Jorge Javier Romero Vadillo
22/06/2017 - 12:04 am
Color de piel, riqueza y poder
La estratificación social mexicana ha estado tradicionalmente vinculada al color de la piel: entre menos moreno, más alto el nivel socioeconómico. Los indios en la base de la pirámide.
Que México es un país racista debería ser una verdad de Perogrullo. La ideología oficial de la época clásica del PRI, empero, se encargó de encubrir esa realidad palmaria bajo un manto de supuesta integración mestiza, y acabó por convertir en casi un tabú el hablar del racismo nacional. Los libros de texto gratuitos originales, en la década de 1960, pintaban a unos mexicanos casi homogéneos, con excepción de las representaciones de los campesinos, de rasgos más indios. La versión oficial, influida por la idea de raza cósmica vasconceliana, ha sido que el país es mestizo de indígena y español, orgulloso de su pasado prehispánico e integrador. No existía en ese crisol racial ideal lugar para la herencia negra africana, mientras que el evidente sesgo de riqueza a favor de los blancos era soslayado.
Sin embargo, aquella visión idealizada de una sociedad homogénea urbana mestiza, con indios en el campo y sin oligarquía blanca, no resistía el menor atisbo de los observadores externos o el análisis acucioso sin sesgo ideológico. Ramón J. Sender, el escritor español exiliado en México después de su guerra civil, describió la estratificación económica y social de su país de adopción a partir del calzado de cada grupo al principio de su extraordinaria novela El epitalamio del Prieto Trinidad. Desde los pies descalzos de los campesinos indios, a los huaraches de los de los comerciantes del mercado, a las botas de los militares devenidos en políticos y los zapatos elegantes de los blancos ricos.
La estratificación social mexicana ha estado tradicionalmente vinculada al color de la piel: entre menos moreno, más alto el nivel socioeconómico. Los indios en la base de la pirámide; después todas las mezclas entre indios y negros, con alguna presencia asiática, más arriba los mestizos con ascendencia europea y en la cúspide de la riqueza los blancos. Heredera del sistema de castas del virreinato, la jerarquización relacionada al color de la piel sobrevivió a las guerras de independencia, con su movilización social igualadora, al triunfo liberal, pretendidamente antirracista y a la revolución plebeya del siglo XX. Si bien la guerra, primero, y la política, después, han servido en México como mecanismos de movilidad social, la persistencia de la segmentación de la riqueza y el estatus social de acuerdo al color de la piel ha sido pertinaz.
El color de piel determina las oportunidades en este país, como se constata cuando se ve las ventajas que tuvieron para hacer riqueza los inmigrantes centroeuropeos, muchos de ellos judíos, o los libaneses llegados a principio del siglo pasado, rápidamente absorbidos por las elites de origen español con la misma facilidad con la que se integraron a los estratos sociales superiores los llegados de España en el siglo XX, ya fuera por motivos económicos o políticos.
La publicación del Módulo de Movilidad Social Intergeneracional (MMSI) de la Encuesta Nacional de Hogares 2016 realizada por INEGI, permite establecer correlaciones evidentes, como lo mostró Julio Santaella, entre la percepción personal de los encuestados respecto a su color de piel y sus ocupaciones. No faltó el comentarista estulto que calificó como racista la exposición de esa información, o quien consideró que no se debió haber preguntado sobre el color de piel que cada uno considera que tiene, como si no fuera sociológicamente relevante el hecho en las perspectivas laborales y sociales de los mexicanos.
Cualquier recorrido por los diferentes barrios de la Ciudad de México hace evidente la segmentación social con base en el origen: en las zonas de mayor ingreso, los habitantes son blancos, mientras los proveedores de servicios son mestizos y los trabajadores del hogar son de ascendencia indígena, y mientras más a la periferia pobre se mueve uno, más rasgos de la población originaria de América se encuentran. El campo del país es indio, sobre todos hacia el sur, donde mayor marginación social se halla, mientras que el norte próspero es mestizo y blanco.
Una segregación racial no declarada se reproduce en todos los ámbitos sociales. Las escuelas, los hospitales, los restaurantes, están segregados, aunque se calle. La movilidad es reducida y la política es casi la única vía de ascenso social para los mestizos y, en mucho menor medida, los indios. Los partidos también están segregados. El PAN es tendencialmente más blanco, el PRI mestizo en sus cuadros, indígena en sus clientelas. El PRD y Morena son más morenos que el PRI, con algunos cuadros dirigentes provenientes de la intelectualidad blanca. No puede ser más evidente la correlación entre color de piel y la riqueza o la pobreza de la población y en sus niveles educativos.
Un país fragmentado que, además, prácticamente no tiene conciencia de su raíz africana. Durante el virreinato llegaron a la Nueva España más esclavos africanos, inmigrantes forzados, que europeos. La herencia genética negra es, así, más grande que la blanca. Sin embargo, en el imaginario colectivo, el mapa mental compartido por la sociedad mexicana, se desdeña ese legado biológico y cultural, por más que sus trazas se hallen a primera vista o a primera escucha en los ritmos también mezclados de la música popular.
La homogeneidad mestiza imaginaria de la ideología oficial del nacionalismo revolucionario no coincide con otra imagen idealizada todavía más chocante, la del México blanco cuasi argentino que presentan las telenovelas, forma exacerbada de la idealización de la época de oro del cine mexicano, donde los indios son decorado folclórico y costumbrista, trasfondo de la sociedad mestiza pero más bien blanquita, que se pretende general.
El racismo mexicano es memético, para usar el término de sociología pop acuñado por Richard Dawkins. Se trata de una muestra evidente de la persistencia de la trayectoria institucional informal heredada. No han bastado las declaraciones formales, desde la del Plan de Iguala, para desaparecerlo. Ni el voto universal, decretado para los varones desde la constitución de 1857, ni la revolución plebeya ni la irrupción de la pluralidad lo han logrado revertir de fondo. Es, en buena medida, la muestra más evidente del fracaso en la construcción de una comunidad política de ciudadanos iguales pretendida desde la independencia. Es, también, la constatación gráfica de la brutal desigualdad que lacera a esta sociedad.
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