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Óscar de la Borbolla

23/07/2018 - 12:00 am

El absurdo, otra cara

Hay trabajos absurdos -infinidad, supongo- pues son antes que nada una pasión y no todas las pasiones nos llevan a algo, pero nos llevan. Esto es lo propio de la pasión: que gastamos en ellas nuestra vida. Conste que no digo “perdemos”, sino “gastamos”, pues habría que preguntarles su opinión a los personajes citados.

Foto: Especial

Hay muchos ángulos para clasificar los trabajos; de hecho se pueden agrupar bajo distintos binomios: manuales-intelectuales; bien o mal remunerados; productivos-improductivos; creativos-mecánicos... la variedad de categorías es inmensa. Hoy quisiera pensarlos bajo una lente particular: el absurdo.

Todo trabajo es arduo por más que algunos concluyan cuando termina la jornada laboral y otros, en cambio, comprometan enteros el día y la noche y, de hecho, no acaben nunca. Entre los primeros está, por ejemplo, el despachar en una miscelánea y entre los segundos el de poeta, pues se es poeta hasta en los momentos más prosaicos o, si se prefiere, de por vida. También todo trabajo es útil en alguna medida y esto parecería contradecir mi hipótesis de que existen trabajos absurdos. No, en absoluto. Lo absurdo de algunos trabajos radica en otro asunto como veremos en seguida. En tercer lugar todo trabajo es entretenido, pues por más tedioso que resulte -y en ocasiones, precisamente por ello- nos distrae, nos ocupa, nos aparta de nosotros mismos.

Cuando me planteo el trabajo absurdo no estoy pensando en Sísifo como Camus, sino en tres ejemplos que me han perturbado hondamente, pues se trata de personas valiosas que dedicaron muchísimos años de sus vidas a un absurdo: el primer caso lo encontré leyendo El mundo de la arqueología de C. W. Ceram, donde se refiere a dos brillantes investigadores a quienes debemos el desciframiento de una escritura que había permanecido inexpugnable hasta ellos: la escritura que se conoce como Lineal B. Había miles de tablillas de barro con esas extrañas inscripciones y el deseo imposible de acceder al mundo que encerraban.

Imagínese de lo que careceríamos si los jeroglíficos egipcios permanecieran mudos todavía hoy. Con esa ambición, Michael Ventris -que había trabajado con Alan Turín en el desciframiento de los mensajes nazis- y el filólogo John Chadwick, profesor de lenguas clásicas en Cambridge, se pusieron a trabajar. Murió el primero; el segundo prosiguió solo y cuando, por fin, el Lineal B pudo leerse aparecieron frases como: “diez caballos”, "veinte costales de trigo","cinco vacas"... Los esfuerzos titánicos habían servido para abrir un mundo, pero ese mundo no contenía una cosmovisión, era tan sólo una listado, un inventario.

El segundo caso que me hundió en la desesperanza lo encontré en Números increíbles de Ian Stewart, uno de mis matemáticos favoritos, y se relaciona con esa afición que tienen -o tuvieron- los geómetras desde Euclides de encontrar polígonos, figuras geométricas, empleando únicamente la regla y el compás. El polígono más sencillo de obtener es el hexágono, pues basta con trazar un círculo con el compás y luego apoyar el compás en el perímetro de ese círculo y, ahí donde lo corta, volver a colocar el compás y así hasta descubrir que el círculo se ha cortado 6 veces. Luego se unen con la regla los 6 puntos marcados y aparece un hexágono inscrito en el círculo. Muchas figuras fueron consiguiéndose con este método y, como se comprenderá, mientras más caras tiene el polígono más complicado resulta. En el siglo XIX, un profesor de la Universidad de Lingen, el matemático J. Hermes, se propuso la titánica tarea de demostrar un polígono de 65 mil 537 lados, una figura tan facetada que es casi imposible distinguir de un círculo. Su trabajo inédito hoy está en la Universidad de Gotinga pero nadie se ha tomado la molestia de comprobarlo.

El último ejemplo lo encontré hace unos días leyendo Las matemáticas del cosmos del mismo Ian Stewart, y se trata de una de las víctimas de Newton o, más exactamente, de su cálculo diferencial, pues en ese entonces no había computadoras y enfrentar a mano problemas matemáticos “no lineales” era parecido al infierno. Charles-Eugène Delaunay trabajó más de 20 años en una fórmula para determinar el movimiento de la Luna y publicó dos volúmenes de 900 páginas cada uno con unos resultados que nadie podía comprobar sin tardarse el mismo tiempo. A Delaunay, pese a todo, no le fue tan mal, pues a finales del siglo XX su propuesta fue comprobada aplicando álgebra computacional y se le descubrieron dos pequeños errores.

Hay trabajos absurdos -infinidad, supongo- pues son antes que nada una pasión y no todas las pasiones nos llevan a algo, pero nos llevan. Esto es lo propio de la pasión: que gastamos en ellas nuestra vida. Conste que no digo “perdemos”, sino “gastamos”, pues habría que preguntarles su opinión a los personajes citados.

Óscar de la Borbolla
Escritor y filósofo, es originario de la Ciudad de México, aunque, como dijo el poeta Fargue: ha soñado tanto, ha soñado tanto que ya no es de aquí. Entre sus libros destacan: Las vocales malditas, Filosofía para inconformes, La libertad de ser distinto, El futuro no será de nadie, La rebeldía de pensar, Instrucciones para destruir la realidad, La vida de un muerto, Asalto al infierno, Nada es para tanto y Todo está permitido. Ha sido profesor de Ontología en la FES Acatlán por décadas y, eventualmente, se le puede ver en programas culturales de televisión en los que arma divertidas polémicas. Su frase emblemática es: "Los locos no somos lo morboso, solo somos lo no ortodoxo... Los locos somos otro cosmos."

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