La indignación social detonada por la desaparición forzada de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, de Ayotzinapa, Guerrero, provocó que este 2014 resurgiera una fuerza social que no se había visto en años recientes, y cuya presencia se consolidó en sectores que tradicionalmente no participaban en marchas o mítines –ancianos, profesionistas, padres de familia–. Todos por igual salieran a las calles a protestar.
Pero al tiempo que los ciudadanos fueron puliendo sus mecanismos de organización y las manifestaciones se hicieron más sonoras, la respuesta de las autoridades fue haciéndose restrictiva, particularmente en la capital del país, donde ocurrieron la mayoría de las marchas y, además, las más nutridas.
Leopoldo Maldonado, abogado e integrante de Artículo 19, organización internacional que defiende la libertad de expresión, identifica tres tendencias en la reacción del gobierno frente a las protestas de los ciudadanos: el uso de la fuerza pública, en ocasiones “desproporcionado”; el uso del derecho penal como mecanismo “para castigar” la protesta, y la creación de marcos legales que pretenden regular las manifestaciones o inhibirlas.
Ciudad de México, 24 de diciembre (SinEmbargo).– Desde el 1 de diciembre de 2012, cuando las protestas en torno a la transmisión del Poder Ejecutivo derivaron en enfrentamientos entre manifestantes y policías, detenciones arbitrarias, indiscriminadas y violentas y consignaciones judiciales, se han registrado varios episodios de abusos de agentes del Estado en contextos de manifestaciones sociales, como ha documentado el Frente por la Libertad de Expresión y la Protesta Social, que agrupa a una decena de organizaciones civiles –entre ellas Artículo 19– en defensa de los derechos humanos.
No obstante que el uso de la fuerza pública y del derecho penal para “castigar” la protesta social han estado presentes desde el inicio de la actual administración, Leopoldo Maldonado, abogado de Artículo 19, expresa su preocupación por lo que advierte como una agudización de tales reacciones durante este año frente a cualquier muestra de descontento social.
El parteaguas, considera, fueron las manifestaciones por los 43 estudiantes normalistas, desaparecidos por policías en Iguala, Guerrero, la noche del 26 de septiembre, y cuyo paradero sigue sin conocerse.
“A partir de la gran movilización que se da con los hechos ocurridos en Iguala, otra vez se activa toda esta operación de Estado. Primero vemos que se agudiza no sólo en cuanto a las detenciones arbitrarias, que ya existían, sino a los propios delitos que se les imputan, que [ahora] son delitos federales, que son graves”, expone Maldonado.
El 8 y 20 de noviembre, y luego el 1 de diciembre, al término de sendas movilizaciones por los 43 normalistas en el Distrito Federal, se registraron actos vandálicos. Eso justificó la intervención de policías, quienes detuvieron de forma arbitraria, y en algunos casos violenta, a personas ajenas a los hechos.
En los dos primeros casos, los detenidos fueron trasladados a la Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada (SEIDO), de la Procuraduría General de la República (PGR), pues se les acusó de delitos graves. A los del día 8 se les imputó delincuencia organizada; los del día 20 fueron acusados primero de terrorismo y delincuencia organizada, pero posteriormente les redujeron los cargos a los de asociación delictuosa, motín y tentativa de homicidio.
En ningún caso, la PGR pudo sostener las imputaciones y todos los detenidos fueron liberados.
Los tres detenidos el 1 de diciembre fueron acusados de ataques a la paz pública, ultrajes a la autoridad y portación de objetos aptos para agredir. Los tres fueron liberados bajo fianza.
“El mensaje es mucho más agresivo ahora, y eso sí nos preocupa”, señala Maldonado. “Es muy claro que sí se ha agudizado este patrón, quizá no en cantidad pero sí en términos cualitativos el mensaje es mucho más agresivo: aquel que protesta, aquel que está en las calles corre el riesgo de ser acusado de terrorista y ser enviado a un penal federal”, afirma.
El también abogado y defensor de los derechos humanos Simón Hernández coincide con que las protestas en torno al caso de los 43 normalistas detonaron una respuesta del Estado más agresiva que la que se había visto en otras manifestaciones este año.
En su opinión, el uso de la fuerza pública durante las protestas tuvo el objetivo de inhibir a los manifestantes, de infundirles miedo para que no salieran a las calles a protestar.
“Ha sido con intencionalidad este uso de la fuerza. Esto tiene que ver con el tipo de movilización y con el tipo de demanda, y donde hemos visto más estos mecanismos de usar la fuerza de manera generalizada han sido justamente en las manifestaciones de Iguala, contra sectores de la población que no tienen esta formación social de estar acudiendo a la manifestación, pues se ven más inhibidos a salir a las calles”, comenta.
