Jorge Javier Romero Vadillo
23/03/2017 - 12:00 am
El Ejército ofendido
Las fuerzas armadas mexicanas no están acostumbradas a la crítica. Durante décadas, en los tiempos de la época clásica del régimen del PRI, fueron intocables en los medios de comunicación, como parte del pacto que garantizó su alejamiento relativo de la lucha por el poder político. A cambio de su sometimiento al poder civil, los […]
Las fuerzas armadas mexicanas no están acostumbradas a la crítica. Durante décadas, en los tiempos de la época clásica del régimen del PRI, fueron intocables en los medios de comunicación, como parte del pacto que garantizó su alejamiento relativo de la lucha por el poder político. A cambio de su sometimiento al poder civil, los altos mandos del Ejército consiguieron mantener importantes parcelas de control territorial de rentas, una representación corporativa en el Congreso, gobiernos estatales y la cerrazón frente a cualquier escrutinio social, no se diga ya judicial, de sus actividades.
En el discurso oficial, las fuerzas armadas eran objeto de reconocimiento y pleitesía en cada informe presidencial, donde era alabada su patriótica entrega; en el momento de la mención del Presidente, los jefes militares eran ovacionados con entusiasmo por los presentes en el recinto legislativo y estos se ponían de pie, con gesto marcial, para agradecer los aplausos. Más que una obligación, su aceptación de la subordinación al orden civil del régimen era vista como una concesión que cada año debía ser agradecida desde la tribuna en la que el ejecutivo simulaba rendir cuentas a la nación.
Así, no es extraño que los militares se muestren susceptibles ante las críticas que su actuación en tareas de seguridad pública. Su baja tolerancia es reflejo no solo de la falta de costumbre en eso de rendir cuentas, natural en las organizaciones militares de los regímenes autoritarios como fue el mexicano, sino de una sensación de vulnerabilidad producida por una alta exposición a la atención pública debido a su despliegue generalizado durante los últimos dos lustros. Los militares se sienten expuestos porque las autoridades civiles los han colocado en la primera línea de responsabilidad en actividades que no les corresponden constitucionalmente y para las que, según sus propios dichos, no se encuentran capacitados.
Así, el director general de Derechos Humanos de la Secretaría de la Defensa Nacional, General José Carlos Beltrán, ha salido en conferencia de prensa a descalificar los cuestionamientos clamando injurias y difamación. De manera genérica, ha desechado toda crítica como calumniosa si no se acompaña una acusación formal, como si los indicios sustentados estadísticamente con base en datos provenientes de información oficial no fueran suficientes para llamar la atención y desatar las alarmas respecto a la necesidad de revisar el despliegue militar como la principal estrategia de política pública de seguridad. Cuando se trata a todos los críticos como simples detractores se acaba por rehuir toda responsabilidad.
El General Beltrán ha pretendido cancelar toda controversia sobre el respeto de las fuerzas armadas a los derechos humanos en sus actuaciones de la malhadada guerra en la que Felipe Calderón los metió y Enrique Peña Nieto los ha mantenido con la lectura de su informe burocrático de actividades al frente de la dirección de derechos humanos de la Sedena. En su conferencia de prensa nos enteramos de la ingente cantidad de cursos y pláticas que sobre la materia han recibido soldados clases, oficiales y jefes; con ello nos quiere convencer de que el comportamiento militar es impoluto. La lectura de los manuales de uso de la fuerza se traduce, según su dicho, en el inmediato uso proporcionado de la fuerza. Cursos sí, controles democráticos de sus actos, eso sí que no.
El asunto no es cuántos cursos reciben los soldados, sino la necesidad de que si se va a seguir utilizando a las fuerzas armadas como principal garante de la seguridad pública –por más que se le disfrace con el confuso término de seguridad interior– deben existir mecanismos de supervisión operativa de sus acciones que no dependan de las fuerzas armadas mismas. De eso se habla cuando se pide que exista rendición de cuentas de las acciones del Ejército y la marina, pues se trata de servidores públicos del Estado mexicano, como cualesquiera otros. Si los soldados y marinos van a hacer tareas de seguridad pública, entonces deben ser sujetos a los controles propios de las policías en cualquier democracia constitucional que se respete. De ahí que sería mucho mejor, en lugar de estar tratando de impulsar leyes que regularicen la presencia militar en tareas de seguridad, como la que surgiría de aprobarse algo cercano a las iniciativas puestas sobre la mesa en materia de seguridad interior, que mejor se planteara un plan de retirada ordenada y escalonada de las fuerzas armadas a sus cuarteles, en la medida que se despliegan policías profesionales bien capacitadas y sujetas a controles legales estrictos y transparentes.
Las iniciativas de seguridad interior puestas a debate tienen signos ominosos. Por ejemplo, la presentada por la Diputada Tamayo y el Diputado Camacho, del PRI, casi con toda seguridad elaborada en la consejería jurídica de la Presidencia de la República, le otorga el mismo grado de reserva que la concedida a los temas de seguridad nacional a la información derivada de acciones de seguridad interior, con lo que se resguardaría del escrutinio civil a los actos de los militares. Esa no es la ruta que llevará a México a tener unos cuerpos de seguridad eficaces al tiempo que apegados en su actuación al orden jurídico y al respeto de las garantías procesales.
Como toda persona, los militares tienen derecho a la presunción de inocencia: no se trata de acusarlos genéricamente y sin pruebas de violadores sistemáticos de los derechos humanos. Sin embargo, como servidores públicos en una democracia constitucional, deben estar abiertos al escrutinio social y deben rendir cuentas de sus actos; más cuando están interviniendo en tareas expresamente reservadas en la Constitución a los cuerpos civiles. Así, no pueden exigir lealtad más allá de la razón, simplemente envueltas en la bandera del patriotismo que los coloque por encima de toda duda.
Que salgan los militares a descalificar a los críticos, como si de simples afrentas a su honor se tratara, es un signo ominoso que señala un retroceso respecto al avance histórico de su subordinación al poder civil alcanzada hace más de siete décadas. Más cuando lo que se intuye detrás de la salida pública es una intervención velada en el debate político electoral que comienza. Desde luego se muestra un poder civil debilitado y omiso, incapaz de cumplir con sus responsabilidades en materia de seguridad, pues a final de cuentas, las fuerzas armadas no han hecho otra cosa que seguir las órdenes de su jefe supremo, entrampado en la continuación de una estrategia de política pública evidentemente fallida y que empieza a pasarle la factura a todos los involucrados en ella.
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