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Gustavo De la Rosa

01/10/2019 - 12:05 am

Libertad de manifestación, no de agresión

Los Halcones, el grupo armado de Echeverría, se convirtieron en una especie de amenaza ubicua que también temíamos los estudiantes de provincia, pues se nos aparecían y agredían en cada manifestación. El nombre de aves tan bellas en la naturaleza, el gavilán y el halcón, se convirtió en símbolo de violencia y temor para los jóvenes de aquellos años, casi equivalente al contemporáneo de sicarios.

“También cuestiono la agresión simbólica contra las mujeres que desean ejercer su derecho a decidir sobre su futuro personal y maternal, lanzada por creyentes desde los portales de algunos templos”. Foto: Andrea Murcia, Cuartoscuro

Para Bianca.

En las últimas semanas, diferentes sucesos nos obligan a reflexionar sobre la libertad de manifestación.

Primeramente, hay que recordar que en México, durante los últimos meses de 1968 y hasta 1973, prácticamente no hubo libertad de manifestación pues el mismo sitio donde se reunían los activistas, que pretendían movilizarse a favor de alguna causa, era donde se les agredía.

El caso de represión a la libertad de manifestación más trágico fue la agresión a la marcha del jueves de Corpus; aquel día, 10 de junio de 1971, los jóvenes que habían recuperado su libertad después de enfrentar infundados procesos en su contra por su participación en el movimiento de 1968 decidieron rescatar el derecho a manifestarse en las calles de la Ciudad de México, y no sólo fueron reprimidos violentamente, sino que, en su perversidad, Luis Echeverría acabó por lanzar contra ellos un grupo de homicidas entrenados, que dispararon en contra de los manifestantes pacíficos que transitaban por Ribera de San Cosme. Ese día 120 estudiantes fueron asesinados.

Realmente era un reto del Gobierno en contra de los ciudadanos; mientras en la Ciudad de México no se permitía manifestarse a quien estuviese en contra del Gobierno, Luis Echeverría abría canales de acercamiento conciudadanos que antes habían estado relegados por el poder. Lo paradójico de los hechos posteriores al 10 de junio fueron los impactos políticos dentro del régimen, por un lado se golpeó a los ciudadanos jóvenes que pretendían tomar la calle y por otro lado se golpeó y expulsó del poder a los adversarios internos del régimen, a los cuales se les culpo de las agresiones contra los manifestantes.

Los Halcones, el grupo armado de Echeverría, se convirtieron en una especie de amenaza ubicua que también temíamos los estudiantes de provincia, pues se nos aparecían y agredían en cada manifestación. El nombre de aves tan bellas en la naturaleza, el gavilán y el halcón, se convirtió en símbolo de violencia y temor para los jóvenes de aquellos años, casi equivalente al contemporáneo de sicarios.

Esta reflexión la hago para comparar el comportamiento de las autoridades frente a las manifestaciones de los mexicanos en estos últimos días.

Realmente, ¿se podrá condenar socialmente cualquier tipo de violencia que generen manifestantes que toman la calle? Para mí no puede condenarse a priori, pues hay violencia justificada y casi indispensable para visibilizar el abandono institucional de un grupo social específico, despreciándolo y condenándolo al olvido permanente.

Desde mi punto de vista fue justificada la violencia de las mujeres contra el Ángel de la Independencia, símbolo territorial de los militantes de derecha, los fanáticos del futbol y de los jóvenes del barrio que presumen sus últimos vehículos y su ropa de marca, símbolo de la desigualdad que invade a todo el país; para las mujeres, las palabras no bastaban contra la violencia que permanentemente las acosa desde cualquier lado.

Pero otra cosa fue la destrucción y ataque a inmuebles y tiendas por porros infiltrados a las manifestaciones por los 43 desaparecidos de Ayotzinapa; esos violentos, verdaderos delincuentes, no tenían ningún derecho de agredir violentamente el entorno de la manifestación, suya no era la violencia que surge del alma y el corazón de las víctimas, de los padres, las familias y los compañeros de los desaparecidos, sino un afán oportunista, sin conciencia ni vergüenza, que busca desprestigiar la lucha por la verdad tras la noche negra de Iguala.

También cuestiono la agresión simbólica contra las mujeres que desean ejercer su derecho a decidir sobre su futuro personal y maternal, lanzada por creyentes desde los portales de algunos templos, bajo supuesta vigilancia en contra de estos seres que, capaces de olvidar su obligación de reproducirse, serían entonces también capaces de destruir los templos que guardan la santidad de la religión, olvidando que la mayoría de las mujeres que en México interrumpen su embarazo, en las peores condiciones de salud y protección, son católicas.

Si bien es cierto que las autoridades deben aplicar la ley, también deben entender, en la aplicación de la misma, que aunque la ley la pintan ciega es bueno que se sepa el contexto y la circunstancia en que se da la violencia; por eso, desde esta frontera en donde la violencia de verdad es violencia, donde rebasamos los 100 homicidios por mes y aplaudimos cuando un mes está por debajo, regreso al título de esta colaboración: libertad de manifestación (aún la violenta) y no de agresión (aún la simbólica, que se hace desde los atrios de las iglesias).

Gustavo De la Rosa
Es director del Despacho Obrero y Derechos Humanos desde 1974 y profesor investigador en educacion, de la UACJ en Ciudad Juárez.

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