La impunidad se ha impuesto en estos casi 10 años de la guerra contra las drogas lanzada por el entonces Presidente Felipe Calderón, en diciembre de 2006. En síntesis, el Gobierno federal no tiene las cifras exactas del saldo de esta década sangrienta de masacres, fosas clandestinas y programas fallidos.
Ciudad de México, 22 de febrero (SinEmbargo).– En los últimos más de nueve años, a partir de que el Gobierno del ex Presidente panista Felipe Calderón Hinojosa se propuso “enfrentar con efectividad al narcotráfico y la delincuencia organizada”, el asesinato en México se convirtió en un delito más que cotidiano. Las cifras del Gobierno contabilizan más de 155 mil asesinatos dolosos cometidos desde enero de 2007, mes en el que el entonces nuevo Presidente vistió un uniforme militar para rendir tributo al Ejército Mexicano en el que delegaría gran parte del despliegue territorial.
La vida se perdió a balazos de manera tan frecuente que hubo periodos, como 2011, en los que el promedio fue de, al menos, 62 homicidios diarios en todo el territorio nacional, o de más de dos personas asesinadas cada hora.
En Ciudad Juárez, donde entre 2008 y 2011 se realizó uno de los mayores despliegues del Ejército y de la Policía Federal, el homicidio se convirtió en ese mismo periodo en la primera causa de muerte, haciendo blanco sobre todo entre hombres menores de 35 y 25 años, la mayoría en las colonias más pobres. La violencia en esa frontera causó más muertes que la hipertensión, la cirrosis y la diabetes juntas, y desplazó a esta última enfermedad, históricamente principal causa de decesos. A nivel nacional, lo mismo ocurrió con la población de entre 15 y 44 años, que en plena edad productiva empezó a caer víctima de los balazos en mayor proporción que de cualquier otro daño.
El asesinato llegó a ser tan frecuente en los años de la llamada guerra del narcotráfico que, de acuerdo con diversas mediciones, por primera vez en un siglo la expectativa de vida de la población mexicana se redujo para los hombres, al bajar, de acuerdo con investigadores de la Universidad de California en Los Angeles, de 72.5 a menos de 72 años.
Esta recurrencia y el aumento en la violencia fueron justificados desde el Gobierno federal anterior con el argumento de que eran resultado de la “confrontación entre bandas criminales”, como sostuvo en 2011 Alejandro Poiré, entonces secretario técnico del Consejo de Seguridad Nacional.
El Gobierno federal, sin embargo, ni en el sexenio anterior ni en el presente ha conocido la cantidad de asesinatos que han sido consignados o que han entrado en un procedimiento penal que haya identificado a algún probable responsable y los móviles. Y, pese a que el Gobierno calderonista consideró los homicidios que reportaban las procuradurías estatales como producto de “presunta rivalidad delincuencial”, una respuesta del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública a este medio indica que “dentro del Centro Nacional de Información no obran datos respecto al número de carpetas de investigación o averiguaciones previas consignadas sobre algún delito al Poder Judicial de ningún periodo”.
ES LA IMPUNIDAD
La impunidad, de acuerdo con diversos cálculos, cubre lo que ocurrió a la mayor parte de las víctimas y a sus victimarios. Tan sólo en 2015, de acuerdo con el Índice Global de Impunidad México 2016 –que comparó el número de encarcelados por homicidios entre homicidios en averiguaciones previas–, este indicador a nivel nacional podría ser de al menos un 72.5 por ciento. Cifra, dice Gerardo Rodríguez Sánchez Lara, uno de los autores del estudio, que podría ser aún mayor considerando las deficiencias del sistema penal para encontrar pruebas y acusar a las personas correctas.
Y en esa atmósfera de impunidad, dice en entrevista, es difícil establecer quiénes fueron los autores de los homicidios cometidos en la mayor parte de la última década en México. Por lo que la afirmación de que fue una guerra “contra el narcotráfico” o “entre” narcotraficantes, considera, no se sostiene aún; o no al menos en expedientes judiciales.
“El problema es que, debido a que hay problemas estructurales muy serios en las áreas de investigación de las procuradurías de justicia, no podemos afirmar quién fue el culpable o cuáles fueron las causas en la gran mayoría de los asesinatos cometidos en este país en los últimos ocho o nueve años”, dice.
“Las agencias ministeriales aún tienen muy pocas capacidades de investigación de los casos que les llegaron por montón; y, en ese sentido, los estados vivieron la guerra en los últimos nueve años, y sus estructuras de investigación, judiciales y penitenciarias siguieron intactas y no crecieron con respecto a la magnitud de la violencia”, agrega.
