El escritor mexicano recientemente fallecido ya no pudo ver la portada de Inéditos y extraviados, su reciente recopilación de cuentos, que verá la luz en la primera quincena de septiembre. Por cortesía de editorial Océano, nuestros lectores pueden disfrutar el que lleva el título de “Catorce”, un relato dedicado a eso que se conoce como “lector cautivo”.
Ciudad de México, 27 de agosto (SinEmbargo).- Breves como el infinito, extraviados como nuestra propia sombra, inéditos aun cuando ya han sido publicados, los cuentos de este volumen representan instantáneas de prácticamente toda la carrera narrativa de Ignacio Padilla.
Los métodos ya los conocemos: la interrogación sobre la veracidad del documento histórico, la escritura de bestiarios como filosofía moral, asomarse a lo que ocurre después de lo que creíamos el final de un relato. Pero la resolución de cada historia no deja de sorprendernos.
Desde las consecuencias fisiológicas del sueño de la Bella Durmiente o la pesadilla logística que implica manejar el cadáver de un ogro vencido por el héroe, hasta el lado oscuro de la crianza de palomas y la construcción de laberintos, estas veintiocho narraciones, herederas de la rica tradición de Borges, Buzzati y Manganelli, refrendan el prestigio de una de las plumas más sólidas de nuestro tiempo.
CATORCE
Éste es lo que comúnmente llamaríamos un lector cautivo. Poco importaría anotarlo si aquél de quien hablamos no hubiese llevado su condición al extremo, si su cautividad en las redes de cierta novela no rayase hoy en lo literal. Hiperbólico por naturaleza y solitario de oficio, el lector cautivo no puede ni quiere escapar de las páginas que va leyendo: en modo alguno desea desprenderse del pesado enamoramiento que le hace dedicar íntegros su tiempo y su atención a ese relato que, hay que aclararlo, aún no acaba de leer, antes por miedo que por negligencia.
Pero el lector cautivo no es enteramente culpable de su condición. Sucesos infortunados y pasiones otrora contenidas se han unido para atraparlo sin remedio: desde su primera lectura de los capítulos iniciales del libro, el lector ha quedado perdidamente enamorado de la protagonista, la mujer de azul. A partir de entonces ha leído y vuelto a leer las páginas que protagoniza su amada y gasta sus horas buscando entre líneas la señal para conseguir que las puertas de esa ficción precisa le sean abiertas.
También hay que aclarar que esta lectura maniática es enteramente inútil. No porque el contacto entre la mujer de azul y el lector cautivo sea de plano imposible –sabemos que cosas tales han ocurrido en más de una ocasión–, sino porque ella no tiene interés alguno en que tal encuentro suceda. Aunque atractiva e inteligente, la mujer de azul cuida su espontánea vanidad y tolera muy pocas cosas: su pudor o su orgullo le hacen rechazar a ese lector que la importuna y la acosa. Ante él, la protagonista de la novela se siente desnuda, vulnerable; le molesta sobremodo que el fisgón se asome siempre a su ventana invada sus rutinas como un duende lascivo que le sigue ansioso los pasos y le cela sin derecho sus conversaciones con los demás personajes de la novela.
Y es que, además, la mujer de azul aborrece al lector cautivo tanto como ama a su autor y hará todo lo posible por escapar de aquél como por seducir a éste. Con el pretexto de protegerse de su perseguidor, ella busca constantemente la protección de su creador; intenta refugiarse en sus brazos y en su escritura de artista apasionado aunque insensible a sus súplicas.
Por lo que hace al autor, éste ciertamente compadece a su criatura, pero no la ama. En la medida de sus posibilidades y de la consistencia del relato, siempre ha tratado de ampararla y alejarla del acoso del lector cautivo: la ha reescrito en la sombra, la ha hecho desvestirse en habitaciones sin ventanas ni subtítulos, a oscuras y lejos del mundo. Incluso le ha permitido introducir en sus parlamentos veladas maldiciones de las que sin embargo el lector cautivo aún no acusa recibo.
La protección que el autor brinda a la mujer de azul será siempre insuficiente, no sólo por la avidez del lector cautivo sino porque el artista no estima tanto a la mujer como para traicionar su relato. Siente en realidad muy poco interés por las cuitas de la dama, como no sea un poco del natural cariño de un padre por su criatura más o menos distante, por un personaje que habría sido secundario si las exigencias estructurales de la novela no lo hubiesen llevado a darle más importancia de la que él quisiera. No es que la ignore a propósito; ocurre sólo que él, a su vez, está enamorado de la mujer fatal. En su opinión, este personaje tiene más vida y quizá sea su desprecio hacia él lo que la hace más atractiva a sus ojos. La mujer fatal se desviste frente a él, le permite gozarla sólo de lejos y odiarla luego, cuando hasta los personajes secundarios reciben el placer de su cuerpo ardiente bajo las sábanas del relato.
En constantes ataques de rabia y celos, el autor escribe la muerte brutal de todos aquellos que han osado tocar el cuerpo de su amada, pero ese abuso de autoridad sólo sirve para incrementar el desprecio que la mujer fatal muestra por él.
Así las cosas, sólo resta volver al lector cautivo, encontrarlo cuando finalmente abandona su empeño, cuando enciende la lámpara de cama y decide concluir su lectura.
Lee ahí que la mujer de azul, cegada por los celos, busca a la mujer fatal y la acuchilla en el interior de un taxi, pues cree que de esa manera el autor terminará por amarla a ella. Pero el artista no está dispuesto a olvidar a su villana y, llorándola, se pierde por los vericuetos de la novela, le busca un epílogo banal y la concluye.
La mujer de azul se resigna. Deja caer su vestido y abre la puerta de su habitación para dar paso al deseo del lector cautivo, que entra y la abraza. Ella se entrega y piensa que quien la posee es el autor, que sin embargo está muy lejos de este capítulo, esperando la detonación que estallará en su sien y en el aire, de modo que su sangre sirva al diseñador para teñir acaso la portada de la novela.