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Tomás Calvillo Unna

01/05/2019 - 12:05 am

Al umbral de la tormenta

La llamada contracultura de la década de los sesentas del siglo pasado, replanteó la lectura de estos procesos. Se desenvolvió paralela a los avances científicos que enseñaban que la descripción del mundo a partir de una de las tradiciones de la razón, los sentidos y la densidad histórica como contexto, era sólo una interpretación de las múltiples realidades posibles.

La puerta de la palabra. Pintura Tomás Calvillo Unna

Para Alberto Athié,
infatigable hacedor de la Paz,
cuyo valor ejemplar nos compromete con la Justicia.

Cuando habitamos la oración al saberla pronunciar, la experiencia sucede en la conciencia, ésta expande su energía, y su percepción nos permite trascender los mecanismos comunes de entendimiento; más allá de la estructura del lenguaje y de la biosociología que determinan el mapa del acontecimiento cotidiano.

La experiencia de la oración, de su pronunciación, de su sonido, nos retorna a la raíz de lo que podemos vislumbrar como nuestra naturaleza ahistórica. Los principios de las tradiciones espirituales emergen de ese territorio que la ciencia contemporánea suele resumir en el concepto de energía, de campos de energía; en este caso procesado por los vocablos, la vibración, la palabra.

Uno de los temas más intrigantes es como esa semilla de conocimiento se transfirió a discursos, y a un discurrir que derivaron en las construcciones religiosas y en particular en las llamadas iglesias, que de cierta manera precedieron a los partidos políticos, como construcciones ideológicas y de poder.

La llamada contracultura de la década de los sesentas del siglo pasado, replanteó la lectura de estos procesos. Se desenvolvió paralela a los avances científicos que enseñaban que la descripción del mundo a partir de una de las tradiciones de la razón, los sentidos y la densidad histórica como contexto, era sólo una interpretación de las múltiples realidades posibles.

El retorno a las tradiciones chamánicas mundiales y a sus métodos de entendimiento, coincidieron con las investigaciones sobre la conducta y las exploraciones neurocientíficas que estudiaban el cerebro y las funciones y dimensiones de la mente, así como las investigaciones de la física cuántica que exploraban el microscópico universo de la energía.

No obstante, la opción tecnológica se volvió dominante y redujo dicho conocimiento a lo que podemos denominar como un atajo civilizatorio, cuya irrupción en nuestros quehaceres diarios pretende remplazar y subordinar la experiencia de vida a la realidad virtual y su manipulación; además de alienar así un conocimiento, cuya inspiración y potencial no está reducido a una lógica del mercado, ni al pragmatismo exasperado que responde a la intensificación de los intercambios y la información a todos niveles y en todo lugar; que conducen al imperio de una exterioridad extrema.

En este entramado nos encontramos y sus consecuencias inmediatas aumentan las tensiones sociales y las conductas disruptivas. Podemos afirmar qué hay una ruptura cuya metáfora es el “abismo del ser”, inadvertido por el poder de hipnosis del mercado de consumo, a través de toda clase de mediaciones tecnológicas.

La suplantación de la realidad tuvo su origen en el método científico al crear modelos para indagar y experimentar realidades posibles, incluso el teatro y la literatura, más acotadas, contienen también esas pretensiones. Dicha suplantación se ha convertido en dominante y marca el rumbo a seguir, sin mediar ya las reflexiones y moderaciones propias que habían acompañado a los avances científico y tecnológicos (la energía atómica por mencionar el más relevante). La multiplicación masiva de la aplicación de la tecnología (que consolidó al capitalismo), así como el aceleramiento de sus usos, nos despojan de cualquier posibilidad de moderar sus consecuencias, e incluso de prevenirlas en el caso de sus efectos negativos para la condición humana (degradación ambiental).

La traducción de todo ello al campo de la política está lejos de advertirse, a pesar de que la misma está atrapada y condicionada por su dependencia cada vez mayor a esos procesos tecnológicos. Un ejemplo de esta dinámica es la edición falsa de los relatos del poder, de la disputa del mismo por los ciudadanos y sus personajes que amplifican las redes cibernéticas. La ambigüedad del relato, las guerras de la información, las falsedades encarnadas en la realidad virtual y la hegemonía de ésta, abonan a las complejas tensiones sociales y políticas que vulneran lo que se pensaba sería la mejor solución para organizar a la sociedad: el tan estudiado sistema democrático que busca estructurar los balances de poder.

El poder pesa por sí mismo, si además se carga de una retórica continua que pretende abarcar la cotidianidad de millones, definirla e incluso encauzarla, éste fractura el lenguaje social al fosilizar su experiencia e imaginación. La voz que no distingue las voces no tarda en ser un grito, incluso desgarrador.

En estas condiciones revalorar la Palabra en sus dos acepciones, como origen de una conciencia trascendente y como articuladora de la diversidad que cohesiona y da sentido a la política, son tareas que inician sin mediación alguna y que implican un posicionamiento en el umbral de la tormenta que se aproxima, misma que para algunos ya está aquí.

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