencia que invocan? ¿Y la necesidad impostergable? Comprendo que las potencias de poder y dinero ofrezcan semejante testimonio de su fe cuando se les da la oportunidad. Al ver la piedad que ostentan los directivos de empresas, durante mucho tiempo los he considerado unos hipócritas. Pero no. El cinismo ha alcanzado un grado superior, casi etéreo, donde ya no se separa de la sinceridad. Porque las leyes de la economía y los decretos de Dios se parecen, flotando en esa trascendencia que los confunde, propagando una inevitabilidad que se «impone» a todos sin excepción, como el tiempo que hace o la muerte que algún día llegará. Cuando se alcanza ese estado, cuando se es inmensamente privilegiado, beneficiario del orden del mundo frente a la masa, cuyo destino es ya pura supervivencia, parecería que se alcanza la humildad. Entonces uno se dice que tanta sinrazón, la monstruosidad demente de las desigualdades, debe tener una explicación superior, al menos teológico-matemática, más allá de la apariencia superficial. No es otra la función atroz del formalismo matemático introducido en la economía: declarar inocente a quien se lleva las ganancias. No, él no es el canalla aprovechado que hace morir de hambre a la humanidad, sino el humilde servidor de unas leyes cuya soberanía y complejidad están fuera del alcance del común de los mortales. Me parece estar oyendo a estos directivos con sueldos astronómicos, a estos deportistas multimillonarios. Replican, en descargo de su conciencia: «¡Vamos a ver! ¡Esos emolumentos exorbitantes no los he exigido yo, me los han ofrecido! Será porque lo valgo». Ahora contad a los trabajadores explotados que merecen su salario, y que si les pagan tan poco es porque son subhumanos.
El doble proceso del enriquecimiento de los ricos y el empobrecimiento de los pobres acarrea el hundimiento progresivo de la clase media. Arrogancia o desesperación: cada vez es más exigua la realidad intermedia entre quienes exigen desde sus cómodos sillones el incremento máximo de sus acciones y aquellos a quienes se impone un recorte de unos salarios que a este paso no alcanzarán, no digo ya para vivir, ni siquiera para pagar las deudas. La vida es lo poquito que queda después de haber pagado a los bancos. Las reglas de solidaridad más elementales se esfuman, la realidad humana se disuelve y en los salones dorados de los directivos ligeramente pensativos y recostados ya solo quedan Dios y las ecuaciones, mientras que, en el otro mundo, se pelea por las migajas. Con la desaparición de la clase media lo que se pierde es la existencia de un mundo común, pues los ideales de utilidad general, de bien público, siempre han estado dirigidos a preservar la consistencia de una clase media que ponía límites a la miseria y a la riqueza extremas, y como escribía hace más de veinte siglos Eurípides en Las suplicantes, que constituía la posibilidad misma de la democracia.
Sin embargo, esta brecha todavía no atiza demasiado el odio político del pueblo contra los ricos. Se difracta en una serie indefinida de divisiones internas. Porque la condición de los más adinerados despierta sobre todo la pasión amarga de parecérseles; porque el orgullo de ser pobre, alentado por la esperanza de revanchas futuras, ha dado paso a una vergüenza agresiva; porque el mensaje pregonado por doquier es que solo tiene sentido vivir en el consumo a ultranza y dejarse aspirar por el presente en un disfrute fácil. Por estos y otros motivos, la justa ira de una mayoría explotada contra la minoría se desactiva, transformada en odio a los pequeños aprovechados y miedo a los pequeños delincuentes.
La velocidad de enriquecimiento de los poseedores aumenta, la espiral del descenso social se acelera. La riqueza de los poderosos desafía la imaginación, y la penuria de lo que antes se llamaba «el fin de mes» —pero hoy son los próximos diez, veinte años de deudas— es inconcebible para las clases altas, que solo se sobresaltan ante las variaciones de sus inmensos beneficios. Hablar de «injusticia» se ha vuelto obsoleto. Estamos en plena era de la indecencia. Las remuneraciones de los directivos de grandes empresas, los salarios de los deportistas más aclamados, los emolumentos de los artistas, se han vuelto obscenos. Las desigualdades han llegado a un extremo que solo podría justificar la existencia de dos humanidades.
