Existen, básicamente, tres maneras de huir de una cárcel: con dinero, con violencia y con ingenio. Si El Chapo Guzmán hubiera logrado su fuga de Puente Grande solamente escondido en un carrito de la lavandería o del Altiplano a través de un túnel, sería un maestro de la astucia. Pero no fue así. El jefe del Cártel de Sinaloa, el hombre sobre el que recae parte de la responsabilidad de los más de 100 mil mexicanos muertos en la última década, huyó por una autopista pavimentada con dólares.
Caso contrario es el de Mario Alberto Chávez Traconi, alguna vez considerado como uno de los tres defraudadores y falsificadores más importantes del mundo.
Lo del Traconi es ingenio puro.
Y esta es su historia.
Ciudad de México, 28 de julio (SinEmbargo).– Con el equipo de cómputo nuevo, Mario Alberto escanea y reproduce un oficio de libertad y una boleta de compurgación. Falsifica los sellos correspondientes y las firmas necesarias de la Dirección de Ejecución de Sentencias Penales de Morelos y de la Dirección General de Prevención y Readaptación Social.
Desde la cárcel contrata a un actuario, a quien entrega estos documentos en sobre cerrado y lo instruye para que al día siguiente acuda a notificarle su libertad.
“El plan se lleva a cabo con toda corrección”, apunta un informe confidencial.
Vestido con riguroso traje de ejecutivo, la cara sin expresión alguna, el actuario atraviesa la aduana de la cárcel de Jonacatepec, Morelos, y sigue la rutina de caminar al edificio de gobierno. Atraviesa la puerta del director, le saluda y sin dilaciones aclara a qué viene.
—Vengo a notificar la inmediata libertad del interno Mario Alberto Chávez Traconi— recita el funcionario judicial sin modular la voz mientras extiende un papel membretado colmado de sellos, firmas y citas de artículos judiciales. El director Jesús Javier Rodríguez Robles lo mira atropelladamente.
Se le ilumina la cara. No puede ni quiere disimular la alegría.
—¡Traigan a El Traconi! —vibra el funcionario quien asume, como todo mundo, que el apellido del reo es, a la vez, su apodo.
Adentro, a Mario Alberto Chávez Traconi nomás le regresa a la mente la acusación por robo de auto y se le revuelve el estómago. La cárcel morelense, casi un jacalón a medio campo, es algo sencillo de llevar, fácil de gobernar para un criminal de alta escuela.
—¡Que te vas, Traconi! —el grito del guardia atraviesa el patio, sacude a los reos y le regresa la sonrisa al falsificador, delgadísimo él, magro, de cabello castaño claro, cara alargada, mezcla de David Bowie y Roberto Cobo.
Mario Alberto Chávez Traconi reparte abrazos y advertencias para que los demás se porten como Dios manda. Anda el camino a la dirección que bien conoce. Ahí ha trabajado los últimos meses, luego de que convenciera al director de la cárcel de tener una computadora y un escáner para hacer de su oficina un sitio más eficiente. Él mismo, propuso, trabajaría con el equipo nuevo.
Y, además, él y Jesús Javier estarían juntos más tiempo. Así ha sido y ahora El Traconi está libre.
—¡Felicidades! —suelta el director del penal apenas lo mira y lo abraza.
El director ordena que todo se resuelva con celeridad: Mario Alberto no debe estar ahí un segundo más de lo estrictamente justificado por la ley.
Chávez Traconi y Rodríguez Robles se guarecen en la casa del funcionario público. Festejan día y noche. Beben hasta el hartazgo.
Pero, lo entienden bien, la felicidad no es para siempre. Rodríguez Robles abre la puerta de su auto para que El Traconi suba. Salen de Cuernavaca y toman camino a la Ciudad de México. Se detienen sólo cuando llegan al aeropuerto. Mario Alberto compra un boleto para Tijuana, abraza a su amigo y sigue hacia el andén hasta desaparecer.
Jesús Javier retorna a la prisión. Una semana después de la despedida, timbra el teléfono de la dirección de Jonacatepec.
—¿Nos puede reportar la situación del interno Mario Alberto Chávez Traconi? —pregunta la voz al otro lado de la línea.
—Debe estar bien —responde Rodríguez Robles, posiblemente melancólico.
—¿Cómo que debe estar bien? —la duda enciende alguna sirena al otro lado de la línea telefónica.
—Sí… Está libre. Ustedes nos notificaron su libertad hace algunos días.
