Violeta Vázquez-Rojas Maldonado
01/08/2022 - 12:04 am
Muñequitas (y muñequitos) de Sololoy
“La sentencia considera que la Senadora incurrió en violencia política en razón de género por aludir a un estereotipo de las mujeres, cosa que no habría sucedido, según el documento, si al menos hubiera empleado lenguaje inclusivo, es decir, si hubiera dicho: ‘parecen muñecas y muñecos de sololoy’”.
Hay derechos incuestionables en los que estamos de acuerdo. Nadie pondría en tela de juicio que los seres humanos, por igual, tenemos derecho a la educación, al libre tránsito, a la libertad de pensamiento y creencias, a la libre expresión y a vivir libres de violencia y discriminación, por poner algunos ejemplos. Reconocer que esos derechos existen no quiere decir, desde luego, aceptar que, de facto, se respetan. Justamente porque no se respetan todo el tiempo ni en todos lados es que es necesario defenderlos, y probablemente en eso también hay un acuerdo general: quienes atentan contra esos derechos son nuestros adversarios primordiales.
Un problema conceptual -y ético, por no mencionar jurídico- con los derechos fundamentales es que pueden entrar en conflicto, de modo que en ciertas situaciones observar uno de ellos implica atropellar otro. Sucede muy a menudo con la libertad de expresión, por un lado, y el derecho a vivir libres de violencia y discriminación, por otro: uno tiene derecho a decir lo que piensa, pero otros tienen derecho a vivir sin agresiones verbales. La libertad de expresión, entonces, tiene algunas limitantes, y parecería de sentido común reconocerlo.
Lo que no es de sentido común, porque no hay un acuerdo al respecto, es cuáles son las circunstancias en las que la libertad de expresión puede o debe ser restringida. El llamado “discurso de odio”, del que hemos hablado aquí en otra ocasión, es una limitante reconocida a la libertad de expresión, pero aún es materia de debate determinar exactamente qué conforma el discurso de odio, cómo se le identifica y cómo debería ser sancionado.
Hay dos posturas polares respecto a cómo resolver este conflicto: por un lado, estarían quienes abogan por una libertad de expresión irrestricta o con restricciones mínimas. Desde esa perspectiva, si alguien profiere discursos discriminatorios o reproduce estereotipos degradantes contra una persona o grupo, debe ser rebatido igualmente en la arena discursiva, mas no castigado penalmente o censurado. En el otro polo está la postura de que el derecho a la libre expresión no puede ser irrestricto, pues permitir la expresión y la proliferación de ideologías totalitarias terminaría por acabar con la propia libertad de expresión. La consigna popperiana de “no tolerar a los intolerantes” tiene esta motivación: las sociedades liberales, paradójicamente, deben ejercer una vigilancia férrea sobre los discursos que propugnan intolerancia.
El problema de la primera postura es que la segunda tiene algo de razón en que una libertad de expresión irrestricta termina por darles foros a quienes, precisamente, quisieran acabar con las libertades de los demás. Por otro lado, la segunda postura tiene el problema de que alguien se tiene que erigir en autoridad censora, y ese alguien determina qué discursos están permitidos y cuáles deben ser sancionados, como si las personas comunes fueran incapaces de identificar los discursos intolerantes y combatirlos con las meras armas de la razón. Es estremecedor pensar en el poder que blande quien ejerce esta tutela.
En México, en los últimos tres años y medio, hemos visto crecer la preocupación por la censura. Se ha dicho innumerables veces que vivimos bajo un Gobierno que censura a sus críticos, pero curiosamente, esos críticos siguen teniendo micrófonos abiertos para denunciar la supuesta censura que se les inflige. Por otro lado, hemos visto en las semanas recientes algunos casos de supresión de actos de comunicación por parte de una autoridad (lo cual, literalmente, sería censura), que claramente son violaciones a la libertad de expresión sin que se les denuncie como tales. La diferencia es que estos actos están basados en la interpretación de la ley, específicamente de la ley electoral, y por lo tanto, aparecen como sanciones en nombre de la democracia. Es decir, restringen la libre expresión de alguien pero -supuestamente- por un propósito noble, que es el de salvaguardar los derechos políticos de todos.
Hace unos días, la Senadora Antares Vázquez Alatorre recibió una sentencia de la Sala Regional Especializada del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Según refiere, previamente había recibido sendas notificaciones del Instituto Electoral del Estado de Guanajuato y del Instituto Nacional Electoral, pues se le había denunciado por violencia política en razón de género.
