¿Cómo es la vida en Chilangópolis? Juan Villoro y El vértigo horizontal

22/09/2018 - 12:03 am

“Voy a México”, dice alguien que está en México. Todo el mundo entiende que se dirige a la capital, que en su voracidad aspira a confundirse con el país entero. Extrañamente, ese lugar existe”.  Juan Villoro

Ciudad de México, 22 de septiembre (SinEmbargo).- Convencido de que quizá la Ciudad de México no sea la región más aconsejable para vivir, pero también de que es tan intrincada y apasionante que resulta imposible abandonarla, Juan Villoro propone este libro escrito desde la devoción del urbanita recalcitrante y maravillado que se despliega como un rompecabezas infinito: los atajos viales, el cine de luchadores, los héroes nacionales, el comercio tepiteño, la tramitología gubernamental, el enigma de las vulcanizadoras, las incontables multitudes, la ingesta de chile, los templos ancestrales. El autor también narra ciertos pasajes autobiográficos, como el último paseo con su abuela o el recuerdo de la colonia de casas abandonadas donde creció.

Con mirada atenta y pulso firme, Villoro se desdobla en periodista, transeúnte, comprador de plumas, adulto nostálgico, padre responsable, brigadista de emergencia, y nos ofrece un testimonio de las múltiples aventuras que la urbe depara a todos y cada uno de sus agremiados.

Ya sea desde la propia experiencia o a través de la escucha y la investigación de las realidades ajenas, Juan Villoro compone un gran fresco del caos entrañable y eterno que conforma la capital del país. El espacio en el que ya nada cabe, pero nada nunca sobra: Chilangópolis.

Las crónicas de El vértigo horizontal (Almadía) están escritas desde la propia experiencia del autor o través de realidades ajenas y están acompañadas de imágenes de fotógrafos como Yolanda Andrade, Sonia Madrigal, Marco Antonio Cruz, Dr. Alderete, Paolo Gasparini y Pablo López Luz, entre otros, que reflejan momentos como Semana Santa en Iztapalapa o el viacrucis de viajar en el Metro.

PERSONAJES DE LA CIUDAD: EL ENCARGADO

México ha producido una función social que me atrevo a postular como inexportable: el puesto de “encargado”. No se trata de un jefe, ni mucho menos de un especialista, sino de alguien que comparece detrás de un mostrador para representar la forma más vaga de la autoridad: complica la vida sin ser responsable de nada.

Un pequeño negocio capitalino suele ser un sitio donde tres empleados miran el suelo y dos comen pepitas. Aunque la sobrepoblación es una de nuestras especialidades, abundan las tiendas donde faltan clientes y sobran trabajadores. No importa que todos porten gafete o uniforme: sólo uno es el encargado. Si le preguntas al más cercano por una mercancía, señala con la mirada (rara vez con el índice) a un hombre de traje color vientre de pez y pronuncia la sentencia fatal:

–Hable con el encargado.

Cuando te acercas a la figura que maneja los hilos secretos del lugar, refrenda su autoridad con ofensiva cortesía:
–De ese lado lo atiendo –dice para que sepas que te has entrometido de este lado.

Ante el jerarca de la tienda comienza una ficción comercial en la que se considera profesional que haya obstáculos.

Estás ante una criatura que no manda ni obedece, pero tiene autoridad; representa un límite que no se supera así nomás. Los vertiginosos altibajos de la sociedad de mercado encuentran un ancla en ese hombre. ¿Tendrá lo que buscas? Esta pregunta es precipitada. Antes de entrar en el complejo mundo del abasto, el precio de los productos y el raro fetichismo que provocan, existe el protocolo. La economía mexicana puede ser calificada de muchas maneras, pero el encargado revela que tiene un orden. Sólo él puede decirte que no hay nada y, si hay algo, sólo él puede pedirle a otro que te atienda.

Nada de esto es rápido. La gestión carecería de importancia si no fuera difícil. Estás ante alguien que cree en la superioridad de los ruidos sobre las personas. Todo trámite se interrumpe si suena el teléfono. El encargado sólo regresa a tu rostro urgido después de decirle tres veces lo mismo a una persona que parece tomar dictado con cincel al otro lado de la línea. La situación es común y hartante, pero en la balanza del mundo no hay modo de compensar estos agravios.

O te aguantas o te aguantas.

En una ocasión entré a una megapapelería en busca de una pluma fuente. Cuando hice mi pedido, una mujer contestó:

–Ahorita viene la encargada –a pesar de su chaleco azul reglamentario, ella no podía atender el caso.