EL PUNTO DE QUIEBRE
Las marchas para exigir justicia para los 43 normalistas y sus familias no fueron las únicas protestas sociales que ocurrieron durante el año. Sin embargo, sí fueron las más simbólicas dado que hicieron resurgir una fuerza social que no se había visto en décadas, a decir de Hernández.
“Eso va ligado al estado actual de las condiciones sociales en México, que tiene que ver con la incapacidad institucional, la abierta incapacidad del Estado mexicano, la abierta colusión de algunas estructuras del Estado con estructuras criminales, la violación de derechos humanos por parte del propio Estado, y la incapacidad para resolver una serie de demandas y de violaciones propiciadas por el Estado, o bien, no atendidas para dar cauce a estas muestras de inconformidad”, expone.
A nivel nacional, la jornada de protestas por los 43 estudiantes desaparecidos forzadamente comenzó el 8 de octubre, con marchas convocadas en decenas de ciudades mexicanas y de otros países, como España y Estados Unidos.
Desde esa primera “marcha nacional” y hasta la más reciente –realizada el pasado 6 de diciembre– la principal exigencia de todas las movilizaciones ha sido la misma: presentación con vida de los normalistas desaparecidos y justicia para los cuatro normalistas que fueron asesinados la misma noche en que ocurrió la desaparición forzada de los 43.
Previo a las protestas por los normalistas, en la capital del país se habían registrado otras marchas relevantes como la de quienes protestaron contra la ley secundaria en materia de Telecomunicaciones, cuando ésta se discutía en el Senado y planteaba, entre otras cosas, restringir el acceso a Internet en eventos masivos y facultaba a la Secretaría de Gobernación (Segob) para controlar contenidos; la de opositores a las nuevas disposiciones del programa Hoy No Circula, que restringieron más la circulación de automóviles con 15 años o más de antigüedad; o las de los estudiantes del Instituto Politécnico Nacional (IPN), demandando la renuncia de la directora Yoloxóchitl Bustamante y la derogación de los nuevos planes de estudio.
En el caso de las dos primeras manifestaciones, éstas no estuvieron exentas de agresiones a quienes protestaban por parte de policías adscritos a la Secretaría de Seguridad Pública del Distrito Federal (SSPDF). Por el contrario, durante la mayor movilización de estudiantes del Politécnico, realizada el 30 de septiembre, no hubo incidentes con los policías capitalinos.
Lo mismo ocurrió con la marcha del 2 de octubre, en conmemoración de los 46 años de la matanza de estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco. Ese día, a diferencia de lo que ocurrió en 2013, ni siquiera se desplegó un operativo policiaco en torno a la marcha y ésta transcurrió en paz, aunque con algunos incidentes menores.
Las primeras movilizaciones por los 43 normalistas desaparecidos, que convocaron a miles, también se desarrollaron de forma pacífica y sin la presencia visible de policías.
Sin embargo, todo cambió al término de la marcha realizada el 8 de noviembre, un día después de que el titular de la PGR, Jesús Murillo Karam, diera a conocer la versión de que los normalistas habrían sido asesinados por integrantes del grupo criminal Guerreros Unidos, sus cadáveres incinerados en un basurero del municipio guerrerense de Cocula y sus cenizas tiradas a un río. Al término de la conferencia de prensa donde difundió esa explicación, el Procurador interrumpió la pregunta de un reportero para expresar que estaba cansado.
Tal gesto despertó la indignación y el enojo de ciudadanos, quienes de forma espontánea y a través de redes sociales, organizaron una marcha en apenas 24 horas.
El día 8 por la noche, al término de la protesta, en el Zócalo capitalino un grupo de no más de 10 personas, la mayoría con los rostros cubiertos, removió las vallas metálicas de resguardo del Palacio Nacional y realizó pintas en la fachada del edificio gubernamental.
Los escasos guardias del Estado Mayor Presidencial que se encontraban en el lugar desaparecieron mientras los embozados vandalizaban la fachada del edificio e intentaban derribar el portón de madera usando las vallas metálicas de protección. Luego, le prendieron fuego a la puerta.
Detrás de las vallas, manifestantes que habían participado en la marcha clamaban: “No violencia. No violencia”.
Cuando la puerta ya estaba en llamas, aparecieron granaderos de la SSPDF. En total, esa noche fueron detenidas 20 personas, de acuerdo con el recuento hecho por el Comité Cerezo en los días posteriores. Entre los detenidos estaban un reportero del diario Reforma y dos menores de edad, uno de ellos de apenas 11 años y que vivía en la calle.
A pesar de que los hechos que motivaron la presencia policiaca habían ocurrido frente a la plancha del Zócalo, algunas detenciones se hicieron en las calles aledañas, o incluso hasta la avenida Juárez.
