Fabrizio Mejía Madrid
01/12/2022 - 12:05 am
La Marcha
El domingo llegué desde las 7:15 al Ángel y pude confirmar lo que he visto desde la marcha contra el desafuero de 2005: Andrés Manuel López Obrador no es una persona, sino lo que hay entre los obradoristas.
Desde días antes de La Marcha los medios de comunicación nos dijeron “acarreados”. Los elitistas de la academia nos acusaron de asistir, lo mismo, a una “procesión” religiosa, que a refundar el nazismo o al PRI de las concentraciones en torno al balcón presidencial. Pero ninguno ha ido a ver lo es el obradorismo cuando se reúne. El domingo llegué desde las 7:15 al Ángel y pude confirmar lo que he visto desde la marcha contra el desafuero de 2005: Andrés Manuel López Obrador no es una persona, sino lo que hay entre los obradoristas. No se le admira a él, sino lo que abre entre los que lo creamos: una forma de ubicarse frente al país y su historia, un lenguaje lleno de esa realidad, y un entusiasmo por tomar parte de la vida pública. Un hombre lleva un letrero que confirma el estado de ánimo de toda esta concentración: “La multitud no odia. Odian las minorías porque conquistar derechos provoca alegría, mientras que perder privilegios provoca rencor”.
Para leer al obradorismo es necesario entender sus dos características básicas. Una es de qué está hecha la primera mayoría electoral del país. La otra es cómo esa mayoría creó a su propio dirigente, AMLO. Cuando hablamos del obradorismo hablamos de todos aquellos mexicanos que entendieron en algún momento de 2006 que el neoliberalismo no los iba a beneficiar nunca. El modelo neoliberal les proponía que el “ser” y “tener” eran la misma cosa y que su valor era el del dinero que ganaban, de las cosas y marcas que compraran, de los títulos académicos que pusieran en sus paredes. Era la economía la que daba identidad. A millones de personas se les indujo a la precariedad y se les asignó el papel de ser desechables. No tenían propiedades, no consumían los suficiente, no sabían lo necesario. Era un no-lugar con no-seres, con muertos sociales; es decir, personas que trabajaban y creaban sin cesar pero que los demás no los reconocían. Mientras, a esta mayoría se le violentaba diariamente diciéndoles que eran pobres porque eran flojos, que eran pobres porque no se esforzaban los suficiente, que eran pobres porque no estudiaban su inglés con computación, al mismo tiempo que se les mostraba en la televisión cómo vivía el 1 por ciento, en la extravagancia y el exceso de los yates, los aviones e islas privadas. Trabajos temporales, mal pagados e inseguros, y consumo endeudado a tarjetazos, combinados con recortes a la seguridad social, la privatización de la educación y la salud, violentó a una enorme mayoría que quedó sin ningún tipo de identidad, orgullo, o pertenencia a la única soberanía que pervivió, la del mercado. Pero se puso peor cuando Vicente Fox y el PRIAN, usando al IFE, hicieron el fraude electoral de 2006. Entonces, el Estado desató una incursión militar sin reglas ni leyes, en donde a los desposeídos del neoliberalismo se les aplicó el nombre de “daños colaterales”, cuando no, directamente, de criminales. A la pobreza y la enfermedad, se le agregó además el daño físico y la muerte. La gran decisión del obradorismo fue darse cuenta de que, si bien en la economía, no se les permitía ser, era en la política donde podían reivindicar un lugar propio, no asignado, que, a su vez, era una forma de arraigo, de pertenencia al país. A eso nos referimos cuando llamamos “plebeya” a la nueva democracia participativa. No es que alguien los incluyera sino que forzaron su entrada, con votos, pero también con marchas a la vida pública que estaba privatizada, como todo lo demás. Esta transgresión para entrar al lugar a donde no los dejaban pasar fue hacia un territorio que la élite no conocía: hacer política, poner en la mesa los conflictos que vivimos como sociedad. Esos millones de desechables hoy politizados son el obradorismo.
