“Ricardo, jamás has de enamorarte de una mujer que descarada o sutilmente desprecie a Tepito”, se prometió alguna vez el autor, después de que una de sus citas rechazara el que considera uno de los recorridos más fascinantes en la Ciudad de México: el barrio bravo, su piratería y su rica oferta gastronómica.
La Cineteca Nacional es uno de los lugares más frecuentados en las primeras citas románticas. Disfrutar una buena película y comer en cualquiera de los restaurantes que el recinto alberga, o bien hacerlo posteriormente en Coyoacán, es un clásico capitalino. Se trata de una opción excesivamente apropiada, correcta, y por eso ahora prefiero otras. Antier, por ejemplo, sin perder de vista el cine y la comida, propuse una alternativa: el barrio de Tepito. Debido a que hacía pocos minutos, en el transcurso de nuestro primer encuentro, había yo descubierto la pasión cinematográfica y culinaria de la joven en cuestión, me pareció una excelente idea que la próxima cita se desarrollara en el legendario tianguis. Sin embargo, de inmediato ella titubeó y me obligó a justificar esta “excursión”.
Inicié con una ecuación financiera: por la misma cantidad de dinero que cuestan dos boletos de estudiante en la Cineteca —60 pesos—, en Tepito se puede comprar por lo menos diez películas, incluyendo prácticamente todas las que se exhiben en las salas nacionales e incluso las aún no estrenadas. “Basta con echarse un clavado en los puestos de la calle Jesús Carranza”, aseguré. Dicha ganga no pareció convencerla en absoluto, ni siquiera cuando me puse empalagoso y sugerí que cada uno escogiera cinco títulos pensando en el otro y cinco para ver juntos. Permaneció dubitativa, cuestionando mi plan y tachándome de vil tacaño. Entonces opté por no aplazar más el empleo del as guardado bajo la manga: hablarle sobre la abundante y original oferta alimenticia tepiteña.
No pretendo hacer una guía completa para este tema. Una búsqueda en Google revela que en internet ya circulan decenas de artículos acerca de la comida hallada en la zona. Las migas, los tacos de hígado, los de tripa, de quesocarne, las flautas y los mariscos... estas y otras especialidades, y los establecimientos que las ofrecen, figuran en cada reseña y su fama es más que merecida, son simple y llanamente una maravilla. Pero a pesar de mi notoria excitación por estos manjares, la difícil señorita no pareció interesada en ellos y, además, dijo que prefería no adentrarse en las “inseguras entrañas” de Tepito. Me fue imposible convencerla de que estaríamos a salvo, y mis patadas de ahogado consistieron en sugerir los tacos de rellena y longaniza de “El Casco Loco”, puesto callejero ubicado en la esquina noroeste del cruce del Eje 1 Norte y Jesús Carranza, a escasos y seguros pasos de la estación del metro Lagunilla. Este sitio es, por cierto, mi humilde aportación al inacabable tour gastronómico del barrio bravo. Si bien no es mencionado en ningún lado, para comprobar su calidad basta ver el enorme número de clientes que permanentemente merodean alrededor del rebosante comal y de las ollas.
Me di por vencido. Y es que tras la exposición de lo que considero uno de los recorridos más fascinantes y enriquecedores de la ciudad, ella, no sin antes mostrar los apenados gestos de quien está próximo a rechazarte, replicó: “Mejor pensemos en otro paseo, cualquiera menos Tepito”. Para entonces su voz ya había perdido la dulzura que tanto me sedujo durante el encuentro (quizá se decepcionó por mi franco entusiasmo hacia la piratería, o qué sé yo), y también mi paciencia se estaba terminando. Hoy, más sereno, y a pocas horas de visitar juntos un museo, me hallo ante una curiosa encrucijada, pues no sé si romper la extraña pero no tan absurda promesa que alguna vez me hice: “Ricardo, jamás has de enamorarte de una mujer que descarada o sutilmente desprecie a Tepito”.