El segundo aspecto intolerable de nuestro mundo actual es la degradación progresiva de nuestro entorno. El aire, el suelo y sus productos, la vegetación: todo está contaminado, ensuciado hasta la asfixia. La naturaleza se había definido desde siempre por su capacidad de renovación, de repetición de lo mismo. Se decía: las producciones culturales se desgastan, envejecen o mueren, mientras que la naturaleza es una primavera esencial. En ella todo vuelve a empezar. Eterna repetición de lo mismo, reanudación incesante, reaparición mágica de las mismas formas, frescura inalterada. El coro de Antígona cantaba a «la Tierra incansable» (v. 339). Pues bien, la Tierra se ha cansado, el siglo XXI será el del agotamiento y el desierto. La humanidad pone a prueba los límites de la naturaleza. La fecundidad de las tierras extenuada, los recursos agotados, las reservas consumidas.
Hans Jonas planteó la cuestión de lo irreversible en su Principio de responsabilidad. 9 El razonamiento era este: durante siglos, nosotros, frágiles mortales, nos hemos protegido de la naturaleza con la técnica. Pero nuestras capacidades técnicas han evolucionado hasta tal punto que ahora afectan no ya a los caracteres externos del ser vivo, sino a la propia base vital (por ejemplo, en el caso de las modificaciones genéticas). Con nuestras intervenciones técnicas introducimos alteraciones irreversibles y jugamos a aprendices de brujo. Por primera vez la naturaleza parece vulnerable. Durante siglos hemos intentado protegernos de ella con la técnica. Ahora es la naturaleza la que hay que proteger de la técnica. Pero hoy, cerca de medio siglo después de los análisis de Jonas, ya no se trata de la alteración de la naturaleza sino de su ahogamiento: ya no se dan las condiciones de «renovación» de las especies y los recursos naturales, el ciclo del renacimiento se ha roto. La amenaza es el fin de las primaveras.
El último aspecto inaceptable, que sin duda engloba a los dos primeros y les imprime un movimiento en espiral, se centra en el proceso contemporáneo de creación de riqueza. El llamado «capitalismo» es algo difuso, complejo, proteiforme. Sea como sea, entre la sistematización del accionariado, la importancia de la especulación financiera, el principio generalizado del endeudamiento y las aceleraciones inducidas por las nuevas tecnologías, desde hace varias décadas se ha impuesto un nuevo capitalismo: un modo de creación de riqueza que, mediante la deuda y la especulación, descalifica el trabajo (el salario está bien para los pobres) y agota las fuerzas y el tiempo. No es que nos precipitemos hacia el abismo —y menos aún hacia un muro—, el propio abismo es esa precipitación. El enriquecimiento se hace en perjuicio de la humanidad futura.
Este mundo, con sus desigualdades de una profundidad insondable, con el derrumbe de sus cimientos naturales, con su carrera hacia delante suicida, este mundo que dejamos como una herencia nauseabunda a las generaciones futuras, es el nuestro. Y cuando digo «nuestro» no me refiero únicamente al actual en comparación con el de ayer. Cuando digo «nuestro» me refiero al mundo que hemos construido, aceptando que se construya de esta manera desde hace ya varias décadas, el mundo que, sin remedio, dejaremos a los que vendrán detrás de nosotros. Dando fe de un egoísmo demente, de una irresponsabilidad mortal.
¿Por qué no hemos dicho nada? ¿Por qué, ante la inminencia de la catástrofe, permanecemos de brazos cruzados y con los ojos, no diré resignados, pero tratando de mirar a otro lado? ¿A qué viene esa dejadez? ¿Por qué nos hemos comportado como espectadores del desastre?
Este libro plantea la cuestión de la desobediencia a partir de la cuestión de la obediencia, porque la desobediencia, frente al sinsentido, la irracionalidad del mundo tal como va, resulta evidente. No necesita muchas explicaciones. ¿Por qué desobedecer? Basta con tener ojos en la cara. La desobediencia está tan justificada, es tan normal, que lo que choca es la falta de reacción, la pasividad.
¿Por qué obedecemos y, sobre todo, cómo obedecemos? Hace falta una estilística de la obediencia, la única que puede inspirarnos una estilística de la desobediencia. Volver a definir la diferencia entre la sumisión, el consentimiento, el conformismo, y otros; hacer distinciones entre el derecho a la resistencia, la objeción de conciencia, la rebelión, etcétera.
