Darío Ramírez
26/10/2017 - 12:05 am
¿Por qué nuestra indiferencia?
Santiago Maldonado y Argentina nos deberían provocar vergüenza de lo que somos y hemos dejado de hacer.
“Lo contrario del amor no es el odio, es la indiferencia. Lo contrario de la belleza no es la fealdad, es la indiferencia. Lo contrario de la fe no es herejía, es la indiferencia. Y lo contrario de la vida no es la muerte, sino la indiferencia entre la vida y la muerte”.
Elie Wiesel
Argentina por 80 días se preguntó: ¿Dónde está Santiago Maldonado? Por esos días el país acompañó la desaparición del joven de 27 años. Santiago participaba en una protesta pacífica a favor de la causa mapuche cuando la Gendarmería reprimió la protesta y lo detuvo junto con otros manifestantes. Santiago movió las entrañas de un país. Su imagen aparecía tanto en estadios de futbol como en manifestaciones. Bono le pidió a Macri cuentas sobre el paradero del joven tatuador. Grupos de artistas, periodistas, activistas lo evocaban y demandaban su aparición con vida. Argentina no dejó ir a Santiago. Él apareció muerto flotando en el Río Chubut el 21 de octubre. El país descansó.
José García tenía 16 años cuando su padre, José Antonio García Apac, desapareció en Michoacán. Era un conocido periodista director de ECO de la Cuenca de Tepalcatepec. Su trabajo periodístico en la zona lo llevó a poder identificar a prominentes figuras del crimen organizado en la zona. Sus reportajes iban dando cuenta del deterioro de la región. La guerra contra el narco acababa de ser declarada por Calderón. La PGR investigaba un crimen en la zona y le pidió información sobre la zona y los grupos que en ella gobernaban. García Apac accedió a ayudar, viajó a la Ciudad de México y entregó la información a las autoridades. Emprendió el viaje de regreso a Michoacán y jamás llegó a su destino. “El chino Apac”, como se le conocía al periodista desapareció el 20 de noviembre 2006 a las 19:28 hrs. José García sigue sin entender por qué desapareció su padre. “Él solo escribía”, me dijo alguna vez. Sus ojos acuosos se perdían mientras sus manos se agarraban fuerte a su madre pensando que a ella no la dejaría ir. José maduró rápido y se interesó por el periodismo. No estudió, solamente fue tomando consejos y ahora asumió dirección del pequeño medio michoacano, “para honrar a mi padre” me dijo la última vez.
Ningún México se movilizó por José Antonio García Apac. Nadie –prácticamente- se preguntó: ¿Y dónde está José Antonio García Apac? Él era un periodista, modesto, pero con un inquebrantable amor por informar. Su cuerpo sigue estando desaparecido y su familia sigue soñando que algún día lo podrán velar.
Cada dos horas desaparece una persona en México. 30 mil desaparecidos (aunque desconocemos la cifra real) en México y el país no se moviliza. Un Santiago y Argentina recuerda sus peores momentos de la historia y sale a las calles para gritar y demandar que Santiago aparezca con vida. ¿Qué hace que en 11 años nos hemos acostumbrado a la indiferencia ante la atrocidad cotidiana? ¿En qué nos hemos convertido como país, o así siempre hemos sido? ¿En qué momento decretamos como nación que la vida tiene tan poco valor? 30 mil Santiagos y no decimos nada.
El que dijo algo recientemente fue el gobierno. Negó oficialmente la visita que había solicitado el Comité contra las Desapariciones Forzadas de la ONU. La organización internacional está preocupada por lo que estamos viviendo. Su visita es una herramienta para buscar soluciones. Negar la visita revela la ínfima preocupación del gobierno federal por el tema. Y se entiende: “Durante los primeros 22 meses del sexenio de Enrique Peña Nieto desaparecieron o se extraviaron 9 mil 384 personas, lo que equivale a 40% de los 23 mil 272 casos de desaparición oficialmente registrados entre enero de 2007 y octubre de 2014. Es decir, cuatro de cada 10 desapariciones en los últimos siete años ocurrieron durante los dos primeros de la actual administración”.
Santiago Maldonado y Argentina nos deberían provocar vergüenza de lo que somos y hemos dejado de hacer. Claudicar por preocuparnos los unos por los otros atiza el salvajismo en el que nadie está a salvo. Nadie. De manera irresponsable asumimos que la injusticia, impunidad y corrupción son la tinta indeleble de lo que somos. Pero no somos eso, solamente de eso padecemos.
No importa si conocías a Santiago. No importa si creías en la protesta en la que participó antes de desaparecer. Buscar a Santiago Maldonado era optar por la democracia y el estado de derecho. Su desaparición marcaba un camino sin retorno. ¿Por qué nosotros no podemos luchar por él o la desconocida?
Nos hemos vuelto expertos en labrar surcos de dolor e indiferencia. Nuestra composición sanguínea como nación ha incorporado el miedo a ir de noche, a usar falda, a subirse a un taxi y ser asesinada, a escribir algo que cueste la vida, a disentir ante el poder.
Me resisto a pensar que el miedo es lo que nos tiene arrodillados y arrinconados ante la indiferencia ante la constante injusticia. Me niego a admitir que hemos aceptado que demasiadas muertes no tengan despedida, un adiós. Rechazo la idea de que somos el país de las muertes anónimas.
Sin saber aun qué provocó la muerte de Santiago sabemos que Argentina tiene memoria. Es un país que ha dicho “Nunca más”. Sabían que Santiago abría heridas que apenas van cicatrizando. Estuvieron atentos y han hecho lo que tenían que hacer: darle importancia a la desaparición de Santiago.
La indiferencia ante la práctica sistemática de desaparición es lo que nos mantiene agonizantes y expectantes ante la próxima víctima. Si Santiago le hablara a José Antonio García Apac y le preguntaría “¿dónde está tu gente pidiendo tu aparición?”, José Antonio, tendría que contestar: están muertos de miedo y prefieren guardar silencio. Porque es eso, hemos abandonado nuestra responsabilidad ante el lacerante caos que vivimos.
Cada vez hay menos esperanza. Desconozco qué esperamos. Se aprueban leyes sobre desaparición forzada que pensamos que mágicamente arreglarán nuestro problema. El silencio de los gobernantes no debería ser el nuestro. El del gobierno es funcional para no crear memoria y fomentar el olvido. Nuestra fragmentación como sociedad ha hecho que veamos desde la distancia cómo familiares van de fosa en fosa buscando a los suyos. El espectáculo es grotesco.
Nuestra fuerza –cuando decidamos reconocerla- debería estar en no cejar en la voluntad de construir un futuro diferente, un presente distinto, siempre recordando la memoria de todos a los que les hemos fallado. Que no se hable en medios de los miles de desaparecidos no implica que la realidad sea distinta. Somos nosotros, la sociedad, los familiares, los desconocidos, los que tenemos que decir que cada uno de ellos y ellas importan.
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