El director debió detallar todos los pasos, desde la llegada del actuario y un poco más atrás.
***
Esos días de la vida de Mario Alberto, de noviembre de 2001, están detallados en el documento oficial elaborado por las autoridades penitenciarias del Distrito Federal —donde estuvo preso El Traconi— llamado “Redes delincuenciales” y del cual SinEmbargo posee copia:
Rodríguez Robles quedó preso en el mismo centro de reclusión que oficialmente dirigiera y El Traconi quedó libre de la cárcel que en los hechos gobernaba.
Mario Alberto viaja otra vez a Tijuana y se sumergió en su marea de dealers, prostitutas, niños gringos y yonquis.
Otra vez el mundo exterior. El triste mundo exterior.
Pero no podía permanecer en Jonacatlán más tiempo. No por la acusación de robo de auto. Porque él, “El Rey del Fraude”, como policías y reporteros de nota roja convienen en llamarlo; él, “uno de los tres principales estafadores del mundo”, según clasificación de la Interpol, nunca se ensuciaría las manos con unas pinzas y un desarmador para forzar la cerradura de un carro.
Ese es el cargo que le ha fabricado un viejo conocido, Jesús Miyazawa, ex integrante de la Brigada Blanca, ex jefe de las policías judiciales del DF y Morelos, y —en lo que concierne a El Traconi— ex director del Reclusorio Norte de la Ciudad de México.
Permanecer en Jonacatlán, entonces, sería dejar que el comandante ganara la partida. Él lo dirá años después:
“Me fugué porque me acusaron de abrir y robar un carro. ¡Si quiero, yo voy y saco 10 de la agencia de un chingadazo! Miyazawa me puso ese relajo, porque quería que le regalara todo mi trabajo. Y estaba pendejo”.
INFANCIA ES DESTINO
Mario Alberto Chávez Traconi nació el 27 de noviembre de 1950 en Monterrey. Fue el quinto de cinco hijos, los dos primeros nacidos en un matrimonio anterior de su madre. Las referencias de su infancia las daría el propio defraudador muchos años después, en la cárcel.
Las primeras denuncias penales agregadas en su grueso expediente criminal del que este medio posee copia entera, muestran, a principios de 1980, a un joven financiando un pretencioso estilo de vida con el reparto de cheques sin fondos primero, falsificados después, en hoteles y restaurantes de lujo de la Ciudad de México y aerolíneas comerciales.
—¿Y cómo se dio cuenta de que usted era bueno para esto de la falsificación y el fraude? —le preguntó Alfredo Ornelas, jefe de psicología y luego subdirector del reclusorio de Santa Martha Acatitla a mediados de la primera década de este siglo.
—Pues mire, padre —como se estila ahí referirse a una autoridad respetada—, cuando yo era niño e iba a la escuela, no siempre me gustaban las clases. Me aburría mucho y no ponía atención, así que alguna vez me fue mal en un examen. Yo iba a una escuela en que mandaban la boleta de calificaciones por correo y cuando supe que me había ido mal salí disparado a la casa para ganarle la carta a mi mamá antes de que llegara del trabajo. Abrí el sobre, vi la firma que traía y la imité. Me salió muy bien, padre. Y me di cuenta de que yo era para esto.
“El asunto de los fraudes le podría reportar beneficios, millones de pesos, falsificando documentos, cheques —comenta Ornelas en entrevista—. Tenía una habilidad extraordinaria para imitar firmas. Para los grafóscopos era un problema determinar si una firma había sido falsificada por él o era auténtica. Pero, en el fondo, disfrutaba lo que hacía. Disfrutaba burlarse de las personas, disfrutaba imaginar que al día siguiente la gente se encontraría con que todo lo que tenían enfrente era de mentiras”.
El Traconi contó su historia a todos los especialistas de las prisiones en que vivió. Era un reo mítico, referencia obligada del penitenciarismo moderno mexicano. No era un ladrón de ocasión ni un brutal narcotraficante. Vivía entre ellos, pero no se asumía como uno de ellos. Tenía claridad de su superioridad intelectual y de su inferioridad física, compensada con una sobrecargada para compensar y convencer a los jefes, oficiales y reales, de las cárceles por las que transitó de la necesidad de logar su fichaje.
En la escala social de las prisiones, perteneció a la clase alta y, dentro de ésta, a la de “los intelectuales”.