Las críticas a la democracia se han estudiado mucho.10 Este libro defiende la idea de una democracia crítica. La democracia es algo bien distinto de una forma institucional caracterizada por «buenas» prácticas o procedimientos, inspirada en la defensa de las libertades, la aceptación de la pluralidad, el respeto a las decisiones mayoritarias. Aunque tiene que ser todo eso, la democracia también designa una tensión ética en el corazón de cada cual, la exigencia de replantearse la política, la acción pública, el curso del mundo a partir de un yo político que contiene un principio de justicia universal y que, sobre todo, no es la simple «imagen pública» del yo, con respecto al yo interno. Es preciso dejar de confundir lo público con lo exterior. El yo público es nuestra intimidad política. Es, en nosotros, poder de juicio, capacidad de pensar, facultad crítica. Desde este punto interior surge el rechazo a las evidencias consensuadas, a los conformismos sociales, al razonamiento simple.
Este rebrote del yo político será vano, improductivo, si no se apoya en un colectivo, si no se articula en una acción de conjunto, decidida entre varios, portadora de un proyecto de futuro. Pero, sin él, los movimientos de desobediencia siempre estarán expuestos a la manipulación, al reclutamiento, a la asfixia bajo las consignas y las veleidades de los jefes.
El movimiento mediante el cual el sujeto político se descubre en estado de desobedecer es lo que llamaremos «disidencia cívica».
La insurrección no se decide. Cautiva a un colectivo cuando la capacidad de desobedecer juntos se vuelve sensible, contagiosa, cuando la experiencia de lo intolerable se condensa hasta ser una obviedad social. Implica, previamente, la experiencia compartida (pero que nadie puede dispensarse de tenerla en, por y para sí mismo) de una disidencia cívica y de su llamada. Desde Sócrates («¡Conócete a ti mismo!») y Kant («¡Atrévete a saber!») es también el régimen filosófico del pensamiento, su interioridad intempestiva.
En tiempos en que las decisiones de los «expertos» alardean de ser el resultado de estadísticas anónimas y glaciales, desobedecer es una declaración de humanidad.
Este libro no trata sobre los movimientos sociales actuales con sus formas variadas (luchas sociales, movimientos de desobediencia civil, formación de ZAD [Zonas que Defender], alertadores, protestas públicas contra las leyes, llamamientos a la insurrección) ni de sus motivaciones (defensa del medio ambiente, justicia social, reconocimientos simbólicos, protección de las minorías, respeto a la dignidad de las personas).12 Tampoco los deja de lado, pero lo que se propone es comprender, antes del estallido de las rebeliones, hasta qué punto desobedecer puede ser una victoria sobre uno mismo, una victoria contra el conformismo generalizado y la inercia del mundo. Este libro querría comprender, indagando en las condiciones éticas del sujeto político, por qué es tan fácil ponerse de acuerdo sobre la desesperanza del orden actual del mundo y, sin embargo, tan difícil desobedecerle.
LA INVERSIÓN DE LAS MONSTRUOSIDADES
Para empezar, quiero situar esta reflexión sobre la desobediencia bajo el horizonte que proyecta un «poema» fantástico, inspirado por los vapores del alcohol.
Me refiero, dentro de Los hermanos Karamázov de Dostoievski, a lo que Iván le cuenta a su hermano Aliosha en una taberna. Esta «leyenda» —Dostoievski decía que en ella alcanzaba la novela su máxima intensidad— deja atónito. Hannah Arendt y Albert Camus (también Carl Schmitt,4 pero con una perspectiva obviamente distinta) la consideran una enorme provocación al pensamiento político, o más bien, incluso, un abismo.
Haré aquí un repaso algo libre.
El poema de Iván cuenta el regreso de Cristo entre nosotros. Este regreso, como promete la doctrina, se anuncia como la señal del fin de los tiempos. El Apocalipsis de Juan revela que volverá para clausurar la historia del mundo. Estará sentado en un trono majestuoso, deslumbrante de blancura, de transparencia. Ante la humanidad resucitada, al completo, procederá a dividirla entre los condenados a sufrimientos eternos y los elegidos para gozar de la existencia bienaventurada y total.
En el relato de Iván, Cristo regresa, pero casi podría decirse que a hurtadillas. Sin trompeta de apocalipsis, una mañana de verano se desliza discretamente entre los sevillanos.
Estamos en el siglo XVI, en España, en tiempo de la Inquisición. La brisa matutina todavía arremolina las cenizas de las hogueras donde la víspera se había quemado a unos herejes.
