En mayo de 2006, las fuerzas estatales sitiaron un pueblo mexicano, San Salvador de Atenco, Estado de México. 47 mujeres –entre ellas dos ciudadanas españolas– fueron violadas, torturadas y encarceladas. Su “crimen”: negarse a la expropiación de sus tierras o, para algunas, simplemente pasar por allí. El pasado fin de semana se dio a conocer que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos enviará a la Corte Interamericana de Derechos Humanos el caso sobre el operativo policiaco ocurrido bajo la gestión de Enrique Peña Nieto en esa entidad.
Ahora que el caso ha vuelto ha cobrar relevancia “es un golpe más a una Presidencia bajo asedio. Los escándalos de corrupción y violencia ya han acabado con sus índices de aprobación, los más bajos de un Presidente mexicano en un cuarto de siglo”, destacó el día de ayer el diario estadounidense The New York Times, que también expuso que el caso “es un recordatorio de innumerables casos que siguen sin resolverse en el país, incluyendo la desaparición de 43 estudiantes hace dos años” y al que también se le podrían agregar los casos Tlatlaya, Tanhuato y Nochixtlán, por mencionar algunos.
El presente reportaje de la periodista Sanjuana Martínez se publicó originalmente en 2009 en la revista española Yo Dona. Es reproducido por SinEmbargo con autorización de la autora.
Ciudad de México, 23 de septiembre (SinEmbargo).– “‘¡Ahora vas a aprender, puta!’ ¿Sabes hacerlo con la boca? ¡Ábrela o te lleva la chingada, perra!”, le dijo el policía, mientras otros uniformados empezaban a manosearla. Ana María Velasco Rodríguez pensó que iba a morir. Se encomendó a Dios y accedió: “Él se puso enfrente de mí. Sacó su pene y me lo introdujo en la boca. Otros me arrancaron la ropa interior. Cuando terminó, me agarró de los cabellos y me dijo: ‘¡Ahora te lo vas a tragar, pendeja!’. Abrí los ojos asqueada y pude verle la cara”. “¿Quién sigue?”, preguntó el policía satisfecho. Y vino el segundo…
Aquel 3 de mayo de 2006 iba a ser un día bonito para Ana María, madre soltera de 35 años, con dos hijos. Se levantó a las seis de la mañana para ir al mercado en la pequeña localidad mexicana de San Salvador de Atenco, de unos 15 mil habitantes. Quería lucirse con sus compadres y les iba a preparar el tradicional mole poblano para celebrar el Día de la Cruz. Se tenía que dar prisa para no llegar tarde al puesto de comida de su tío, donde trabajaba como camarera. Iba caminando cuando vio a miles de personas por la calle. Los policías no dejaban vender a los floristas y ambos se enfrentaban. “Corrí hacía el lado contrario, pero los agentes ya venían y nos detuvieron a todos. Nos encerraron en las casas y nos dejaron allí hasta las seis de la tarde. Luego nos echaron a los camiones para trasladarnos al penal. Allí dentro me golpearon en la cabeza, me dieron patadas, golpes, pellizcos en los pezones. Me iban metiendo los dedos en la vagina, mordiendo y apretándome los senos. Se lo hacían a todas las mujeres. El maltrato duró cinco horas, mientras nos trasladaban al penal. ¡Fue horrible!”, recuerda Ana María.
El conflicto entre pobladores de San Salvador Atenco y autoridades se inició en 2001, cuando el Gobierno de Vicente Fox Quesada anunció la expropiación de más de cinco mil hectáreas de tierras ejidales (comunales) para la construcción de un aeropuerto en la región de Texcoco, en el Estado de México. El Gobierno les ofrecía siete pesos por metro cuadrado. El Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra (FPDT) advirtió que se opondría al proyecto machete en mano (por ser su instrumento de trabajo habitual). Y lo hicieron durante cinco años. Finalmente, el aeropuerto no fue construido. Los ejidatarios triunfaron pero el Estado urdió un castigo ejemplar, que tuvo lugar tras los enfrentamientos de la Policía y los floristas en las calles, cuando 3 mil agentes armados sitiaron Atenco los días 3 y 4 de mayo de 2006. Ana María fue una víctima más entre muchas otras.
Aquel episodio la dejó marcada para siempre y aún conserva el miedo en el cuerpo. Aprendió a vivir con las secuelas de la tortura sexual que padeció junto a otras 46 mujeres agredidas por la represión de las fuerzas gubernamentales contra los pobladores, en su mayoría campesinos y floristas que defendían sus tierras. La violencia de género las convirtió en presas de una doble tortura. A todas les cubrieron el rostro, las desnudaron, las amenazaron de muerte y las insultaron mientras las golpeaban de manera sádica. Incluso hubo casos de violación tumultuaria. Ninguna recibió asistencia ginecológica ni legal. Sus heridas, y las de sus compañeras, no han cicatrizado. El Estado mexicano se niega a impartir justicia. “Y sin reparación del daño, no hay recuperación posible”, dice ella. Estuvo presa 10 días y tuvo que pagar una fianza de 14 mil pesos. Su agresor, al único que pudo verle la cara, nunca pisó la cárcel. “Se llama Doroteo Blas Marcelo. Lo reconocí inmediatamente y, mirándole a los ojos, le dije: ‘Fuiste tú’. El careo duró 15 horas. Sólo lo condenaron por actos libidinosos. Y lo absolvieron de la reparación, incluso sigue siendo policía”. A pesar de los nulos resultados, Ana María no se arrepiente de haber aguantado el tortuoso proceso legal durante los últimos tres años, porque la ha convertido en una mujer más fuerte y solidaria. “Siento impotencia y coraje contra el Gobierno mexicano porque no quiere hacernos justicia a las mujeres. La impunidad es mala”.