Entre los detenidos hubo personas que ni siquiera habían participado en la marcha, como fue el caso de Alberto Reséndiz Chávez, quien fue detenido mientras cenaba con su novia, o el de Karina Cárdenas Chávez, edecán de un bar en la calle Gante, quien fue sacada del sitio donde se encontraba trabajando.
Todos los detenidos fueron trasladados a la SEIDO, acusados de delincuencia organizada.
En los días posteriores a su detención, los 20 fueron liberados. Algunos habían sido lesionados al momento de su detención.
Casi dos semanas después, el 20 de noviembre, se realizó otra manifestación, que fue el corolario de tres caravanas que familiares de los 43 estudiantes desaparecidos realizaron por distintas entidades, apoyados por normalistas, organizaciones civiles y ciudadanos.
Las tres caravanas confluyeron en la capital del país el mismo día de la conmemoración del 104 aniversario del inicio de la Revolución Mexicana, convirtiéndose en una multitudinaria marcha, que tuvo sus réplicas en varias ciudades del país y del mundo.
Al término de la marcha y de un mitin en el Zócalo, manifestantes lanzaron piedras, petardos y bombas molotov al Palacio Nacional, e incluso hubo quienes intentaron saltar las vallas que resguardaban el inmueble.
Eso provocó que elementos de la Policía Federal y granaderos de la policía capitalina, que se mantenían apostados en la aledaña calle de Moneda, ingresaran a la plaza central para replegar a los manifestantes.
Durante el desalojo del Zócalo hubo agresiones por parte de los policías a personas que no habían participado en los actos de violencia, así como detenciones indiscriminadas y arbitrarias. De esa jornada se registraron 11 detenciones; de nueva cuenta algunas de ellas se hicieron en sitios distintos a donde ocurrieron los disturbios.
Los 11 detenidos fueron llevados a la SEIDO y se les pretendió imputar los delitos de terrorismo y delincuencia organizada, aunque finalmente se les acusó de motín, asociación delictuosa y tentativa de homicidio (por el caso de un policía que resultó herido).
Como se trataba de delitos federales, los 11 –ocho hombres, uno de ellos chileno, y tres mujeres– fueron trasladados a penales federales en Veracruz y Nayarit, respectivamente.
El 29 de noviembre, los 11 detenidos fueron liberados y absueltos de los delitos que les imputaron.
Sus abogados defensores acusaron violaciones al debido proceso, como que no se les permitió la comunicación con los inculpados sino hasta que éstos ya habían sido trasladados a penales federales. Además, exhibieron la falta de pruebas consistentes de las autoridades para inculpar a los 11, pues se basaban en las declaraciones de tres policías y en argumentos como que supuestamente los detenidos se llamaban entre ellos “compas” o “compañeros”.
Varios de los detenidos denunciaron también haber sido golpeados y torturados.
El 20 de noviembre, otras 15 personas fueron detenidas en las inmediaciones del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México (AICM), durante enfrentamientos entre manifestantes y policías capitalinos. Todos fueron liberados bajo caución.
El 29 de noviembre, cuatro de ellos fueron consignados por los delitos de ataques a la paz pública y ultrajes a la autoridad; a dos también se les acusó de portar objetos aptos para agredir.
El 1 de diciembre, al término de la manifestación por los dos años del gobierno de Peña Nieto y para exigir justicia por los 43 normalistas, ocurrió un nuevo episodio de agresiones policiacas y detenciones arbitrarias.
En esa ocasión, un grupo de autodenominados “anarquistas” vandalizó fachadas de negocios –en su mayoría bancos– ubicados en la calle Florencia y sobre Paseo de la Reforma, desde el monumento del Ángel de la Independencia hasta el Senado de la República, rompiendo sus cristales y lanzando bombas molotov.
Fue hasta que los agresores se encontraban cerca del recinto legislativo que cientos de granaderos aparecieron para contenerlos. Sin embargo, como ocurrió en las ocasiones anteriores, no detuvieron a ninguna persona en flagrancia.
En cambio, golpearon a manifestantes que no habían participado en los disturbios o a simples transeúntes.
Ese día fueron detenidos tres jóvenes, todos estudiantes. A ellos se les acusó de ataques a la paz pública, ultrajes a la autoridad y portación de objeto apto para agredir. Tres días después, fueron liberados bajo caución.
Hernández considera que las autoridades han hecho un “uso selectivo de los mecanismos de represión”, dado que no en todas las manifestaciones se ha recurrido a la fuerza policial ni se han dado detenciones arbitrarias, sino sólo en aquéllas que se han generado a partir de la desaparición de los 43 normalistas.
