Esta no es una historia de amor

01/06/2012 - 12:02 am

Cada día amanece, bajo el lugar que algún día ocupó un árbol de limón, dentro de una pequeña capilla estilo Rococó en miniatura, un paquete de cigarros Marlboro Rojos y un Tehuacán, allá en el estado de Veracruz.

Pero vamos al otro lado del mundo, donde un joven de nariz aguileña, rostro anguloso y varonil, salía engullendo bollos de la pastelería Arrese, en la Gran Vía de Bilbao, España. Allá por el año del caldo, después de la Guerra Civil. Francamente he probado dichos pasteles y no se comparan con las conchas, las magdalenas, los cuernitos, los espejos o los garibaldis, mucho menos con los panqués de elote o las galletas de maíz.

Resulta que este joven, de nombre Juan, bocadillo en mano, se topó con un amigo, su esposa y la hermana de esta. De inmediato le echó el ojo a esa niña de apenas dieciséis años y expresivos ojos profundos, Amelia. Decidió, más listo que el hambre, que iría a visitarla bajo el pretexto de tomar unas copas con el padre de la chica, la hermana y el marido de la hermana. Cuentan las malas lenguas que las copas y el jamón serrano corrieron como ríos desbordados en aquella velada.

Así nació la historia de esta entrañable pareja. Ocho años de cortejo con un sólo mes de ruptura, de la cual la buena mujer no recuerda la razón.

El joven enamorado, ya casado, se enlistó en un barco. Cruzó el Atlántico y conoció Veracruz, se enamoró del puerto, como Veracruz no hay dos, solía decir y se trajo a su mujer a este exótico país llamado México, lugar de tierras volcánicas e impetuosas.

Ahí, sin saberlo, los esperaban las sombras y luces de la selva veracruzana.

Llegaron con dos crías a la Merced, en el Distrito Federal, con una vieja tía de Juan, una arpía dueña de bodegas que les cortaba el agua a las chiquillas en domingo y les racionaba la leche. Creo que siempre alguien quiso hablar mal de ella y esta línea es su dedicatoria. O epitafio.

Amelia vivió los primeros doce años en los que no pudo volver a su país natal mordiéndose la lengua para callar todo aquello que le dolía de México, del inicio de una nueva vida, de la empresa de aprender a vivir bajo otros términos, condiciones y costumbres. Aprendió a amarlo también.

Amelia iba por el mercado, sin entender quizá los piropos mexicanos ni la moneda de cambio verbal del que le quería ofrecer melones. Su marido trabajaba de lunes a jueves como capataz en un rancho en Veracruz. En esos viajes tropicales, un joven de nombre Amador entró en la vida de Juan, cortando limones juntos, examinando el producto de la primer empacadora que exportaría limón a Estados Unidos. Se convertirían en amigos y compañeros de trabajo.

Ella, mientras tanto, se encargaba de las que después serían cuatro niñas en casa. Los fines de semana, los seis juntos paseaban e iban a tomar helado. Él, el muy canijo, apuraba el suyo con rapidez, siempre contando con la lentitud de su hija Maribel para convencerla de que le compartiera los restos del barquillo. Crecieron con sencillez.

Cuando la más pequeña voló del nido, la pareja ya contaba con su parcela de rancho de limón en el pintoresco pueblo de Martínez de la Torre, Veracruz y para allá se fueron.

Llegaron los nietos, esparcidos a lo largo de los años, a quienes les parecía divertido pronunciar el nombre del poblado muy a lo que pensaban que sonaban en francés: MtzdelaT.

Población industrial, capital de las empacadoras de limón. Más de alguno de los nietos, si no es que todos, lo vivían como un lugar mágico. Con la farmacia Blanquita, las cantinas, las garnachas de la esquina, la mercería donde se podía adquirir cachivache y medio, las maquinitas del billar, el rancho y la playa Casitas.

Ahí pasaron sus veranos once niños, vendiendo limonada y pulseras para vergüenza del abuelo y organizando circos y bailes con un costo de entrada. Nunca se supo qué fue de las ganancias.

Pasó el tiempo y al viejo se lo llevó un soplo de viento, literal. Se fue feliz de esta vida. Hombre de pocas palabras, muchos números en la cabeza y un encanto seductor. Su mujer aún lo extraña. Lo extraña cada día que se levanta. Lo extraña cuando desayuna dos galletas Marbú doradas con un café con leche y papaya, “porque así lo manda el médico”, aunque no le gusta el sabor de esta fruta.

Lo extraña cuando cose, cuando riega con cariño cada una de las plantas de su casa. Cuando mira viejas fotografías. Cuando se va a dormir y no concilia el sueño.

Aún recuerda entre risas y enojos, todo lo que aquel hombre la amó.

Durante casi 40 años, la misma rutina se repetía. Empezaba a las 6 de la mañana con Juan gritando, ¡Ameliiiii, qué vamos a desayunar!. A las 11 a.m. él marchaba al rancho o a ver a algunos amigos en el centro para una partida de dominó y regresaba para comer en punto de las dos. Según él, daba vueltas por la cuadra para no oler a cigarro.

Amelia siempre supo que fumaba. Así como siempre supo que no era bueno que Juan comiera tantos chocolates, o cómo hacer malabares para disfrazar la verdura en caldos y en ocasiones, mandarlo a la mierda cuando se lo merecía. Pero se adoraban.

Juan y Amelia fueron testigos no muy silenciosos del crecimiento de la familia.

La última vez que la tribu familiar completa visitó el rancho, después de varios años de muerto, fue cuando acudieron en procesión a la boda de la “Pechocha”. Antes del bodorrio, hicieron un reconocimiento de lo que alguna vez fue el campo de juegos más maravilloso del mundo. Hay que decir que uno de los primos, un tal Javier, se encargó de hacer el bullying de la familia por varios años. Ahora tiene una plácida pancita chelera y es un bonachón y pacifista de primera.

Ya en el rancho, parados al lado de lo que había sido un granero, junto a un tractor descompuesto que alguna vez recorrió los pasillos que se forman entre los limoneros, divisaron a Amador, quien subía con asombrosa agilidad una pequeña cuesta. De inmediato se sintió un golpe en el corazón de aquella familia. Aquella tez morena, curtida por el sol, con entrañables ojos brillosos reconocía a los chamacos chamagosos que se las daban de pintores en las paredes de la casa blanca del rancho.

Amelia, conmovida, no le soltó la mano. La familia y Amador reconocieron entre todos a Juan, el marido, el padre, el abuelo, el amigo.

Durante interminables tardes, ellos tres, Amelia, Juan y Amador, habitaron ese espacio húmedo y apacible, lejos de ruidos. Él haciendo crucigramas y números o ecuaciones como enajenado. Ella pelando naranjas, caminando o cosiendo. Amador en su tractor. Don Juan, le decía, que si hay una plaga, que si los cochinitos están alimentados, que si la casita de atrás había que hacerle algún arreglo, que si el tractor se descompuso, que los perros del vecino…

Juan y Amelia fueron el corazón de ese lugar. Amador, supongo, fue un gran amigo de mis abuelos. Una amistad basada en el reconocimiento y admiración muto, en el cariño y en la confianza cosechadas.

Era Amador el que llevaba los cigarros y el Tehuacán. No sé si le lloró, pero fue el homenaje más bonito del que he sido testigo en mi vida.

Amelia y Juan. Playa Casitas, Veracruz.

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