La misma impunidad cubre lo ocurrido a más de 27 mil personas víctimas del delito de desaparición, miles con características de desaparición forzada, como en el caso de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa, que continúa sin investigaciones confiables pese a la intensa presión nacional e internacional.
También como en este caso, y pese a la narrativa oficial que atribuye los hechos violentos a “grupos” criminales o del narcotráfico, detrás de diferentes asesinatos y desapariciones se encuentran, de acuerdo con denuncias de organizaciones, elementos del Ejército, la Marina, la Policía Federal y otras instituciones del Estado Mexicano. Así ocurrió, por ejemplo, en marzo de 2010, en Monterrey, Nuevo León, cuando dos estudiantes del Instituto de Estudios Superiores –el Tec– de esa ciudad fueron asesinados a tiros por soldados que los habían identificado inicialmente como integrantes del crimen organizado. O en 2014, en Tlatlaya, Estado de México, donde el Ejército reportó un enfrentamiento y, de acuerdo con diversos indicios, se trató de al menos 12 ejecuciones extrajudiciales.
Pocas de las miles de detenciones realizadas durante el sexenio pasado, además, resultaron ser contra integrantes de la delincuencia organizada. Desde el V Informe de Gobierno de Calderón, la entonces Secretaría de Seguridad Pública reportó que la Policía Federal había aprehendido a 75 mil 276 ciudadanos, pero que sólo contra dos mil 554 había elementos para considerarlos presuntos integrantes de algún grupo del crimen organizado. Es decir, en apenas un 3.3 por ciento.
Las violaciones a los derechos humanos se expandieron a tal grado que organizaciones como la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos calculan que, entre 2006 y 2014, se generaron más de ocho mil denuncias por tortura y otras cuatro mil por tratos crueles e inhumanos ante las diferentes instancias estatales y federales; es decir, un promedio de dos mil por año, o más de cinco casos diarios. Cuatro mil de ellos, agregó José Antonio Guevara, integrante de dicha organización, atribuibles a elementos de la Secretaría de la Defensa Nacional.
La justicia en todo lo que ocurrió en el México de la “guerra contra el narcotráfico”, resume la religiosa Consuelo Morales, directora de la organización Ciudadanos en Apoyo a los Derechos Humanos (Cadhac), sigue pendiente. “Tenemos un factor, que es la impunidad, y que mientras siga habiendo el mensaje que manda es que se puede seguir asesinado”, dice. “Mientras no haya sanciones, no podremos avanzar; y tenemos casos como los jóvenes del Tec, las ejecuciones extrajudiciales…. Es una verdadera crisis humanitaria”, agrega.
“RECUPERACIÓN DE ESPACIOS”
El 11 de diciembre de 2006, a diez días de haber asumido la Presidencia, el Gobierno de Felipe Calderón, que basó su campaña electoral ofreciendo convertirse en el “Presidente del empleo”, anunció que una de sus prioridades era fortalecer la seguridad de los mexicanos y, como anunció entonces el Secretario de Gobernación, Francisco Ramírez Acuña, traer “la recuperación de los espacios públicos que la delincuencia organizada ha arrebatado”.
Recuperación, dijo, “que acabará con la impunidad de los delincuentes que ponen en riesgo la salud de nuestros hijos y la tranquilidad de nuestras comunidades”.
En esa convicción, agregó el funcionario al iniciar la Operación Conjunta Michoacán, “y de acuerdo con la orden emitida por el Presidente de la República, desde el primer día de su Gobierno hemos privilegiado la planeación y ejecución conjunta del Gabinete de Seguridad en el establecimiento de las acciones estratégicas para enfrentar con efectividad al narcotráfico y la delincuencia organizada”.
Fue así como, ese día, dio inicio la Operación Conjunta Michoacán, con el despliegue de más de cinco mil efectivos; entre ellos cuatro mil elementos del Ejército Mexicano, pero también marinos y policías federales.
“Se desarrollarán actividades de erradicación de plantíos ilícitos, establecimiento de puestos de control para acotar el tráfico de enervantes en carreteras y caminos secundarios, ejecución de cateos y de órdenes de aprehensión, así como ubicación y desmantelamiento de puntos de venta de drogas”, anunció Ramírez Acuña.
A este operativo le siguieron despliegues armados similares en regiones de Baja California; Guerrero, Nuevo León, Tamaulipas, Chihuahua, Sinaloa y Durango. Y, a partir de 2008, el despliegue contó con 2.3 mil millones de dólares asignados por el Gobierno norteamericano.