Los hechos de violencia que han motivado la intervención policial también se han dado únicamente durante las protestas por los estudiantes desaparecidos.
El defensor de derechos humanos considera que los incidentes violentos funcionan para desmovilizar a los ciudadanos, especialmente a aquéllos que no están familiarizados con las protestas en las calles y que por primera vez han salido a manifestarse.
“Ha sido con intencionalidad este uso de la fuerza, que esto tiene que ver con el tipo de movilización y con el tipo de demanda. Y donde hemos visto más estos mecanismos de usar la fuerza de manera generalizada han sido justamente las manifestaciones de Iguala, contra sectores de la población que no tienen esta formación social de estar acudiendo a la manifestación, pues se ven más inhibidos a salir a las calles”, explica.
Hernández plantea que hay una especie de acción y reacción respecto al tema de la protesta social: “a mayor movilización hemos visto también mayores mecanismos de criminalización o de formas que buscan la descalificación de la manifestación”.
Dichas vías de descalificación pueden ser la infiltración en las manifestaciones de personas que sólo buscan provocar violencia o la tardía respuesta de los agentes policiales para detener en flagrancia a quienes cometen actos violentos, expone.
“Digamos que se facilita toda una serie de acontecimientos que a veces termina diluyendo el centro de las manifestaciones únicamente al tema de la violencia, y que a veces por ahí surgen algunos indicios de dónde se podría estar propiciando este tipo de acciones, si viene de parte del propio Estado”, señala.
MIEDO A LOS CIUDADANOS
Sergio Soto, integrante de la Liga de Abogados 1º de Diciembre, observa que así como los ciudadanos han empezado a perder el miedo de salir a protestar a las calles y a exigir demandas justas (entre ellas el derecho a manifestarse), las autoridades a nivel local y federal han respondido usando la fuerza policial para limitar esas expresiones.
Para Hernández, detrás de esas expresiones de “autoritarismo” hay un temor de los políticos “que no saben cómo dominar una ciudadanía que está en una efervescencia social muy amplia”.
Para los políticos tradicionales, dice, las movilizaciones surgidas de la sociedad civil organizada implican que el ámbito de la política está siendo interpelado por los ciudadanos y no saben cómo reaccionar frente a ello, pues están acostumbrados a tener un control absoluto de la ciudadanía.
“Las estructuras institucionales son incapaces de procesar, de resolver, de desmovilizar y de contener al descontento social, y justamente ahí viene la articulación de todas las estructuras del Estado”, plantea.
Es decir que no se trata sólo de un discurso de descalificación de la protesta, de destacar sólo los hechos violentos, sino que toda esa discursividad “tiene un contenido ideológico que caracteriza negativamente a la protesta y eso siempre ha estado”.
Del mismo modo, agrega, también el uso de la fuerza y la utilización de ciertas figuras penales en contra de los manifestantes forman parte del mismo patrón de criminalización de la protesta social.
Pero para Soto, el uso del derecho penal como primera respuesta frente a las demandas ciudadanas sí es una novedad de los actuales gobiernos federal y capitalino.
En su opinión, estamos frente a una “involución” del Estado, que está repitiendo conductas de gobiernos autoritarios, cuyo propósito es desarticular las demandas sociales.
“Estamos repitiendo modelos autoritarios que ya se vivieron en otras latitudes, y que no respondieron a los intereses de la sociedad en su conjunto”, señala. “Nos estamos enfrentando a dos grandes modelos: el modelo del Estado democrático de derecho, que privilegia la libertad de expresión y manifestación, sobre un Estado autoritario como visos represivos, como es el actual”.
Pero si algo positivo ha dejado la respuesta del gobierno frente a la protesta es que ha propiciado la sofisticación de las manifestaciones, de modo que cada vez son más organizadas, mejor planeadas y con mejores mecanismos de documentación de los abusos policiales, apunta Hernández.
“Frente a la respuesta del Estado, [la ciudadanía] ha ido generando mecanismos de protección, que van desde el uso de las tecnologías, la generación de redes, estar documentando y monitoreando en tiempo real incidentes. Se está dando una suerte de cultura de la manifestación y contra las agresiones”, considera. “Creo que ahí sí ha habido un elemento que los distingue, como de madurez ciudadana”.
En opinión del defensor de derechos humanos, la sociedad está en un momento de oportunidad de consolidar nuevas formas de práctica política, de controles democráticos directos de los poderes públicos y del uso del espacio público.
“Creo que esto se va a mantener mientras exista la demanda de justicia, de verdad y de presentación de vida de los normalistas […] Esta demanda ha potenciado un movimiento, que sin duda va a ser atender la propia demanda y que puede llegar a establecer nuevas formas de relación con el poder político”.