Adrián López Ortiz
25/02/2018 - 12:00 am
¿Le podemos creer a Anaya?
Una cifra que si bien suena a cosa menor frente a los miles de millones desviados por SEDESOL durante el mandato de Rosario Robles, no deja de ser algo digno de aclarar con todo detalle. O sea, en estos asuntos no hay corruptitos ni corruptotes, sino corruptos a secas.
Vi la toma de protesta de Ricardo Anaya como candidato del Frente. Sin duda fue la menos convencional comparada con el tradicionalismo de usos y costumbres tanto de José Antonio Meade, como de Andrés Manuel López Obrador.
Jorge Castañeda llamó al evento “el TED Talk de Anaya” para referirse a un modo discursivo que ya es un clásico del mundo moderno: una persona vestida casual, con senda pantallota detrás y frente a una audiencia que lo escucha “explicar” algo antes que proferir un discurso típico. Más como un profe dando clase, que como un político cambiando el mundo con el poder de sus palabras.
En general el mensaje, las ideas y el estilo de Ricardo Anaya me hicieron cierto sentido: un México que debe apostar al futuro a través de la innovación y abrazar las grandes tendencias antes que negarlas o combatirlas.
Pero el problema no es el mensaje sino el mensajero: ¿cómo creerle a Ricardo Anaya que quiere (y puede) construir ese México moderno cuando su llegada a esa candidatura exhibe mucho de lo peor de nuestro pasado político?
Me explico.
Anaya nos dice que quiere un México más democrático y abierto, pero él mismo destruyó la democracia interna del único partido mexicano que podía presumirla, el PAN. Aunque en ese origen no es distinto de Meade, a quién lo eligió su jefe, o de López Obrador, quien primero formó un partido y luego se eligió a sí mismo.
Vamos pues, ninguno de los tres candidatos presidenciales más competitivos surgió de un proceso democrático al interior de sus partidos. Vaya democracia la nuestra.
Anaya, nos dice también, que quiere un México libre de corrupción pero carga también con la mancha de la misma, pues sobre él pesa la acusación de haber usado su poder político para beneficiarse con más de 50 MDP.
Una cifra que si bien suena a cosa menor frente a los miles de millones desviados por SEDESOL durante el mandato de Rosario Robles, no deja de ser algo digno de aclarar con todo detalle. O sea, en estos asuntos no hay corruptitos ni corruptotes, sino corruptos a secas.
Anaya nos dice que quiere un México más justo pero tiene fama de traidor con sus jefes y mentores. Me lo dijo un panista sinaloense que lo conoce bien: “entre Anaya y el Peje, me da más miedo Anaya”.
Y por último, Anaya insiste en que él es la alternativa moderna frente a los que quieren seguir “a la antigüita”... como “ya saben quién”.
Pero Anaya tiene la juventud solo en el acta de nacimiento, porque sus maneras políticas están marcadas por lo más anacrónico de nuestro régimen: operación política de vieja escuela, componendas, arreglos en lo oscurito, reparto de dádivas y posiciones, etc.
Por último, que Ricardo Anaya no me guste a mi como candidato no significa que sea mejor o peor que sus contendientes.
Lo que sí es un hecho es que es el único que –hasta ahora– puede darle pelea a López Obrador. Y por más que los pejistas insistan en que no es así, hasta el mismo The Economist lo reconoce en su última edición.
No dudo que Ricardo Anaya tiene con que hacer una gran campaña: se prepara, es bueno en el debate, sabe usar los medios y aunque no haya gobernado nunca, ha sido capaz de erigirse en un rival político de respeto.
Mi problema es que no lo creo, y me parece que ese es su principal reto: convencer a más de un tercio del país que lo que dice es auténtico y que sus intenciones son genuinas. No se si lo logrará, pero la pelea todavía no empieza.
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