Cristo vuelve, camina, se mezcla con los transeúntes, con los vecinos. Aunque permanece callado, su sola presencia, su sonrisa, su mirada, delatan su identidad y todos le reconocen enseguida. El pueblo, congregado alrededor del Hijo del Hombre, que ha regresado entre los suyos, forma una muchedumbre alegre, gozosa, esperanzada. Llegan a la plaza de la catedral. Cristo camina pausadamente, dispensa a su alrededor el milagro de su presencia mientras todos lloran de alegría y dan gracias.
En la misma plaza, Iván dibuja una silueta enjuta. Un viejo está observando la escena, un anciano de noventa años, encorvado, rostro gris surcado de arrugas, ojos chispeantes, enfundado en un hábito de fraile raído. La guardia del Santo Oficio no se aparta de su lado. Es el inquisidor, y comprende. Reacciona al momento, da órdenes. Un pelotón se abre paso entre la muchedumbre, y el pueblo, que un segundo antes aclamaba y entonaba loas, enmudece y se sume en un silencio temeroso, dejando pasar a los hombres armados que rápidamente proceden al segundo prendimiento de Cristo por orden del viejo dominico, el gran inquisidor. El Hijo del Hombre es conducido a las mazmorras del Santo Oficio.
Ha caído la noche, una noche cálida, con aroma de limonero y de laurel. El inquisidor, alumbrándose con una antorcha, desciende a los sótanos tortuosos del edificio, solo, abre la puerta y entra. La puerta se cierra tras él, el dominico escruta el rostro del prisionero y articula su pregunta:
—¿Eres tú, en efecto? —Para anularla de inmediato—: No contestes.
Y entonces pregunta directamente:
—¿Por qué has venido a molestarnos?
Una pregunta sencilla y muy trivial pero que, dirigida a Cristo, cobra un cariz único. ¿Quién es él para dirigirse a Cristo como a un vulgar incordio, como a un visitante inoportuno, como a un conocido intempestivo?
La peroración que sigue desarrolla la pregunta. Peroración del gran inquisidor, monólogo interminable —porque Cristo permanecerá callado hasta el final—. Si Cristo amenaza con «molestar» de nuevo —¡y es una autoridad de la Iglesia la que le hace esta advertencia!— será porque ya se ha instalado cierta tranquilidad y comodidad en y por la Iglesia católica, contra el propio mensaje crístico. ¡Y esto para cerrar una herida de angustia que Cristo había infligido, para remediar un error desdichado que él había cometido!
Pero ¿qué error era ese? Consiste, denuncia el inquisidor, en tres negativas, tres rechazos a proposiciones del mismísimo Diablo, de Satanás. El episodio, como es sabido, se encuentra en san Lucas y san Mateo. Y el inquisidor insiste: acuérdate de lo que te negaste a hacer cuando el Tentador te lo propuso.
El Diablo se había presentado ante un Cristo debilitado por un largo ayuno en el desierto y le había propuesto el poder de convertir las piedras en panes, a lo que el Hijo de Dios contestó: «No, porque no solo de pan vive el hombre». De nuevo el Diablo, después de llevar a Jesús a lo más alto del templo, le dijo que se dejase caer desde esa altura, porque está escrito que los ángeles le tomarán para evitar la caída. Así podría comprobar que era realmente quien pretendía ser. A lo que Jesús replicó: «No, porque está escrito que no debes tentar a Dios tu Señor». Por último, desde una montaña que se alzaba sobre las mesetas y las colinas, el Diablo le mostró todos los reinos del mundo y le propuso el poder universal a condición de que se postrase ante él. Y Cristo le contestó: «No, porque yo solo sirvo y adoro a Dios».
Tres negativas, pues, tres no es a tres tentaciones que el inquisidor interpreta como muestras de obediencia y Cristo desdeña, desestima, rechaza, como contrarias a lo que él exige a cada cual: una fe auténticamente libre.