El Traconi entendía las emociones que ocasionaba su persona. Él contribuía en la construcción de su mito. Contaba a quien quisiera escucharlo que había falsificado la firma de actores y actrices de la televisión y de políticos, incluido el ex Presidente José López Portillo. Presumía de su madre italiana y de que él era un políglota prodigioso, versátil: hablaba italiano, francés, alemán y, por alguna razón difícil siquiera de sospechar, también tailandés.
***
El Traconi se casó a los 16 años de edad con una chica a la que embarazó; con otras dos mujeres, tendría en total siete hijos distantes, excepto una particularmente enigmática a la que convertiría en su cómplice y principal enlace con el mundo exterior.
También a los 16 obtuvo su primer empleo como mensajero. Luego, detalla él, sería sobrecargo, agente de ventas, cajero bancario, empleado en la oficina de Comunicación Social de la Presidencia de la República y de la Secretaría de Gobernación y, finalmente, litigante.
En las decenas de entrevistas de diagnóstico psicosocial que le practicaron reiteraba que cursó la licenciatura en Derecho y adquirió la “especialidad en Ciencias de la Comunicación”.
En la carpeta informativa elaborada por la administración penitenciaria del Distrito Federal se lee:
“Mario Alberto Chávez Traconi, David García Guzmán o Alberto Tello Bustalacci (con todos esos nombres y otros más timó) está considerado como uno de los defraudadores más importantes a nivel internacional. Posee un coeficiente intelectual del rango Superior al Promedio II. Dice ser licenciado en derecho, sin embargo, no se tienen documentales que prueben este dicho.
“Lo cierto es que ha acumulando una sentencia de 55 años 1 mes 15 días, misma que debía cumplir a partir del 10 de julio de 1982. Sin embargo, es un erudito del derecho y desde reclusión ha librado la acción de la justicia en por lo menos 60 procesos en los cuales él ha ejercido su defensa y ha resultado absuelto. Posee una memoria fotográfica, lo cual le permite registrar hasta el más mínimo detalle de documentos o firmas, las cuales reproduce con asombrosa similitud”.
VIAJES A LAS ESTRELLAS
Vida, obra y muerte de El Traconi están contenidas en un grueso legajo de copias hechas con papel carbón sobre papel cebolla o impresas en modernas computadoras. Con esos papeles y las conversaciones de quienes mejor lo conocieron, es decir, sus compañeros en prisión, es posible reconstruir su historia.
Que se tenga registro, pisó por primera vez una cárcel en 1982, cuando rebasaba los 31 años de edad y era ya un experimentado defraudador y falsificador. Sus antecedentes en tales actividades se remontan a 1976, cuando iniciaba el Gobierno federal José López Portillo y la Ciudad de México se entregaba a Carlos Hank González y a su jefe de la Policía, Arturo El Negro Durazo Moreno, auténtico capo del crimen en la capital mexicana.
¿Por qué cayó El Traconi? La respuesta está en el expediente 75/82 con sentencia del 21 de septiembre de 1982.
Días antes, Mario Alberto estaba listo para poner en marcha una agencia de viajes en la calle Monterrey de la colonia Roma, en el DF.
Todo estaba listo: mobiliario nuevo, cinco máquinas de escribir, una decena de calculadoras y una enorme televisión a colores para entretener a la clientela; contaba con dos vehículos, un Datsun y una Combi del año comprada en la agencia Volkswagen de avenida Universidad; tenía 12 mil dólares en cheques de viajeros e incluso había conseguido una computadora, toda una novedad para la época.
Y lo más importante: poseía alrededor de 2 mil 580 boletos de avión de Aeroméxico, Mexicana y media docena de líneas aéreas internacionales, junto con 33 placas de validación necesarias en aquel tiempo.
Compró los cheques de viajero con cheques de hule a American Express, empresa a la que también timó para obtener una tarjeta de crédito sin límite haciéndose pasar como “periodista ejecutivo con nivel de licenciado”.
Eran días más ingenuos. La Combi, el Datsun y parte del mobiliario los compró de igual forma. Los boletos de avión y las placas de validación los obtuvo con atracos a dos verdaderas agencias de viajes.
El viaje de Mario Alberto a la Isla de la Fantasía terminó el 24 de junio de 1982, cuando la terrible Dirección para la Investigación y Prevención de la Delincuencia —dirigida por Sahagún Vaca, un policía asesino y torturador— allanó la casa de la colonia Roma e incautó cosas, pero no todas.