La intervención armada en Atenco dejó un saldo de tres muertos, 211 detenidos y cientos de heridos. El estado violó las garantías individuales y el debido proceso legal, utilizó la tortura, tratos crueles, inhumanos y degradantes. El líder de los campesinos, Ignacio Del Valle, fue condenado a 112 años de prisión, el resto a 67 y 31 años. Todo el aparato de justicia se unió para legitimar las sentencias, pero 70 organismos de derechos humanos crearon la Campaña Nacional e Internacional Libertad y Justicia para Atenco. Numerosas figuras públicas se adhirieron, como los actores Daniel Giménez Cacho y Diego Luna, Manu Chao o la Premio Nobel estadounidense Jody Williams, quien decidió escribir a otros laureados para pedirles su apoyo. También participan en la campaña prestigiosos organismos como el Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas o el Centro Fray Francisco de Vitoria. Solicitan la libertad de los que consideran presos políticos. Algunos fueron saliendo de prisión, poco a poco, pero aún permanecen en la cárcel 12 de los líderes del FPDT.
“El Gobierno está criminalizando a los movimientos sociales”, afirma la estudiante Mariana Selvas Gómez, víctima de tortura sexual y presa durante año y medio en el penal de Santiaguito, en Almoloya de Juárez. “Vivimos un proceso legal retorcido y seguimos padeciendo esa represión, ahora en lo legal. El Estado nos encarceló de manera injusta. Utilizó terrorismo de Estado. Por eso exigimos justicia”. Hace tres años, Mariana acudió a San Salvador de Atenco para asistir a su padre, el médico Guillermo Selvas Pineda. La Policía cercó también a los que caminaban por la calle, como ella, y no hicieron distinciones. Con las manos en la nuca, Mariana fue golpeada, insultada y violada en uno de los camiones en los que los policías metían a las víctimas para abusar de ellas.
“Utilizaron la violencia sexual para destruir a las personas y a los colectivos”. La cárcel la ha convertido en una fuerte luchadora social. Creó, con otras dos compañeras, la Campaña contra la Tortura Sexual, para dar conferencias sobre el tema en muy diversos foros. “Llevamos tres años de lucha por la justicia. Los culpables continúan impunes. La investigación ha sido bloqueada por el [encontonces] Procurador General de la República, Eduardo Medina Mora, que era Secretario de Seguridad Pública Federal cuando sucedieron los hechos. Por eso sabemos que el Gobierno no se va a autoculpar. El caso no va a avanzar en México, seguirá lleno de mentiras con procesos amañados”.
Las víctimas de Atenco han exigido la renuncia de los responsables del uso excesivo de la fuerza pública y los abusos policíacos contra la población civil: Enrique Peña Nieto, [entonces] Gobernador del Estado de México, Eduardo Medina Mora, ex Procurador de la Nación, Wilfrido Robledo Madrid, ex Comisionado de la Agencia Estatal de Seguridad Pública y el ex Procurador del Estado de México, Abel Villicaña Estrada. El Estado ha aplicado toda su maquinaria para desalentar a las denunciantes.
De las 47 mujeres agredidas sexualmente, sólo 11 han decidido continuar con la investigación ante la Fiscalía Especial para los Delitos de Violencia contra las Mujeres y Trata de Personas (Fevimtra) dirigida por Guadalupe Morfin, que dimitió de su cargo para postularse a la presidencia de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos. La dependencia vinculada a la Procuraduría General de la República ha actuado como cortina de humo, entorpeciendo las investigaciones y revictimizando a las agredidas a través de duros peritajes que no son acordes al Protocolo de Estambul. “A tres años de los hechos, la Fiscal Morfin no ha emitido consignaciones, a pesar de existir elementos de prueba que confirman la tortura. No ha acreditado ni siquiera el cuerpo del delito”, comenta la abogada Jacqueline Sáenz, del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro, encargado de la defensa de las mujeres.
En el operativo a Atenco participaron 3 mil elementos de la Agencia de Seguridad del Estado de México, de la Policía Federal Preventina y policías municipales de Texcoco, pero sólo se ha permitido abrir averiguaciones a 20 policías por abuso de autoridad: “Ninguno pisó la cárcel. Los 20 se ampararon. Nadie fue consignado por tortura. En México esta no se considera un delito. La impunidad prevalece por las fallas estructurales de acceso a la justicia para los ciudadanos y, sobre todo, por una cuestión de género”. El patrón de conducta de los policías utilizado contra las mujeres fue el mismo: manoseo, pellizcos, penetración anal y vaginal con dedos y objetos. Al llegar al penal denunciaron los hechos, pero se les negó la atención de un ginecólogo: “Fue una estrategia para que no pudieran comprobar las agresiones sexuales”, explica Sáenz.
