Ciudad de México, 25 de junio (SinEmbargo).– La escena en que el hombre alto y barbado vestido con una playera verde apoya sobre su pecho la cabeza de su padre, un anciano chaparro pero erguido, por cuyo rostro como un mapa comienzan a caer gruesos lagrimones, es de quiebre.
Te quedas pasmado frente a la pantalla y no puedes parar de llorar.
La que le sigue, ese hombre alto y barbado que toca la rodilla de una hermosa adolescente de provincias y le dice que se ha enamorado a primera vista, también es de ruptura.
Un rompimiento con el personaje central de Tierra de cárteles, la película que todos los mexicanos podrán ver a partir del 2 de julio próximo y que cuenta entre otras cosas el ascenso y la caída de José Manuel Mireles Valverde, el controvertido líder de los autodefensas en Michoacán, quien fue detenido hace ya casi un año, el 27 de junio de 2014.
De ruptura con un personaje extraordinariamente complejo, metido a reinar en un sistema absolutamente demencial, donde las cabezas cortadas, los cadáveres colgando de los puentes, los gritos de las torturas que atraviesan los muros de las casas convertidas en improvisadas prisiones, constituyen como diría el escritor Juan Villoro, “ese México postapocalíptico” que nos toca padecer en esta tremenda contemporaneidad nacional.
Mireles abraza a su padre. Lo encuentra debajo de un árbol y el hombre viejo llora porque su hijo tiene la mitad de la cara paralizada a causa de un atentado aéreo del que se salvó de milagro.
Una mujer frente a la cámara, los ojos redondos y oscuros como canicas, mirando fijo a la lente, imperturbable, cuenta: “Me largaron después de que se divirtieron conmigo y luego de cortar a mi esposo en pedacitos frente a mis ojos. Primero la cabeza, luego los brazos, los pies…y así. Me dijeron: ‘No te matamos, porque con todo lo que te hicimos bastará para que te vuelvas loca durante lo que te quede de vida’. Fueron El Caballo y El Chaneke”, dice.
Luego vemos al Caballo y al Chaneke completando el hilo de la venganza y alimentando la ley del ojo por ojo que dio origen al movimiento de las autodefensas en Michoacán, en febrero de 2013. Detenidos por Manuel Mireles, el hombre alto de barba, 55 años, médico cirujano de profesión, y su ladero, otro hombre más barbado aún, rechoncho, al que llaman “Papá Pitufo”.
COMO UN JUEGO DE TRONOS, PERO NO
Michoacán es como Juego de Tronos, el gran problema es que no se trata de una serie de moda producida por Netflix o HBO.
Es la tierra nuestra, del limón y del aguacate, de las grandes extensiones de campo, de los depósitos multiplicados donde se cocina “metanfetamina”, la droga que se expande en el mercado de las adicciones en el país vecino y que da sentido y motivo a los cárteles que operan en la zona: Los Zetas, primero, luego La Familia y después Los Caballeros Templarios, al mando del tristemente célebre Servando Gómez Martínez, mejor conocido como “La Tuta”.
A esa tierra de cadáveres suspendidos en los puentes y a familias diezmadas porque de pronto el patrón no pagó la cuota y los narcos decidieron vengarse en los cuerpos de sus empleados, llegó el joven cineasta Matthew Heineman, alumno destacado de la renombrada Kathryn Bigelow, ganadora del Oscar por la controvertida En tierra hostil.
Bigelow, que a menudo es vista como la vocera de la CIA y el Ejército estadounidense por el empeño que aplica para mostrar siempre el punto de vista del país del norte en todos sus filmes, funge como productora del documental y probablemente haya al menos incentivado la mirada dual que recorre Tierra de cárteles y que constituye el lado más débil de un trabajo demoledor que dejará hecho jirones el corazón de los espectadores mexicanos.
Es el paralelismo entre el Arizona Border Recon y las Autodefensas en Michoacán, forjado mediante un guión riguroso y traducido en imágenes espectaculares que hicieron ganar a Heineman los premios de Mejor Director y Mejor Fotografía en el pasado Festival de Sundance, lo más flojo del documental que el público estadounidense verá un día después del estreno en nuestro país, es decir el 3 de julio.
Es verdad que como explica Heineman en entrevista exclusiva con SinEmbargo, los líderes de los movimientos ciudadanos de Arizona y Michoacán se parecen en la edad y en la espontaneidad de una lucha a la que parece obligarlos irremediablemente el entorno.
Pero también es cierto que esa similitud es la que final y paradójicamente abre una brecha irreductible entre ambos, quienes no terminan siendo lo mismo, ni parecidos, ni iguales.
ALLÍ Y AQUÍ, QUE NO ES LO MISMO PERO ES IGUAL
Allí, un loco cual miembro de la Asociación Nacional del Rifle decide calzar un traje de fajina militar y resguardar la frontera entre los Estados Unidos y México, “para que no pasen los malos”, como si ese pase de “los malos” no tuviera que ver con un mercado que compra ávido la metanfetamina que se fabrica en nuestro suelo.