Porque, a fin de cuentas, la tentación de los panes es la de lograr la obediencia por el estómago: la humanidad tiene hambre, la humanidad solo conoce la gratitud del vientre. Es como si Satanás le hubiera susurrado a Cristo: sé que puedes hacerlo, tienes ese poder, convierte las piedras en panes y no tardarás en ver cómo se congrega a tu alrededor una muchedumbre agradecida, halagadora. Tendrán una fe inquebrantable en ti porque les has llenado la barriga y con ello les has asegurado el sueño del ahíto, que es la fuente de felicidad de los humildes. Pero tú, prosigue el inquisidor en el poema de Iván, querías una fe pura, una adhesión que no estuviera condicionada por la necesidad. ¡Exigías que te amasen libremente, que prefiriesen el pan celestial! Con ello les has sumido en la angustia. Nosotros, como sabemos que los hombres solo quieren saciarse, los hemos puesto a trabajar: son ellos los que han convertido las piedras en panes; han trabajado duro y con su esfuerzo han logrado que brotara trigo en las tierras áridas. Nos hemos apoderado del fruto de su trabajo y hemos repartido entre ellos una ínfima parte. Y ellos nos lo han agradecido. Primero, porque al erigirnos en jefes del reparto hemos acabado con sus pleitos, sus peleas, sus envidias. Nos lo han agradecido. ¡Había que ver lo felices que se sentían al adorar la mano que, sin embargo, no hacía más que devolverles una parte ínfima de lo que les había robado! Pero era lo único que veían: la mano tendida hacia ellos. Y olvidaban que el pan lo habían hecho ellos, con tal de adorar a un benefactor y rebosar de obediencia.
La segunda tentación es la de la comprobación objetiva, definitiva, válida para todos. Es preciso releer atentamente el texto de los Evangelios, que dice: estaba escrito «los ángeles te tomarán». De modo que si saltas lo compruebas, aportas una prueba objetiva, material, visible para todos, de que eres realmente Su hijo, de que eres realmente el Elegido, el Anunciado. Sin ninguna duda. Y también en esta ocasión Cristo se niega, como si también fuese excesivo, como diciendo que la fe auténtica exige un trabajo interminable de profundización y superación de las inquietudes, que es preciso comprobarla interiormente y no conformarse con certidumbres catalogadas, «garantías auténticas» para los demás. El inquisidor monta en cólera: ¿acaso es responsable endosar a cada cual la carga de la verdad, exigirle a un pueblo ignorante y quejumbroso, abrumado por las tribulaciones diarias, que también verifique su fe? Para eso la Iglesia instituye, nombra a sus propios expertos, sus «verificadores». Son ellos los que pueden dirigirse a las masas y decirles: esto es lo que hay que creer o no creer, lo que hay que pensar o no pensar, lo hemos verificado, no hace falta que lo hagáis vosotros. Y el pueblo, una vez más, lo agradece, descargado del peso de tener que juzgar por sí mismo.
La última tentación es la más clara, la más sencilla, la más profunda: el Diablo le promete a Cristo el poder temporal, el Imperio universal. Una vez más Cristo lo desdeña: no quiere reinar sobre un pueblo de esclavos, exige creyentes libres. Pero bueno, replica el inquisidor, ¿quién puede ser tan duro, tan inhumano, tan inconsciente como para negarle al pueblo la dicha inmensa, insustituible, de estar todos sometidos al mismo señor? ¿Acaso hay otro modo de estar realmente juntos que no sea la sumisión, la adoración común?
Tal es la lección «demasiado humana»: solo en la obediencia nos juntamos, nos parecemos, dejamos de sentirnos solos. La obediencia crea comunidad. La desobediencia divide. No hay otra forma de saberse y sentirse unidos que no sea someterse al mismo yugo, al mismo jefe: calma infinita, calor mullido del rebaño que se apiña alrededor de un pastor único. Al parecer, Cristo ignora que ser libre hace sentir desesperadamente solo.
Pues bien, ese Cristo altivo, idealista, elitista, ha rechazado de plano las tentaciones del Diablo. Ha preferido «brindar» la libertad a la humanidad. Regalo envenenado, carga mortal, don doloroso.
Paso ahora a lo que quizá sea el meollo de la enseñanza del texto, que aún resuena como una provocación. Me refiero al nexo entre los tres episodios de tentación. Cristo desdeña convertirse en Señor de una Justicia que reparte los bienes, en Señor de una Verdad garantizada para todos y verificada objetivamente, en Señor de un Poder que subyuga y une. En una palabra, Cristo no quiere obediencia, exige que cada cual obre con esa libertad en la que, a su juicio, reside la dignidad humana. Pero he aquí que esta libertad —como suele decirse: honor de la condición humana, esencia inalienable—, esta libertad no la quiere nadie, porque ¿qué es sino un vértigo insostenible, un fardo insoportable? Tener sobre la conciencia la carga de nuestras propias decisiones, sentir sobre los hombros el peso de nuestros propios juicios, decirnos que nos corresponde a nosotros, a cada uno considerado en la soledad de su conciencia, escoger, recriminarnos a nosotros mismos y a nadie más los fracasos y las derrotas es demoledor. ¿Acaso se le puede pedir a la multitud ignorante y cobarde, al pueblo embrutecido e inocente, que cargue con semejante peso? Es una exigencia desconsiderada, es un elitismo irresponsable, vano. Cristo pide demasiado. Es entonces cuando cabe preguntarse si sabe con quién se las gasta: con la humanidad.