El otro punto es cómo creamos a ese dirigente llamado AMLO. Los opositores le llaman “López”, porque creen que el apellido tan común lo denosta. En realidad, lo engrandece porque justo es “lo común” lo que pone en juego. Sus creadores le llaman “Obrador”, el que hace cosas, el que actúa. Pero, en la Presidencia, ha sido “el cabecita”, por su astucia y su cabello blanco. Es un nombre amoroso. Lo que hizo el dirigente fue recorrer todos los municipios del país hasta tres veces y articular todas las demandas a un tronco común: el de la “lucha contra la corrupción”. Así, el obradorismo está engranado, no en torno a un líder carismático, sino a una demanda que politiza la ética. Esto es fundamental para confundirnos con lo religioso, como muchos académicos y opinadores lo han hecho quizás de forma malintencionada. La politización de la ética significa sacar al juicio entre hacer el bien o hacer el mal de la esfera puramente privada y hacerlo un asunto público. “Purificar la vida pública” ha sido un lema del obradorismo, pero va más allá de que no haya corrupción entre políticos, empresarios, y medios de comunicación. Es la idea de construir un régimen que tenga legitimidad democrática y, también, legitimidad moral. Eso es López Obrador como dirigente creado por los millones de desechables.
Apuntados estos dos rasgos básicos del obradorismo, volvamos a La Marcha. Lo que tenemos es la concentración convencida de un millón doscientos mil personas en la capital. En su gran mayoría no son contingentes organizados bajo siglas, uniformes o banderas. No es el partido del Presidente, Morena, el que marcha. Son, como desde el desafuero de 2005, ciudadanos que asisten con sus propias pancartas hechas a mano, con su propia idea de la dignidad que les da la participación política. A la violencia de quien nos nombra desde afuera y desde una supuesta superioridad intelectual o económica, los obradoristas usan un recurso que dominan: apropiarse de los insultos que les lanzan. A esta marcha llegan reivindicando dos sustantivos que les han propinado los de la oposición empresarial del PRIAN: “pata rajadas” y “acarreados”. Una tiene que ver con el color de piel y el trabajo duro, desnudo, descalzo. El otro, “acarreado” con lo que piensan los medios de comunicación sobre ellos: que son cuerpos inanimados que pueden ser coercionados, trasladados y, nuevamente desechados. Los opositores no se dan cuenta de que, al llamarlos “acarreados”, enfatizan la condición que el propio régimen neoliberal les había asignado: el de no ser sujetos, el de no tener convicciones, el de ser objetos que se compran, se transportan, y se desechan. Ahí es donde el obradorismo logra su efecto como máquina de revirar insultos: “Vengo acarreado por la esperanza”, dice una cartulina que sostiene una señora de Juchitán, Oaxaca. “Somos los pata rajadas”, se lee en una manta de Tepetitán, Tabasco. “A mí me acarreó un aeropuerto, una refinería, un transítsmico, un tren”. Es el goce creativo que he visto tantas veces en el obradorismo, desde el caballo hecho de guacales para un Quijote que enfrentaba el desafuero, hasta las camisetas con dos huellas de pies quebradas de La Marcha para apoyar la 4T, que aquí se transforma en “Soy 4 Rajada”. Al apropiarse del insulto que les propinan, los obradoristas confirman que son sujetos, no objetos. Un hombre moreno, panzón, que trae una bandera con la caricatura del “Amlito” creada por el monero Hernández, espera pacientemente, que lo entreviste Meme Yamel para su canal de YouTube. Espera y espera y uno podría suponer que tiene una denuncia que hacer pero, cuando finalmente, se le pone el micrófono en frente, sólo dice: “Vine por mi propia convicción. Nadie me acarreó”. Esperó durante veinte minutos para decir sólo dos frases. Eso que lo convierte en crucial pero, también, en alguien valioso.