“Documentar lo que nos ocurrió fue un camino tortuoso”, comenta Bárbara Italia Méndez Moreno, “las autoridades jamás nos dieron la posibilidad de realizar peritajes imparciales. La primera etapa de pruebas fue bloqueada por las autoridades del penal y los médicos, que no quisieron acreditar la tortura. Hubo compañeras que estuvieron hasta dos años en el penal sin atención ginecológica; hasta que salieron de prisión no pudieron revisar sus secuelas”. Bárbara Italia era voluntaria de la Fundación Vida Nueva de México y el día de los acontecimientos había ido a Atenco a investigar el asesinato de un menor, abatido por la policía en otra incursión. “Acudimos tres compañeros, pero no pudimos verlo; tampoco a la familia, a la que queríamos brindarles asesoría psicológica y jurídica. Las autoridades retiraron el cuerpo. De pronto, nos encontramos dentro del cerco policíaco y nos fue imposible salir”. A Bárbara la violaron entre tres policías. Las secuelas de la tortura sexual aún las padece, en tal grado que dejó de trabajar en la Fundación. “Estoy aprendiendo a vivir con esto, a recuperar la persona que era antes de la represión. Es lo más difícil, muy complicado de explicar. Yo dejé de ser quien era. Toda mi vida se vio trastocada. Antes, tratar con el dolor humano no me generaba ningún problema, pero, de repente, al verme del lado de las víctimas no pude… Fui incapaz de volver a trabajar allí”.
En el caso de la artista plástica Norma Aidé Jiménez Osorio de 26 años, las secuelas físicas fueron determinantes para no seguir con su profesión. Esa noche tomaba fotografías de la agresión en Atenco. La torturaron sexualmente y le fracturaron tres dedos de la mano: “Me robaron todo mi equipo fotográfico. Lo primero que hicieron los policías fue ponerme el suéter en la cara. Nunca vi a mis agresores. Me sentaron en la parte trasera del autobús y, al menos tres policías, abusaron de mí”. Lo que aconteció en Atenco no fue un hecho aislado, ni acciones individuales, obedeció a una instrucción del mando superior que ordenó la tortura sistemática con carácter de género. Así lo afirma la alemana Felicitas Treue, directora del Colectivo contra la Tortura y la Impunidad. “Cuando se practica de manera tan abierta como en Atenco, públicamente, a la vista de todos, la tortura sexual es un castigo, un arma utilizada por el Estado. Querían que todos se dieran cuenta, para intimidarles. Usan a las mujeres para generar más miedo, pero no sólo a ellas, también en los hombres, tocando esa parte tan íntima que es la sexualidad. Con eso, el Estado dejó ver que no hay límites, que tiene todo el poder y que las mujeres son un botín de guerra”.
Treue aplicó el Protocolo de Estambul para documentar la tortura física y psicológica. Ha acompañado a las víctimas en su recuperación y, junto a su equipo, ha podido comprobar el grado en que aún están afectadas:”Tienen la autoestima dañada, sentimientos de culpa, de vergüenza, inseguridad… La sexualidad tiene mucho que ver con la identidad, y la tortura sexual busca dañar esa parte. Además, la herida no puede cicatrizar si no hay justicia”.
En eso coinciden todas. Ninguna espera nada del Estado mexicano. Por eso han emprendido una lucha igualmente tenaz en instancias internacionales como la Audiencia Nacional de España o la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Quieren seguir luchando. Mujeres como Edith Georgina Rosales Gutiérrez, de 53 años, asistente médica del Instituto Mexicano del Seguro Médico, separada con dos hijas, quien se muestra esperanzada en la justicia extranjera para, por fin, superar aquella noche aciaga del 3 de mayo que aún le produce pesadillas y depresiones. “Me taparon la cara para que no los viera. De entrada me dijeron: ‘¡Perra, te vamos a matar! Luego me bajaron el pantalón. Escuchaba cómo violaban a otras mujeres, que suplicaban: ‘por favor, ya, ya….’. Y algunos policías invitaban a otros: ‘Ven, esta vieja está bien buena’”. Edith no quiere olvidar, ni perdonar. Estuvo presa un año y seis meses, acusada de los delitos de ataques a las vías de comunicación y secuestro equiparado. Durante el enfrentamiento, hubo seis policías secuestrados y luego liberados. Los agentes declararon que los retuvieron un grupo de hombres, no de mujeres. Sin embargo, a las presas de Atenco les endosaron la misma responsabilidad. Edith, por ejemplo, cumplió condena por una imputación así de incongruente. “Mi mamá murió cuando yo estaba en la cárcel. Yo era y soy inocente. El Estado pretendía amedrentarnos y destruirnos, pero mi coraje se ha cristalizado en la lucha contra la impunidad. El Gobierno mexicano no va a dejar de ser juez y parte. Sólo nos queda buscar justicia fuera”.