Veinte minutos después llegó una mujer autorizada a responder:

–No vendemos plumas.

Hay gente que nace con la temeridad de desactivar bombas y gente que nace para disolver situaciones sociales. No tengo la menor duda de que los atributos del encargado son innatos. Resulta imposible aprender ese sentido de la indiferencia y esa capacidad de responsabilizar al cliente de cualquier falla en la transacción.

Una frase emblemática de esta persona destinada a frenar el destino para cargarlo de trascendencia es: –Me lo hubiera dicho antes.

Toda complicación es culpa de quien solicita algo.

El encargado vive en estado de pureza de alma. En su código personal, reconocer un error es peor que cometerlo; por lo tanto, no se entera de sus carencias. Una de ellas es la tecnología y por eso la usa lo más que puede. Si maneja una fotocopiadora, lo hace como si ahogara a un niño en una tina; si se sienta ante una computadora, sólo se levanta después del tiempo suficiente para reconfigurar el sistema operativo. Ajeno a toda presión, actúa con el aplomo de un dios mineral. Luego entrega el artículo que no pediste o la factura sin IVA desglosado (el mantra regresa: “Me lo hubiera dicho antes”).

Para esas alturas, lo único decisivo es salir de la tienda; aceptas el trámite deficiente con tal de no prolongarlo.

El encargado es una potestad última, un emperador chino en su Ciudad Prohibida. Con esto no quiero decir que las tiendas carezcan de dueños o gerentes superiores. Esas personas existen sin que las veamos. Nuestro contacto esencial sucede con el singular personaje que se equivoca de forma tan complicada y con tal desinterés que inhibe cualquier protesta. Quejarse del trámite implicaría reproducirlo y es lo que menos queremos.

Contrafigura del pícaro, el encargado no roba ni se queja de su sueldo: “Ellos hacen como que me pagan y yo hago como que trabajo”, tal es su divisa.

¿Cómo se relaciona con los otros dependientes? Entras a un lugar de frutas y jugos tropicales y le pides uno de betabel con apio a un hombre cuyo sombrerito triangular parece habilitarlo para la tarea. Te equivocaste: no es el encargado. El hombre frunce los labios en dirección a otro que lee las páginas en sepia y blanco del periódico
deportivo Esto, recargado en una sandía. Experimentas entonces la atávica tradición mexicana de lo que ahora llamamos forwardear: repites la solicitud y él se la repite al del gorrito, con el que ya habías hablado. En ese momento, la frase es oficial. Un hombre comienza a exprimir las verduras porque el encargado se lo pidió. Si recibes un jugo de sábila en vez del de apio con betabel, o transcurre media hora sin que recibas nada, el encargado no se inmuta. La protesta puede llevar a desenlaces como éste: los ojos tutelares pierden la apatía con que seguían goles en el Esto y te miran con una conmiseración superior al desprecio. Luego viene lo peor: el encargado dobla su periódico.

Ha asumido la gestión. Acto seguido, advierte que el betabel es algo que puede atascarse en la exprimidora. Llama a otro empleado.

A continuación, ves que tu jugo es preparado con desarmador, abriendo el aparato. Cuelan el jugo para sacarle los tornillos, eso sí, con cuidado de no meter los dedos embarrados de aceite. A todo esto, el encargado no dice una palabra; mira el mundo como se mira la nada, con los ojos a media asta.

En el modo mexicano de producción, el encargado funge de mustio intercesor; logra que todo funcione a medias e invalida cualquier crítica. Los minutos que pasas a su lado revelan que no tocarás su alma y sólo recuperarás la tuya al salir de ahí.

Incompetente hasta el proselitismo, te convence de que sólo hay algo peor que los problemas: tratar de resolverlos.

Juan Villoro. Foto: cuartoscuro

El escritor y periodista mexicano fue director del suplemento La Jornada Semanal (1995-1998), actualmente es articulista en el periódico Reforma. Ha impartido talleres de creación y cursos en el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) y la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Es autor de más de una veintena de novelas, cuentos y ensayos, entre ellos El disparo de argón, 1991; Los once de la tribu, 1995;Safari accidental (2005), Los culpables, 2007; Palmeras de la brisa rápida, 2009; Llamadas de Ámsterdam, 2010; 8.8: Miedo en el espejo, 2010; Apocalipsis (todo incluido), 2014; Conferencia sobre la lluvia, 2014; Balón dividido, 2014; ¿Hay vida en la tierra?, 2014, Funerales preventivos, 2015, y La utilidad del deseo, 2017.

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