En todos estos estados, de acuerdo con los datos del Secretariado Ejecutivo, se registraron aumentos en la incidencia de homicidios dolosos, algunos en proporciones extraordinarias. Nuevo León, por ejemplo, que todavía en 2007 registraba 283 homicidios, en 2011 alcanzó los dos mil asesinatos; lo mismo ocurrió en Tamaulipas, donde las cifras de 346 asesinatos de 2006 rebasaron las mil en 2012.
Ninguna de esas entidades, además, ha visto disminuir sus indicadores de violencia a los niveles que tenía antes de que iniciaran los despliegues federales armados, u “operaciones conjuntas”. Y, en todo el territorio nacional, de acuerdo con los datos del Secretariado, la violencia aumentó un 84 por ciento, o casi al doble: la cifra de once mil 806 homicidios dolosos registrados en todo el país en 2006 se convirtió en 21 mil 736 en 2012.
Al iniciar su Gobierno, el Presidente priista Enrique Peña Nieto hizo énfasis en que su política en materia de seguridad era “nueva” y, sugiriendo una diferencia con la estrategia calderonista de “combate frontal” al crimen organizado, detalló que se basaría en la “planeación” y la “prevención”, entre otras líneas.
“El mandato ciudadano es muy claro: Los mexicanos quieren un México en paz”, dijo Peña Nieto en su primer encuentro con el Consejo Nacional de Seguridad Pública, el 17 de diciembre de 2012. “Nuestros objetivos prioritarios son reducir la violencia y recuperar la paz y la tranquilidad de las familias mexicanas. En particular, disminuir los indicadores relacionados con homicidios, secuestros y extorsiones”, agregó.
Esta intención, sin embargo, se mantuvo sólo por dos años. De acuerdo con los datos del Secretariado, la disminución registrada en 2013 [a 18 mil 332 casos] y en 2014 [a 15 mil 653] se revirtió el pasado 2015, al cerrar con 17 mil 13 crímenes contra la vida.
En total, según el Secretariado, 50 mil 998 casos entre enero de 2013 y 2015; más de 11 mil 400 que los registrados en el mismo periodo de Felipe Calderón [39 mil 526].
Esta persistencia en los hechos violentos, de acuerdo con diferentes diagnósticos, así como la continuidad del negocio del narcotráfico, muestran las limitaciones de la actual política federal de sólo arrestar a presuntos jefes de las organizaciones dedicadas a la producción, almacenamiento y transportación nacional e internacional de drogas ilegales, o de “descabezamiento”, que en ningún caso ha atacado las redes políticas y de lavado de dinero que las sostienen.
LA DÉCADA SANGRIENTA
El principal ejemplo de casi todo lo que los expertos identifican como equivocado en la presunta guerra mexicana al narcotráfico es el caso de Joaquín Guzmán Loera, “El Chapo”, a quien se le atribuye encabezar el cartel del narcotráfico más importante del mundo pero que, ante el Poder Judicial mexicano, no enfrenta cargos por lavado de dinero ni aun por homicidio.
“Las estructuras del crimen organizado persisten, las redes de complicidad no se han atacado; cada vez que hablan de la captura de un capo esto no viene acompañado de un desmantelamiento de estas organizaciones, de las redes de complicidad con las clases políticas, empresariales; eso no se investiga”, dice Erubiel Tirado, coordinador del programa académico de Seguridad Nacional en la Universidad Iberoamericana.
Así, y pese a los “descabezamientos” y la década más sangrienta de México en los últimos años, las identificadas como organizaciones criminales trasnacionales mexicanas continúan dominando el negocio de las drogas ilícitas en Estados Unidos y, según un reporte presentado en octubre pasado por la Agencia Antidrogas de ese país, “continuarán sirviendo, principalmente como proveedoras de drogas al por mayor”. Sobre todo, el Cartel de Sinaloa, que el Gobierno norteamericano identifica como “el proveedor más activo” de todos y en control de Ciudad Juárez, el sur de Chihuahua, Durango, el sur de Sinaloa, Sonora y las dos Baja California, entre otras regiones.
“Aprovecha sus recursos expansivos y su dominio en México para facilitar el contrabando y la transportación de drogas a través de los Estados Unidos”, señala el documento titulado Evaluación de la Amenaza de las Drogas.
