Óscar de la Borbolla
24/04/2017 - 12:00 am
La deserción de la realidad
Comienzan a desaparecer los almacenes y las aulas, pues hoy se compra en línea y, si se quiere estudiar, la opción es suscribirse a un chat. La realidad contante y sonante se está abandonando, y la gente se muda, o se ha mudado ya, a la realidad de los pixeles. Todos los días las personas despiertan, salen de su sueño, pero para ingresar al sueño de la realidad virtual.
Sin que se le haya prestado la debida atención se ha venido dando, desde hace unos años, un preocupante fenómeno mundial que podría denominarse la deserción de la realidad. A nadie parece alarmarle y todos -me incluyo- no estamos donde estamos, sino en otra parte: literalmente hoy todos estamos idos.
Este proceso de fuga está tan normalizado que me cuesta trabajo hacerlo comprensible: es como si quisiera explicar -pero desde el asombro- que todos estamos sujetos al planeta por la fuerza de la gravedad, o como si quisiera llamar la atención sobre el hecho universal de que todos respiramos.
Me ha tocado presenciar esta paulatina fuga y yo mismo me he acostumbrado a ella. Hoy, sin embargo, desearía mostrarla de golpe para que se notara, pues hace apenas unas décadas la gente se entregaba a lo mucho una o dos por semana al sueño diurno que brindaban el cine o la televisión, y las llamadas telefónicas eran excepcionales, y ahora, en cambio, los idos se pasan todo el día en ese sueño diurno denominado: realidad virtual; se les ve en las esquinas, en los restaurantes, en el transporte público o simplemente caminando por las calles; están ahí, camina ahí, pero volcados a otra parte; no miran lo que realmente está ante ellos, sino a través de una pantalla o lo que su vista escudriña en la distancia mientras hablan con alguien que no está físicamente con ellos. Sé que no hablan solos pero no platican con quienes están a su lado, sino con un interlocutor que también ignora cuanto lo rodea.
Las amistades presenciales, los puntos de encuentro parecen estaciones abandonadas desde donde la gente parte y, sin embargo, ahí están los miembros de una familia desayunando "juntos" en una cafetería, pero cada uno encarado a la pantalla de su teléfono o de su tableta. Ni las salas de cine donde la gente espera unos minutos para fugarse a la realidad de la película los mantiene ahí: las ventanitas luminosas de los celulares muestran que nadie está efectivamente en el cine esperando, sino que todos están en otro lado, idos; tan idos que muchos ni se percatan de que la película ya comenzó y siguen fastidiando con el resplandor de sus celulares.
Comienzan a desaparecer los almacenes y las aulas, pues hoy se compra en línea y, si se quiere estudiar, la opción es suscribirse a un chat. La realidad contante y sonante se está abandonando, y la gente se muda, o se ha mudado ya, a la realidad de los pixeles. Todos los días las personas despiertan, salen de su sueño, pero para ingresar al sueño de la realidad virtual.
Hoy más que nunca es exacta la idea de que vivimos en una representación, en una posrealidad rodeados de postamigos y en medio de centenares de posverdades.
Voy a extrañar las calles populosas; ya las extraño, pues, aunque siguen hacinadas de gente, parece que sólo yo piso el suelo que voy viendo y cruzó de una acera a la otra fijándome, mientras que mis "compañeros" de manada caminan de manera automática celebrando su vida en otra parte. Tengo la extraña sensación de estar viviendo en un mundo de fantasmas y resuena en mi oído la frase que me decía mi madre: "Pareces ido".
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