Adela Navarro Bello
01/05/2024 - 12:04 am
Violencia contra la prensa: normalizada, sin tregua ni castigo
“La violencia contra los periodistas en México ha puesto a este país, en diversas ocasiones en los primeros sitios de la estadística mortal en el ejercicio de la libertad de expresión”.
El cuerpo de Roberto Figueroa, periodista morelense, fue encontrado la mañana del 26 de abril. Primero lo privaron de su libertad verdugos anónimos; como suele suceder cuando matan a periodistas, lo siguieron, lo espiaron, fueron por su vida cuando salió de su casa para llevar a sus hijos a la escuela. En algún momento del retorno lo interceptaron y se lo llevaron, es de suponer, con violencia.
Más tarde, voces anónimas se comunicaron con la familia para solicitar un rescate a cambio de la libertad del periodista. Hay quienes asumen desde los ámbitos oficiales, que el secuestro fue un distractor: sus captores no tenían la intención de mantenerlo con vida y regresarlo a su familia para que continuara con su trabajo. Al final, la tragedia confirmó tal premisa. Al periodista lo encontraron muerto.
La primera hipótesis que el fiscal general de Morelos, Uriel Carmona, hizo pública es que el crimen está directamente relacionado con la actividad laborar de Roberto Figueroa. Es decir, se trata de un asesinato para censurar la libertad de expresión que como periodista ejercía.
A la mayoría de los periodistas, cuando los matan, lo hacen en los trayectos rutinarios entre su hogar, su medio y su familia. Contra Jesús Blancornelas atentaron en 1997 cuando había salido de su casa y se dirigía al semanario ZETA. 9 años atrás, también en Tijuana, el otro codirector fundador del semanario salió temprano de su hogar hacia las oficinas cuando fue emboscado y acribillado.
A Miroslava Breach, en Ciudad Juárez, la mataron segundos después que subió a su auto para llevar a uno de sus hijos a la escuela. A sangre fría, le dispararon en ocho ocasiones; su vástago resultó ileso. Margarito Martínez, en Tijuana, respondió al llamado de una noticia, salió de su casa, subió a su carro y los asesinos ya lo esperaban ocultos para accionar arma y dejarlo sin vida.
Lourdes Mendoza, también en Tijuana y a menos de una semana después del crimen contra Margarito, llegó a su casa en su auto, lo estacionó donde corresponde. Los sicarios, que la habían estado esperando en un auto dedicado al transporte público, fueron hasta el pie de su vehículo y le dispararon hasta matarla.
La violencia contra los periodistas en México ha puesto a este país, en diversas ocasiones en los primeros sitios de la estadística mortal en el ejercicio de la libertad de expresión. México es uno de los países donde los periodistas corren más riesgo. México es un país pacífico, democrático, golpeado, sin embargo, por fenómenos delictivos auspiciados desde el propio poder ejecutivo, sea federal o estatal, que, sea por complicidad, por ineficacia, por incapacidad, por corrupción o simplemente por desinterés, proveen impunidad a los grupos del crimen organizado, a los delincuentes de cuello blanco y a políticos corruptos, creando tóxicas circunstancias para atacar a los mensajeros, a los periodistas de investigación que evidencian los delitos que las autoridades procuradoras de justicia, o los propios gobiernos, intentan ocultar.
El doble flagelo se presenta cuando no hay justicia para los periodistas asesinados, para sus familias, para sus medios, para la sociedad que se queda sin una voz cuando las balas acaban con el testigo crítico del poder.
De acuerdo a los conteos de organizaciones de protección y defensa de los periodistas, en el presente sexenio encabezado por el presidente Andrés Manuel López Obrador, han sido asesinados 44 periodistas. El año más crítico fue el 2022 cuando fueron asesinados 13 periodistas en México. La tasa de impunidad la sitúan las mismas organizaciones que dan seguimiento a las investigaciones y acompañamiento a los familiares, en un 98 por ciento. Aunque de suyo, los asesinos de periodistas que en algún momento son capturados, son los materiales, aquellos que recibieron la orden de matar o que les pagaron por acabar con la vida del periodista. Los intelectuales, quienes vieron sus intereses tocados por alguna investigación periodística difundida, no pisan la cárcel, vaya, ni siquiera son investigados formalmente.
A este clima de inseguridad, violencia y muerte para censurar la libertad de expresión, en este sexenio se le sumó un ataque sistemático por parte de la presidencia de la República a los periodistas críticos del gobierno de Andrés Manuel López Obrador, o contra quienes no promueven ni coinciden con la política pública del presidente, o investigan casos de corrupción en un gobierno que extinguió la misma no con el ejemplo, la fiscalización o la sanción, sino con la palabra de un mandatario y nada más.
Los periodistas mexicanos están, como hace 20 años, entre dos fuegos: las balas del crimen organizado, y el ataque, la apatía y la indiferencia gubernamental desde Palacio Nacional. En el México de hoy para denunciar la impunidad, el crimen, o para criticar las acciones de gobierno hay que arriesgar la vida.
Roberto Carlos Figueroa, en Morelos tenía su programa “Acá el show”, su especialidad era la crítica ácida hacia la clase política, al gobernador Cuauhtémoc Blanco, y otros que desde cualquier fuero ejercen poder, gastan presupuesto, invierten recurso público, pero se consideran intocables, sea a partir de la opacidad, o de la colusión entre órdenes de gobierno que se respaldan mutuamente.
Un crimen contra la libertad de expresión es muy grave en un país que se precia de ser democrático. La injusticia y la estigmatización de la prensa son caldo de cultivo para acallar voces con balas a falta de argumentos, transparencia y estado de Derecho. En este México, en la recta final del primer sexenio de Morena, la violencia está tan normalizada, que la vida sigue hasta donde el crimen quiera, a la espera de que, en algún momento, la sociedad llegue al límite y lo exprese en una boleta electoral.
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