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Tomás Calvillo Unna

02/01/2019 - 12:00 am

Relato 9

Si estuve acostado con los brazos abiertos interrogando al inmenso cielo azul en las arenas del Neguev, cerca de un campamento beduino a las orillas de Be’er Sheva donde había un mercado de camellos y no lejos, según algunos, una planta nuclear para desarrollar armas atómicas.

El clavo de la separación. Pintura de Tomás Calvillo Unna.

Creo que la esencia del fanatismo reside en el deseo de obligar a los demás a cambiar…

…La literatura es siempre la respuesta, porque la literatura contiene un antídoto contra el fanatismo mediante la inyección de imaginación.

Amos Oz. Contra El fanatismo.

 

Si estuve acostado con los brazos abiertos interrogando al inmenso cielo azul en las arenas del Neguev, cerca de un campamento beduino a las orillas de Be’er Sheva donde había un mercado de camellos y no lejos, según algunos, una planta nuclear para desarrollar armas atómicas.

-¡Qué ilusión la tuya!…-, me advirtió “el Boliche” como le gustaba apodarse a Raúl el boliviano de Santa Cruz que se había convertido en mi hermano mayor, -… ¡qué ilusión la de buscar al Nazareno, un hombre muerto hace casi dos mil años!-.

“-Por suerte mi padre, se ufanaba en repetirlo, me alejó desde niño de las sotanas y el incienso, mi padre era un culto jacobino. Un rubio a orillas del Amazonas, perteneciente a esa colonia alemana incrustada en el corazón del continente americano. Yo soy una mezcla, tengo sangre de todos lados, por eso me siento más que libre y sin fronteras, y mírame aquí contigo indio blanco mexicano en la tierra de los profetas rodeado de hermosas mujeres del desierto y el mediterráneo…-”

“-Y heme aquí esposado a esta bella australiana Dorothy, que tengo que llevarla a su hogar en Canberra para poder volver a mi querida Santa Cruz, solo, sin ataduras-“.

Así hablaba, y discurría unas semanas antes de que iniciara la guerra de Yom Kippur, de la cual se enteró cuando ya había dejado Israel y pernoctaba por unos días en un hotel-prostíbulo en Bangkok. Entonces me escribió una postal con la imagen de una estatua gigante de Buda, preocupado por mi suerte, ya que se enteró que me había mudado a las montañas en la frontera con Líbano, al kibutz Hanita, entre ruinas bizantinas.

Con el boliviano aprendí que éramos del mismo país, no necesitábamos discursos políticos, aunque los teníamos, para reconocernos como hermanos de una misma tierra en medio de europeos, asiáticos y demás tribus de Abraham. El humor en la lengua, las palabras como serpentinas y confeti, y a veces como ancla o arcabuz, y la amistad como apuesta de vida.

En Tel Aviv visitamos a su amigo judío-iraní que conoció en Londres; tenía un negocio de comida y le compramos unas riquísimas pitas rellenas de falafel. Nos invitó a su departamento y ahí en una sala pequeña nos sentamos alrededor de una narguila. Con cierta parsimonia le puso una pasta en forma de cubo color café oscuro, me pareció un queso de tuna de los que abundan en San Luis Potosí, en realidad era hachís.

Nos enseñó la portada del periódico que informaba del golpe de estado en Chile y la muerte del presidente Allende. Fue la primera vez que lloré lejos de México, el boliviano cargado de tristeza también se encabritó.

La pipa de agua lo relajó, no me animé, preferí los cigarros Camel que me había regalado mi compañero holandés de habitación en el kibutz Hatzerim. Tenía varios paquetes que le dieron por haber figurado como guardia romano en la filmación de Jesucristo Súper Estrella en la población de Advat.

La muerte de Salvador Allende quedó envuelta por ese aroma picoso de la cannabis y el sonido de las burbujas de agua sobre un tapete persa no lejos del Gólgota imaginado donde actores y extras con sentidas canciones de rock recordaban la crucifixión del Salvador con mayúsculas.

Nuestro anfitrión tenía un aire de aquel músico mexicano Rigo Tovar. Años después en Rishikesh, en India, conocí a un maestro de yoga que podía haber sido el cantante Rigo o el amigo judío-iraní de Tel Aviv, tenían la misma fisonomía; los tres eran delgados, morenos, y con el cabello encrespado.

En aquellos meses finales de 1973, en Jerusalén, Nazaret, Belén, en el Muro de la Lamentaciones, en la Mezquita de Omar y sobre todo en el Santo Sepulcro, repetía las preguntas que me acompañaban desde la secundaria, “¿de qué se trata todo esto? Y, ¿qué hacer?” Los meses pasaban y no encontraba alguna respuesta en la llamada Eretz de Israel, la tierra de los Palestinos.

Lo cierto es que en la dimensión de lo más familiar, lugares como Tulkarem o Nablus, fueron más cercanos, más próximos, más reconocibles y eran la poblaciones palestinas ocupadas por ejército israelí. En esos camiones “polleros” en que viajamos por Cisjordania reconocíamos los paisajes que en aquellos años identificaban al llamado tercer mundo, una categoría en tránsito, de las clases sociales a los estados nacionales.

Pero la vida de cerca, de cerquita, siempre desarma los lenguajes políticos preconcebidos y se descubren los rasgos humanos que no están atrapados bajo los uniformes o banderas, o los intereses de los gobernantes en turno.

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