El incipiente “Rey del Fraude” inició el negocio de comprar, en el Reclusorio Norte, chequeras robadas. Así que los presos que salían libres hacían fila para visitarlo. Chávez Traconi llegó a pagar nueve cheques hurtados en 200 mil pesos de entonces.
La certificación y llenado los hacía con la máquina de escribir y los sellos que las autoridades de la cárcel le permitían tener en su celda.
Uno de los exconvictos quiso ampliar su sociedad con Mario Alberto y le compró, a precio de ganga, un boleto redondo “legal” —le aseguró el estafador— Ciudad de México- Acapulco-Ciudad de México. El hombre quedó detenido por utilizar un documento robado a la agencia llamada Viajes a las Estrellas, de donde Mario Alberto también había hurtado la televisión de su empresa.
CARO QUINTERO
En abril de 1985 el Reclusorio Norte tuvo la sacudida más importante de su historia. Llegaron Rafael Caro Quintero y Ernesto Fonseca Carrillo, los barones sinaloenses de las drogas que habían cometido el error de asesinar a Enrique Kiki Camarena, agente encubierto de la DEA, la principal agencia antidrogas de Estados Unidos.
Los narcotraficantes fueron alojados en el módulo más cercano a la idea de máxima seguridad que existía en aquellos años.
Lo relata un funcionario de esos días:
“Hicieron del dormitorio 10 una zona VIP. Entraban mariscos y los mejores alcoholes, actrices de televisión se quedaban dentro hasta dos semanas de fiesta con Caro Quintero. Él y Don Neto pronto descubrieron el talento de Chávez Traconi y lo hicieron su administrador.
“Mario Alberto negociaba directamente con el director de la cárcel, que era Jesús Miyazawa, y con el jefe de seguridad, Alberto Pliego Fuentes. Luego Mario Alberto extendió su negocio y defraudaba y estafaba y falsificaba nuevamente. Lo dejaban salir a trabajar con la condición de volver y compartir. Y Mario Alberto cumplía con las reglas.
“Fue cuando hizo el asunto del jeque árabe. Con el apoyo de la autoridad, rentó varias habitaciones del hotel María Isabel Sheraton y se citó con joyeros judíos, quienes a las citas importantes no llevan catálogos impresos de sus joyas, sino piezas reales. Lo dejaron salir y volvió con las muestras. Repartió las joyas con la dirección y luego se fue de vacaciones a Tijuana. Siempre le gustó Tijuana”.
Caro y Fonseca fueron trasladados a centros federales de máxima seguridad. Miyazawa, exintegrante de la Brigada Blanca, la guardia que persiguió y despareció disidentes comunistas en los setenta, se convirtió en jefe de la Policía Judicial de Morelos, de donde salió acusado de secuestrar y asesinar a secuestradores que no delinquieran de común acuerdo con él. Era gobernador Jorge Carrillo Olea, a quien se relacionaría con Amado Carrillo El Señor de los Cielos, sucesor de Caro y Don Neto y predecesor como gran barón de las drogas de Joaquín El Chapo Guzmán.
Pliego Fuentes se hizo policía judicial en el Estado de México, donde vendió protección a varios secuestradores, entre ellos a Daniel Arizmendi, El Mochaorejas. Como el Gobierno federal lo utilizó para detener al plagiario, el gobierno del Estado de México, entonces responsabilidad de César Camacho Quiroz, hoy presidente nacional del PRI, lo promovió como El Superpolicía. Vivió sus últimos días bajo el apodo de Supersecuestrador y en prisión por ser, en realidad, parte del Cártel de Juárez. Murió de cáncer, en la prisión hoy llamada El Altiplano, la misma de la que se fugó Joaquín Guzmán.
Buen jugador de cartas, Mario Alberto no sólo jugaba con la mano que le tocaba para ampararse, resolver a su favor una conmutación de la pena por tratamiento en libertad o ganar un caso por prescripción del delito que se le imputaba. El Traconi también regresaba a la calle gracias al perdón que conseguía de sus víctimas. Fue así que abandonó el Reclusorio Norte.
LAS COCAS
Mario Alberto cruzó la aduana de la cárcel de Santa Martha Acatitla el 13 de septiembre de 1993. De inmediato se interesó en el taller de imprenta situado al lado del auditorio. Y logró obtener empleo penitenciario ahí. A las semanas, un viernes, El Traconi sonrió apenas lo llamaron a la dirección de la penitenciaría la mañana de ese día.