Resulta que en una reunión en el pleno del Senado en abril, al calor de la discusión posterior a la no aprobación de la Reforma Eléctrica, la Senadora dijo en su intervención que quienes se quejaban de ser llamados “traidores a la patria” deberían acostumbrarse a que el pueblo les demande las consecuencias de sus actos. “Parecen muñequitas de sololoy” fue la frase que usó. Con base en ello, alguien denuncia a la Senadora por calumnias y por violencia política en razón de género en detrimento de cuatro diputadas federales del PAN que no estaban siquiera en la sesión del pleno del Senado donde Antares usó la frase.
La sanción consiste, además de una multa de alrededor de nueve mil pesos, en inscribir a la Senadora durante cuatro años en el Registro Nacional de Personas Sancionadas en Materia Política contra las Mujeres en Razón de Género del Instituto Nacional Electoral, lo cual la descalifica para participar en procesos electorales de aquí a 2026. Antares Vázquez, además, tiene la obligación de publicar diariamente en su cuenta de Twitter durante quince días seguidos un extracto de la sentencia y también una disculpa pública -que ella no redactó- durante treinta días.
Una parte preocupante de la sentencia argumenta: “se considera que la expresión «muñequitas de sololoy» perpetúa un estereotipo de género (…) se advierte que se pretende vincular el concepto de “muñecas” al género de las denunciantes, y encaminado a señalarlas, ya que no se hace una distinción entre hombres y mujeres (muñecas y muñecos), atribuyendo así, un estereotipo sobre ellas, al referirlas como de carácter meramente decorativo”.
No me detendré en el detalle nada menor para la defensa de la Senadora de que quienes se dicen agraviadas por su expresión “muñequitas de sololoy” ni siquiera estaban presentes en la audiencia a la que Antares se dirigió en el pleno del Senado. Lo que llama la atención es el uso del lenguaje incluyente como una herramienta de censura, cuando originalmente era una pauta de discurso dirigida a propiciar la mención explícita y la visibilización de las mujeres en discursos en los que su referencia solía quedar meramente sobreentendida.
La sentencia considera que la Senadora incurrió en violencia política en razón de género por aludir a un estereotipo de las mujeres, cosa que no habría sucedido, según el documento, si al menos hubiera empleado lenguaje inclusivo, es decir, si hubiera dicho: “parecen muñecas y muñecos de sololoy”.
Los dos jueces de la Sala Regional que avalaron la sentencia desconocen el propósito del lenguaje inclusivo: en tanto pauta de comunicación, nadie está obligado (ni obligada) a usarlo, el lenguaje inclusivo no es una norma generalizada ni mucho menos una ley. Además, desconocen la naturaleza de la expresión “muñequitas de sololoy” y la manera como funcionan las expresiones idiomáticas.
Cuenta la etimología popular -que en este caso seguimos a pie juntillas, pues no cuento con un documento más autorizado- que “sololoy” es la transliteración de la palabra inglesa celluloid, el material del que estaban hechas estas muñecas que se pusieron de moda a principios del siglo XX. Como sucede con las expresiones idiomáticas, la locución pasó a designar, no a las muñecas de celuloide, sino a quienes tienen su característica más notoria, que es la fragilidad.
Las expresiones idiomáticas se caracterizan no sólo por no tener significados literales, sino por tener forma fija: se usan tal cual son, no se cambia su orden ni las expresiones que la componen. Por eso decimos que a alguien “lo cargó el payaso” (y sabemos que significa que a esa persona le fue muy mal), pero no decimos “lo transportó el payaso” ni “lo cargaron los payasos”.
La palabra “sololoy” únicamente aparece en referencia a estas muñequitas. A pesar de que es la adaptación al español mexicano de celluloid, nadie le llama “sololoy” al celuloide del que están hechas las películas, por ejemplo. Eso es sólo otra muestra de que “muñequita de sololoy” es una expresión fija que no admite variaciones. Castigar a la Senadora por emplear la frase para referirse a la fragilidad, en lugar de haber usado “muñecas y muñecos de sololoy”, es tan absurdo como tildar a alguien de machista porque dice “lo chupó la bruja” y no “lo chuparon la bruja y el brujo”.
La ignorancia (real o fingida) de los jueces que aprueban esta sentencia es tan absurda que raya en el entretenimiento. Lo que no es entretenido es que un derecho tan fundamental como el derecho a vivir libres de violencia y discriminación quede reducido a una caricatura sobre la cual se restringe otro derecho fundamental, que es el derecho a la libre expresión, en este caso, de la Senadora. Por si fuera poco, queda la irregularidad de que un tribunal electoral sancione a una legisladora que no está en un proceso electoral, sino en las actividades propias del cargo para el que fue electa.
Es tiempo de poner atención sobre las atribuciones legales de los organismos electorales para regular y tutelar el discurso público, pues la línea es delgada entre resolver dos derechos en conflicto y socavar la democracia en nombre de la democracia.
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