Aquí, un médico de provincias ve las tres cabezas colgadas en el muro de su vecino y dice: –Eso no me va a pasar a mí. Moriré matando, pero no decapitado.
¿Qué harías tú?, pregunta Mireles desafiante y poco a poco su historia se abre paso en el filme de Heineman, comiéndose voraz las anécdotas del movimiento Arizona Border Recon, cuyos miembros de ojos azules y pieles blancas arrugadas por el sol, comienzan a ser personajes secundarios de la película y si no estuvieran, nada pasaría.
Es una comparación forzada, fruto de un recorrido por las tierras calientes sin un mapa, que es como viajó Matthew. “No sabía con lo que me iba a encontrar”, admite.
Y se encontró con lo peor, con lo indecible, con lo que definitivamente el joven cineasta describe como “un drama clásico de película de vaqueros en pleno siglo XXI” y que no tiene parangón ni siquiera al otro lado de la línea.
Bandas despiadadas producen el alzamiento en Michoacán, donde aumenta el control territorial por parte de los cárteles, mientras disminuye la presencia de autoridades e instituciones que cumplan con su obligación de preservar el orden público y garantizar la seguridad de las comunidades.
El contrapeso de Heineman/Bigelow se da en esos rubios psicópatas que atrapan mexicanos en la frontera con Arizona, pero como bien sabemos aquí, se trata de un punto de vista ya gastado, donde los narcotraficantes adquieren altura mítica, cual guerreros malos del Reino de la Tierra Media, escondiendo los complejos entramados de corrupción política y financiera que dan sustancia al negocio de la droga en el mundo.
Pero ese punto de vista no es el que triunfa en Tierra de Cárteles. Lo que golpea como un mazazo en medio de la sien son las imágenes y los discursos que se entremezclan para mostrar un México profundo y cercano, al que muchos –si tuvieran la oportunidad– harían desaparecer con un click.
El México del despojo y los funerales colectivos de los campesinos víctimas del crimen organizado.
El México sin escuelas ni patios donde suene un violín o bailen las parejas la danza de la quebradita, un México sin esperanza ni salvación, un México destinado a desaparecer de la faz de la tierra.
Porque si algo tiene este ojo estadounidense sobre el movimiento de los autodefensas y la Nación que arde en Michoacán es, precisamente, la mirada clínica, impávida, fría y distante del que ve desde lejos, aun cuando esté muy cerca.
Así, Tierra de cárteles funciona como un documental estremecedor que no sólo no muestra la luz al final del túnel, sino que se ha tragado el mismísimo túnel.
Afortunadamente las cosas, como sabemos los que vivimos en este suelo, no son tan irremediablemente negras y desintegradoras. Al túnel lo volveremos hacer y le pondremos la luz en el medio, al principio y al final. Porque eso es lo que nos toca.
La película es también la epopeya de una derrota. La caída del Doctor José Manuel Mireles y la neutralización de los grupos de autodefensas, los que ahora portan una camiseta azul que los identifica como Fuerza Rural ligada al Estado y al Ejército, con muchos de sus integrantes todavía ligados a los cárteles.
“Los limpiaremos de a poco, ahora no es el momento”, dice el Gordo, con la anuencia de Papá Pitufo, enfrentado sin remedio a Mireles, un hombre triste, solitario, final y calvo, que guarda sus huesos y su arrepentimiento (“Me equivoqué, perdí todo, incluso a mi familia, que era la esencia de todo”, dice) en una cárcel de Sonora.
La violencia da la vuelta y se muerde la cola como una serpiente envenenada: en la escena final, la Fuerza Rural cocina metanfetamina para sufragar sus gastos. Todo vuelve a empezar. Y Mireles no, no era un santo.
TIERRA DE CÁRTELES, TIERRA DE SANGRE
Con un acceso sin precedentes, Tierra de cárteles es un vistazo a ras de piso, de las jornadas de dos grupos de vigilantes contemporáneos y su enemigo en común: los asesinos cárteles mexicanos de la droga.
En el estado de Michoacán, el doctor José Manuel Mireles Valverde, un médico general conocido como “El doctor”, dirige las autodefensas, un grupo ciudadano alzado en contra del violento cártel de Los Caballeros Templarios que ha infligido caos y desorden en la región durante años.
Al mismo tiempo, en el valle Altar de Arizona –un estrecho corredor de 52 millas de largo conocido como el “Callejón de la Cocaína”–, Tim “Nailer” Foley, un veterano de guerra estadounidense, encabeza un pequeño grupo paramilitar llamado Arizona Border Recon, cuyo objetivo es detener la Guerra del Narcotráfico en México al barrer el paso de la droga en el lado estadounidense de la frontera.
El cineasta Matthew Heineman se incrusta en el corazón de esta oscuridad mientras el “Nailer”, “El Doctor” y el cártel, cada uno compiten por llevar su muy particular forma de justicia en una sociedad en la que las instituciones han fracasado.