Minutos antes, un tráiler repleto de refrescos se había estacionado a la entrada de la cárcel más vieja de la Ciudad de México, una de las más duras del mundo también.
—Afuera está un tráiler de la Coca Cola. Que vienen a hacer la entrega del producto —pasó el recado un guardia.
—¿Y esa Coca quién la compró? —se preguntaron el director, Carlos Tornero Díaz, y el subdirector técnico de la Penitenciaría, Jaime Álvarez Ramos.
Ninguno. Hablaron al jefe de administración.
—No, yo no pedí nada —terció el contador de la cárcel.
—Es asunto de Mario Alberto Chávez Traconi.
—Tráiganse al Traconi —ordenó el director.
“Llegó con su cara de risa, como siempre. Era un tipo que irradiaba cierta bonhomía”, cuenta un exfuncionario presente aquel viernes.
—A ver, Mario Alberto, ¿cómo está eso del tráiler?
—Ay, padre, es un regalito para toda la banda, hombre. Usted no se preocupe, ya está todo listo —dijo sonriente El Traconi y remarcó su tono afeminado.
—¿Tú lo compraste?
—Sí, yo lo compré, patrón, pues ya sabe.
—¿Y cómo lo pagaste?
—Pues usted ya sabe cómo pago yo las cosas.
—¿Y no tienes miedo, cabrón? —empezó a divertirse el funcionario.
—¿Miedo de qué? ¡Que me manden a la cárcel! —rió—. Usted no se preocupe. La institución, para nada, ningún lío. Ya sabe que yo siempre he sido muy sospechoso. ¡Déle chance a la banda, hombre!… Pobres.
—¿Y me aseguras que no hay ningún problema para la institución?
—No, señor. Ninguno.
Mario Alberto había avisado a los reos que habría refrescos para todos y organizó a los mostros para que hicieran la descarga. Los mostros son el lumpen de las cárceles defeñas: raterillos de poca monta que viven de lavar ajeno, limpiar baños y robar cualquier cosa que se pueda. Tienen la piel tostada por el sol, rayada con tatuajes verdosos y cubierta por una película de sudor acumulada durante quién sabe cuántos años. Ellos se desviven porque alguien les dispare un chesco.
La tarde de ese viernes se disolvió en una orgía de refresco negro. Los envases rodaron por todo “el kilómetro”, como le dicen al largo pasillo que recorre Santa Martha. El momento es recordado por un viejo “negro”, un custodio uniformado de ese color:
“Hasta en los botes de basura y jardineras había refrescos llenos. Los pillos se lo tiraban entre ellos, como los cabrones que ganan en la Fórmula Uno se mojan con champaña. Tanto pinche refresco había que ya ni los pinches mostros se lo podían tragar”.
Los policías judiciales se apersonaron el lunes siguiente para averiguar sobre el fraude. El Traconi ya no sonreía. Se carcajeaba. Aún le quedaban varios cheques en blanco impresos en la misma prisión a la que, como siempre, dejaría y a la que, como siempre, volvería.
Salió libre, absuelto del fraude por el que llegó, y por el asunto de las cocas ni siquiera fue juzgado.
Volvió a la calle en una época en que su adicción a la piedra era tan grave que ya hasta los dientes le había tumbado. Hizo algunas compras con tarjetas vacías, con cheques sin fondos. Se refugió en un hotel del centro de la Ciudad de México al que también estafaba. Pero debía salir por más droga.
El 3 de abril del año 2000 Mario Alberto fue detenido sucio y mal vestido entre mariachis y tequilas en la Plaza Garibaldi, con un maletín para computadora portátil, 800 pesos, un encendedor, una cajetilla de Marlboro rojos, un six de Modelo, una credencial con su foto pero con el nombre de Alfredo Tello Bustalacci, “miembro de la Comisión Nacional de Derechos Humanos” y un envoltorio con dos piedritas amarillentas de crack.
***
Otra vez el Reclusorio Norte. Con el tiempo, Chávez Traconi descubrió dos utilísimos medios de control de las autoridades. El primero fue convertirse en asesor legal de tiempo completo de toda la población penitenciaria a cambio de nada.
Cualquier asunto que saliera de la conveniencia de un reo o simplemente le causara molestia, como la pérdida de algún privilegio legalmente ganado o un traslado de estancia o prisión, era sujeto de una demanda de amparo perfectamente redactada y sostenida por Chávez Traconi.