El Presidente no usa, como sus antecesores del PRI, el discurso desde el balcón presidencial. Ni siquiera la concentración multitudinaria en el Zócalo. Lo que hace es otra cosa: caminar durante cinco horas entre sus seguidores, sumergirse entre ellos y ellas. En el penoso caminar escucha, no habla. Es la diferencia radical que no alcanzan a comprender y a asimilar los que dicen que es una manifestación de su ego, de su narcisismo, o de que es igual a las concentraciones de Cárdenas por la nacionalización del petróleo o la de López Portillo por la de la banca. No está subido en el balcón de Palacio Nacional dirigiendo un discurso, sino entregado a la escucha de quienes lo crearon como dirigente. A la economía del abandono del neoliberalismo, el obradorismo responde con la política de prestar atención, de oír, con diligencia y amparo. No de otra forma puede ser entendida la idea de acatar, de mandar obedeciendo del obradorismo. Escuchar es darle valor a las palabras y significados de ese otro que es el pueblo, de ese otro que excede cualquier necesidad, cualquier táctica política, cualquier plan de Gobierno. Es el otro el que debe ser escuchado, después de ser excluido, borrado, desposeído, saqueado, insultado y violentado. La foto emblemática de esta marcha es esa tomada por Luis Antonio Rojas, un periodista free-lance: Andrés Manuel rodeado por la gente, en medio de un remolino humano, mirando hacia arriba.
Para mí la experiencia emblemática de La Marcha fue estar rodeado de gente que venía de Jalisco y Sinaloa. Lo que hay entre nosotros es un arraigo republicano, es decir, compartimos la transformación, el entusiasmo por ella, la certidumbre de una esperanza trágica. En efecto, como lo platiqué con ellos en las horas en que estuvimos parados en medio metro de la escalinata de la Columna de la Independencia, López Obrador llegó después de una guerra interior encabezada por un cartel en el Gobierno de Felipe Calderón. El fraude de 2006 nos sumergió en la ruptura de un país, ya roto por el neoloberalismo, que es un régimen basado en la precariedad y en la muerte. Pero fue nuestro Presidente en la pandemia y ahora en los resultados de la guerra en Ucrania. “Nos tocó cuando más falta nos hacía”, dice mi interlocutor, un profesor de Guadalajara. Cuando se construye lo real es cuando sabemos que siempre fue posible. Por eso podemos nombrar a esta como la Cuarta Transformación, desde el presente. Se despiden, la gente empieza a avanzar hacia el Zócalo. Son apenas las 9:35 de la mañana y el sol ya pega. El Presidente López Obrador ha comenzado su labor de inmersión en la multitud. No dará el discurso hasta cinco horas después. Avanzo entre la multitud que colma las laterales de Paseo de la Reforma. Me meto en alguna de las calles de la colonia Juárez. Ahí un matrimonio de la tercera edad desayuna en un restorán. Son los únicos comensales. El resto somos peatones. Al ver a unos indígenas wixaritari, vestidos con sus diseños alucinados, la señora del matrimonio blanco y privilegiado les pide sacarse una foto con ellos. Los indígenas se niegan. Se voltean y alcanzo a escuchar: “Han de creer que somos artesanías”, dice uno y los demás se ríen.
El discurso de Andrés Manuel frente a su público contiene una clave que hace inteligible al movimiento. Utliza el término “humanismo mexicano” para describir el legado de su forma de gobernar. Resuena con los resortes del obradorismo, no sólo porque volvió a hacer sujetos de los desechables, sino porque, también impugna la supuesta felicidad del neoliberalismo. Si lo vemos desde abajo, el neoliberalismo, además de una apropiación por despojo, también obligó a los de arriba a cumplir con las expectativas del exceso en el consumo. Hay una doble pérdida en esta economía de la privación: la de los pobres despojados y saqueados, pero también la de los ricos que deben tratar de llenar sus pérdidas emocionales, sus vulnerabilidades existenciales, con objetos y marcas. El humanismo le regresa a la política sus antiguas labores: la democracia regresa a ser también económica y moral, no sólo de reglas del juego por el poder. La economía no está separada de las otras actividades que afectan a miles. Existe la política todavía, cuando quisieron decirnos que era pura tecnocracia, la llamada “gobernanza”, es decir, una técnica y no un compromiso moral con la felicidad de los más. El poder mismo sólo sería consecuencia de lo que los hombres del Renacimiento llamaron virtudes públicas, es decir, el ideal de que la política y los políticos hagan justicia.
Así termina La Marcha del pasado 27 de noviembre.
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