La película fue filmada con una cámara fotográfica, la Canon C300, que nunca falló pese a las caídas, los golpes, los balazos, las tormentas de polvo y las lluvias torrenciales, si bien algunas tomas especiales como las de cámara lenta o las del interior de los vehículos, se empleó la Canon 7D, y el dron Canon 1DC para las vistas aéreas la visión nocturna.
Fundada en 2009 por Matthew Heineman, la compañía Our Time Projects se encuentra en Nueva York. Antes de Tierra de cárteles, Heineman produjo y dirigió el largometraje documental Escape Fire: The Fight to Rescue American Healthcare (2012), un llamado de alerta sobre el estropeado sistema de salud estadounidense, la industria médica diseñada para curas rápidas y no un sistema de prevención.
Previamente, el realizador colaboró con un equipo en la cadena HBO en la serie The Alzheimer’s Project, que salió al aire en mayo de 2009 y también aspiró a un Emmy. Además, Heineman dirigió y produjo Our Time (2011), un largometraje documental que realiza un acercamiento al significado de ser joven en el siglo XXI, mediante un viaje recopilatorio de testimonios a través de los 48 estados de los Estados Unidos, transmitido por el Documentary Channel.
–¿Cómo se hace una película así?
–Ha sido muy difícil de hacer. En muchos sentidos. Obviamente, desde el punto de vista de la seguridad hay que decir que no soy un reportero de guerra y nunca había encarado un proyecto semejante. Estuve en sitios de tortura, en balaceras, sitios peligrosos en donde nunca pensé que estaría. Pero para mí esos momentos no fueron los más terribles. Donde tuve más miedo fue cuando entrevisté a una mujer a cuyo marido lo secuestraron y luego lo quemaron frente a ella. Entrevistarla y darme cuenta de que era una mujer sin alma, que tenía los ojos vacíos, darme cuenta de que quienes cometieron esos crímenes contra otras personas, fue sin duda lo que más me aterrorizó.
–La escena en la que Manuel se estrecha en un abrazo con su padre, es de quiebre. ¿Cómo se logró eso tan espontáneo y cercano?
–En estas últimas semanas muchas personas me han dicho que es increíble como recreo esas escenas de la realidad en el filme. Todo es realidad. El acceso para mí era muy importante. Estas historias fueron portada de revista, forman parte de la cultura pop contemporánea, de programas de televisión y películas, pero lo que yo quería era mostrar realmente lo que la gente estaba pasando. Tuve oportunidad de pasar mucho tiempo en Michoacán y pude desarrollar relaciones profundas con el doctor Manuel Mireles y el resto de la gente del lugar. Esa escena que dices es totalmente espontánea, no tenía idea de adónde iba la historia de la película. Originalmente, pensé que filmaba la historia de los hombres de camisetas blancas peleando con los hombres de camisetas negras, pero nunca pensé que Tierra de cárteles iba a servir para mostrar lo difusas que son las líneas entre los presuntos enemigos.
–Al principio, el paralelismo que haces entre los luchadores de Arizona y los luchadores de Michoacán, resulta absurdo, luego con el transcurrir de la película cobra cierto sentido…
–En el corazón de esta película hay dos hombres: el doctor Mireles y Tim “Nailer” Foley, los dos tienen la misma edad, los dos creen que el gobierno ha fallado y los dos han tomado la ley en sus manos para pelear por lo que creen es justo. Las circunstancias, claro, son muy diferentes. En México la violencia es real, visceral, 80 mil han muerto y 20 mil han desaparecido. En Arizona sólo hay el miedo de que la Guerra del Narco cruce la frontera. No es el mismo problema, pero hay cosas que son similares. La película es actual y sin temporalidad al mismo tiempo. A través de la historia de hombres de mujeres y hombres que se levantan para luchar contra el mal, ves que cuando se produce el alzamiento, estos grupos ya no se pueden controlar. No puedes controlar nada o todo. A pesar de tus buenas intenciones, a pesar de tu liderazgo, no puedes controlar a la gente de tu mismo grupos, pues todos están allí con diferentes metas y motivaciones. Eso es lo que lleva a la ruina de las autodefensas.
–¿Cuál es el rol de Kathryin Bigelow en la película?
–Soy gran fan de Bigelow. Después de que Tierra de cárteles se estrenara en el Festival de Sundance, ella se conmovió mucho y se ofreció como productora ejecutiva, para ayudar a promover el filme y sobre todo para que se hable de él. Piensa que tiene que haber un debate alrededor de la película y yo estoy muy agradecido.
–¿Qué piensas de Mireles, este hombre que se va descomponiendo al final?
–¿Qué piensas tú?
–No tengo opinión, no sé qué pensar, la verdad. Tu película me dejó perpleja y muy triste
–Una de las cosas que quise hacer con esta película es mostrar la complejidad del ser humano. Tú eres compleja, yo soy complejo, están las motivaciones para hacer las preguntas que me haces y las motivaciones para responderlas de tal o cual manera. No era sólo un retrato de un hombre, sino un hombre en toda su complejidad.