Una cascada de órdenes judiciales cayó sobre los funcionarios penitenciarios para que suspendieran hasta el más mínimo acto de autoridad. Los internos amaban al Traconi, quien mantenía en permanente jaque a sus carceleros.
El segundo recurso fue su constante declaratoria en huelga de hambre seguida, cada una, de un telefonazo a la Comisión Nacional de Derechos Humanos y a medios de comunicación.
¿Por qué El Traconi hacía el papel de víctima y faquir? Porque quería una mejor estancia, mejores alimentos —tenía debilidad por las setas y los hongos y los pasteles navideños de Estados Unidos—. ¿Y para qué un defraudador de sus características querría obtener dinero de esa manera?
“Te pongo un ejemplo —responde un ex guardia del Reclusorio Norte—. Como Mario Alberto era adicto a la piedra había perdido los dientes, así que usaba unos postizos. Cuando se quedaba sin droga se le notaba, comenzaba a descuidar su aseo, dejaba de comer y, al poco tiempo, salía con que sus dientes postizos se habían roto. Entonces amenazaba con poner una queja y todo el demás argüende. ‘A ver, Mario Alberto, ¿cómo vamos a resolver esta situación?’, le preguntábamos, sabiendo que él rompía sus dientes para llegar a la negociación. ‘Pues deme 10, 15, 20 pesos para comprar Kola Loka para pegar mis dientes y ya está’, contestaba. Y si uno tenía la mala suerte o cometía la pendejada de sacar un billete de 50 pesos, con ese billete se iba El Traconi. Y 50 pesos eran suficientes en ese tiempo para que se aventara uno, dos días fumando”.
Era insufrible y lo trasladaron de nueva cuenta a Santa Martha.
El susurro de su llegada levantó murmullos.
El psicólogo Alfredo Ornelas, entonces jefe del área de clasificación, lo recibió.
El Traconi vestía el uniforme caqui con el que había salido del Reclusorio Norte. El reglamentario en Santa Martha para los sentenciados es azul marino y además era obligada una inspección física, así que el reo debió desnudarse por completo.
Se despojó de la camisa, se zafó los zapatos y se bajó el pantalón. Quedó cubierto únicamente por una diminuta tanga de color rosa eléctrico. La deslizó por las piernas y apretó el pedazo de tela entre los dedos del pie derecho.
—¿Qué es eso que tiene ahí?
—Por favor, patrón, déjeme tenerla. El Traconi ya se quiere portar bien —hablaba de sí mismo en tercera persona—. Por él no se preocupe de que quiera traer una punta o un alambrón. Nada de huelgas de hambre. Sólo quiere estar bien.
Y no hubo más huelgas de hambre ni amparos. Nuevamente estaba en paz, nuevamente estaba un dormitorio número 10, éste no entregado a los narcos, sino destinado a los viejos y a los enfermos de Sida.
MEJOR IMPOSIBLE
Las dos últimas semanas de enero de 2003, cuando Mario Alberto tenía 52 años de edad, solucionó, una vez más, la batería de pruebas psicológicas hechas a los internos para establecer un diagnóstico, determinar su peligrosidad, proponer un tratamiento y efectuar pronósticos de reinserción social.
En esos días, Chávez Traconi resolvió, entre seis diferentes pruebas, el Inventario Multifásico de la Personalidad Minnesota, un test diseñado para identificar patologías.
En resumen, el técnico concluyó que sus rasgos de carácter están definidos por ser marcadamente demandante, poseer niveles bajos de tolerancia a la frustración, de capacidad de demora y de control de impulsos.
“Persona que proviene de un núcleo familiar disfuncional y desintegrado, donde la figura paterna se percibe ausente y poco afectiva por sus constantes infidelidades maritales; y una figura materna ambivalente, evasiva, demandante e incapaz de introyectar normas y valores positivos. La vida familiar se caracterizó por la competencia entre sus integrantes, la relación utilitaria y carente de acercamiento afectivo. Su vida escolar fue aprovechada al máximo. Sin embargo, desde pequeño dio muestras de control de su entorno, liderazgo y una clara necesidad de atención e inestabilidad afectiva.
“Es manipulador, desinhibido, con ideas de grandeza y perfección. Es aprehensivo debido a que se encuentra siempre bajo mucha tensión emocional. Socialmente se muestra amable, afectuoso y generoso. Sin embargo, esto es en forma aparente, ya que lo utiliza como un mecanismo de manipulación. Generalmente sus relaciones son superficiales, inestables y de conflicto, ya que busca utilizarlas.