“CUESTIONAR EL PROHIBICIONISMO”
El costo en vidas humanas de los casi 10 años de “combate frontal” al crimen organizado y la persistencia de los grupos del crimen organizado ha motivado diferentes críticas a la estrategia prohibicionista. Una de ellas, expuesta por la investigadora Laura Atuesta Becerra, del Programa de Política de Drogas del Centro de Investigación y Docencia Económica (CIDE), por el desequilibrio en el enfoque que priorizó la “prohibición” por encima de la prevención y atención a las adicciones, así como por el aumento en el problema de impunidad, entre otras fallas.
“No hay una política de drogas integral. Existen programas con poca cohesión y con una inclinación clara a privilegiar la represión. Esos programas no están diseñados de forma que puedan ser evaluados, ya que en su mayoría o no contemplan indicadores de éxito o los indicadores miden en realidad acciones, no resultados”, cuestionó Atuesta en “La política de drogas en México 2006-2012: Análisis y resultados de una política prohibicionista”, publicado en diciembre de 2014.
Otra crítica de la investigadora fue el incremento presupuestal para los cuerpos “represivos” del Estado que se ha ejercido de manera poco transparente y casi “imposible” de monitorear, así como un colapso el sistema de procuración de justicia que aumentó la impunidad.
“Dado el aumento de averiguaciones previas después de declarada la ‘guerra contra el crimen organizado’, y la poca proporción de éstas que terminaban ante un juez, la política de drogas tuvo un efecto contraproducente en la capacidad de investigación, saturando el sistema judicial. Esta ineficacia en la procuración de justicia incrementó la impunidad”, dice la autora.
Otra investigación académica que cuestiona el “combate frontal” es “Gobernar con el Miedo. Lucha al narco en México 2006-2012”, del académico del Instituto Nacional de Ciencias Penales (Inacipe), Martín Gabriel Barrón Cruz, para quien Calderón recurrió al discurso de “lucha” contra el crimen organizado con el fin de lograr la legitimación que, considera, no obtuvo en las elecciones. La estrategia, dice Barrón en su investigación, “se sirvió de la generación del miedo en la sociedad mediante una política de enfrentamiento vertical a ciertos grupos de la delincuencia organizada”.
En ese contexto, agrega, las Fuerzas Armadas se convirtieron “en el actor principal de la ‘lucha’ contra el narcotráfico, desplazando a las fuerzas policiales”, decisión que terminó instaurando una “visión militarista de la seguridad pública” que, entre otras consecuencias, considera como “amenaza” cualquier crítica al Estado.
En un contexto geopolítico, Barrón y Atuesta identifican la determinación del Gobierno de Estados Unidos de mantener una guerra contra el narcotráfico que, desde hace 50 años, mantienen despliegues armados en Sudamérica y, ahora, en México.
Pero los resultados, mencionan los entrevistados, es que el consumo no se ha eliminado, los grupos criminales persisten y la violencia en México se ha elevado a extremos que obligan a cuestionar si la prohibición es la política correcta.
“El mercado de las drogas produce ganancias exorbitantes, y seguirá existiendo en la medida que exista la demanda”, explica Atuesta en entrevista.
“Entonces, por más que descabecen los cárteles, por más que detengan a los capos, otras personas estarán involucradas, porque produce demasiadas ganancias (…) Esto debe hacernos cuestionar si el prohibicionismo es la política que realmente debemos estar implementando”, plantea.
Las consecuencias de tal derramamiento de sangre y tan impune, agrega Consuelo Morales, son de dimensiones de una “tragedia y una verdadera crisis de derechos humanos, de legalidad, económica, de Estado de Derecho”.
Y, como representante de la sociedad civil en Ciudad Juárez, la activista de Nuevo León advierte que las secuelas no sólo son las incertidumbres familiares, sociales y económicas en las que viven actualmente decenas de miles de niñas y niños que quedaron huérfanos por los más de cien mil asesinatos, sino que afectan a todo el país que, en lugar de oportunidades, está creando “infiernos” para sus jóvenes.
Por eso, agrega Morales, se requiere de todos los recursos y mecanismos con los que cuentan las instituciones del Estado y la sociedad civil para lograr contrapesos ante las profundas consecuencias del despliegue de violencia e impunidad y se trate de recuperar la paz.
De lo contrario, advirtió, el costo no es sólo el dolor del presente, sino el riesgo de lo venidero. “Si a un chiquito de tres años, la delincuencia se lleva a su papá, y no reaccionamos positivamente, sociedad civil y autoridades, ese chiquito, en diez o quince años, ¿qué tendrá en su corazón, si le robamos su paz, su seguridad, que era su padre, y no le damos nada? El mensaje es que el mundo es un infierno”, cuestiona.