Y es el paso al límite. Porque, prosigue el inquisidor, nosotros —la élite seria y responsable— amamos realmente a los hombres y hemos cargado sobre nuestros hombros el peso de su libertad. Ellos la han depositado a nuestros pies con presteza, alivio y gratitud. Se han encomendado a nosotros para que digamos la verdad, a nosotros para que promulguemos las reglas de la justicia, a nosotros para que designemos un objeto común de adoración. Sabían que si aceptaban obedecer sin más, si se sometían, conocerían la tranquilidad, la comodidad de dejar de ser responsables (habrá que volver a este nudo que ata obediencia con desresponsabilidad). Y nosotros, hombres de Iglesia, hemos traicionado tu mensaje por amor a ellos, por piedad hacia los humildes, porque sabíamos que eran incapaces, impotentes, frágiles, y sabíamos que lo que pedían, sobre todo, era la seguridad de saber que se decidía por ellos. Amar de verdad es proteger, más que exigir lo imposible. Amar de verdad es privar de libertad a quienes son claramente incapaces de ella.
El viejo inquisidor termina su disertación. Cristo sigue callado. Después de dirigir una larga mirada a su «servidor», se le acerca lentamente y deposita un beso en los labios exangües del anciano.
El inquisidor está turbado, pero se recobra de inmediato. Con una voz áspera señala la puerta abierta y dice:
—Vete y no vuelvas nunca.
Enigma de este último beso.
¿Beso de perdón? Has amado con demasiado orgullo a la humanidad, te has equivocado al creer que, para amar a los hombres, había que privarles de toda fuente de angustia.
¿Beso de gratitud? Gracias por haber brindado a la humanidad la salvación de la desresponsabilidad.
¿O beso de rebeldía, irónico y mordaz?
Habría que verlo, pero como primer preámbulo se puede plantear esta provocación: la libertad ¿es tan deseable?, o mejor dicho: en realidad, ¿es verdaderamente deseada?
Un segundo preámbulo es un simple hito histórico, un hito que marca una ruptura. En su Diario filosófico, en mayo de 1967, Hannah Arendt copia una frase de Peter Ustinov que ha leído en el número del 7 de febrero de The New Yorker: «Durante siglos se ha castigado a los hombres por desobedecer. En Núremberg, por primera vez, se ha castigado a unos hombres por haber obedecido. Solo ahora empiezan a notarse las repercusiones de este precedente».
Esta afirmación, tajante, podría aplicarse también a un vuelco histórico —que Arendt ya había notado cuando acuñó su concepto de «banalidad del mal»— que me gustaría llamar aquí «la inversión de las monstruosidades».
Al principio, la desobediencia se relacionaba con la rusticidad salvaje, con la bestialidad incontrolable. Desobedecer es sacar a relucir una parte de nosotros animal, estúpida y tosca. Michel Foucault, en su curso del Collège de France de 1975, señala que el pueblo de los «anormales» —la psiquiatría creó esta categoría a lo largo del siglo XIX para poder presentarse como una vasta empresa de higiene política y moral— está formado, en parte, por «incorregibles». El incorregible es el individuo incapaz de acatar las normas de la colectividad, de aceptar las reglas sociales, de respetar las leyes públicas. Son estudiantes turbulentos, perezosos, que no obedecen a sus profesores; obreros que trabajan mal y a regañadientes; gamberros recalcitrantes; delincuentes que entran y salen continuamente de la cárcel. Con el individuo incorregible los aparatos disciplinarios (la escuela, la Iglesia, la fábrica) acaban tirando la toalla. Por mucho que les vigilen, que les castiguen, que les impongan sanciones, que les sometan a ejercicios, el incorregible no progresa nunca, es incapaz de reformar su naturaleza y superar sus instintos.
La «incorregibilidad» procede de un fondo de animalidad rebelde. Aceptar la mediación de las leyes, resistir el impulso de los instintos primarios, hacer lo que otro nos exige que hagamos, es acceder a la plataforma de la humanidad «normal». Desobedecer es dejarse caer por la pendiente del salvajismo, ceder a las facilidades del instinto anárquico. Si lo que nos lleva a desobedecer es el animal que hay en nosotros, entonces obedecer consiste en afirmar nuestra humanidad.