“Existen marcados conflictos de identificación psicosexual, con orientación bisexual. Emocionalmente afectado, con relaciones insatisfechas, observando en su evaluación marcados rasgos de inmadurez, negligente, resistente al cambio e incapaz de aprender de la experiencia.
“Posee capacidad de manejar muchas cosas a la vez; variable en sus pensamientos y acciones; evade las normas con facilidad y posee capacidad para improvisar. La interpretación de las pruebas refuerza la dinámica de personalidad expuesta resaltando la necesidad de dar una idea distorsionada y evasiva de él. Ofrece un cuadro clínico de una persona desorganizada, exhibicionista, que actúa en forma convencional, evasiva, rebelde ante las normas, inconstante, que se evade fácilmente en la fantasía, con elementos intelectuales superiores, creativo, pero mal canalizados estos recursos”.
¿Diagnóstico y tratamiento?
Personalidad con rasgos esquizoides y elementos psicopáticos.
“Tratamiento psicológico no recomendable por ser refractario al cambio y tendiente a la manipulación de la psicoterapia. Por sus rasgos de personalidad antes expuestos y sus antecedentes delictivos de evasión, falsificación de documentos y reincidencia, se considera un sujeto con un perfil de peligrosidad institucional alta. Sugerido como candidato a un área de máxima seguridad”.
LA BARBIE
La última estancia de El Traconi en una prisión del Distrito Federal fue su vieja casa y escuela. Pasó por el portón metálico y naranja de la Penitenciaría el 17 de enero de 2003 para cumplir una pena de cuatro años impuesta por posesión indebida de títulos para el pago de bienes y servicios sin consentimiento de quien está facultado para ello.
Salió de Santa Martha el 6 de octubre de 2004, fecha en que policías judiciales ya lo esperaban a la salida para trasladarlo a la prisión distrital de Jonacatepec, la misma de la que se había fugado casi tres años atrás.
Sería su última estación.
Mario Alberto Chávez Traconi se veía relajado. Impulsó una fábrica de dulces regionales para dar empleo a los demás convictos y pronto se convirtió, nuevamente, en la autoridad real.
El 8 de agosto de 2010, dicen unos, alguien trató de matar a El Traconi dentro de la prisión. Otros aseguran que simplemente se confirmó una audiencia judicial programada para el día siguiente, así que se ordenó el traslado. El defraudador subió a una pick up blanca acondicionada con una caseta reforzada y, únicamente con dos custodios, el vehículo tomó camino a los juzgados de Xochitepec.
Sobre la carretera federal San Miguel-Santa Rosa, en el municipio de Tlaltizapán, les dieron alcance dos camionetas rebosantes de cuernos de chivo. Una ganó el paso a la camioneta oficial y de ahí brincó una partida de pistoleros. No hubo preguntas, sólo una ráfaga de al menos 100 tiros.
El Traconi debía quedar bien muerto aunque de pasada también se fueran los vigilantes. A Mario Alberto Chávez Traconi, dice la policía de Morelos, lo asesinó un hombre al servicio de Edgar Valdez Villarreal, La Barbie, antes jefe de sicarios de los Beltrán Leyva, y hoy preso en El Altiplano.
***
En las fichas disponibles, Mario Alberto indicaba como su domicilio una casa en Residencial El Torito, Naucalpan. Pero era un habitante de las cárceles.
Alfredo Ornelas no duda que el estafador hubiera vivido en libertad si así lo hubiera deseado.
“Era querido y respetado por todos los reos, incluidos los multihomicidas y los socios de los principales secuestradores de este país, miembros de las bandas de Arizmendi, Caletri, (Marco Tinoco Gancedo) El Coronel o los Montante. Intervenía en conflictos y daba asesoría legal sin cobrar un peso”.
Tenía su idea de la cárcel, incluso de esa, Santa Martha, a la que define un diccionario compuesto por sus propios habitantes. Por ejemplo, “santamartheada”: cicatriz que recorre, de arriba abajo, todo el abdomen de un reo, obtenida por el hundimiento de una punta alojada durante semanas en un excusado. Y de ese lugar, su verdadera casa, opinaba Mario
Alberto como si fuera madre cariñosa, leal: “La cárcel es bonita y sabe dar si uno le sabe dar a ella”.