Óscar de la Borbolla
21/05/2018 - 12:05 am
El costo de la longevidad
Como la muerte es una costumbre inesperada no se puede decir que sea propia de la vejez, sin embargo sentimos que es más "normal" que arrase en esa época y cuando ocurre de manera temprana nos sorprende más. Morir es tan común y tan corriente que no debiera siquiera sorprendernos, pero ocurre así. Y es […]
Como la muerte es una costumbre inesperada no se puede decir que sea propia de la vejez, sin embargo sentimos que es más "normal" que arrase en esa época y cuando ocurre de manera temprana nos sorprende más. Morir es tan común y tan corriente que no debiera siquiera sorprendernos, pero ocurre así. Y es que en torno de la muerte se producen múltiples paradojas: es "la presencia ausente", como dijo Lansberg y, para completar su visión dialéctico-macabra, propuso a propósito del muerto una definición literalmente lapidaria: "el muero es el ausente presente".
Pero aunque todos puedan morir, la verdad es qué hay más jóvenes que viejos en el mundo y, por ello, no es desatinada la suposición del sentido común que ubica la mayor ocurrencia de la muerte entre aquellos para quienes la vida, toda la vida, ha quedado atrás o, en otras palabras, los viejos son quienes más mueren. Sin esto es así, es necesario, entonces, que el costo de la longevidad sea llegar completamente solo a la cúspide de la pirámide de la edad. "Solo" no significa que no se pueda estar rodeado de descendientes o de amigos o de personas que lo asistan a uno, sino que se está privado de contemporáneos: de aquellos con quienes se compartieron experiencias y mundo. El más viejo es, por lógica, el último o el único ejemplar superviviente de un mundo del cual el más viejo es todo cuanto queda.
El costo de persistir aquí es obviamente la soledad; pero ¿de qué soledad hablo si cabe la hipótesis de estar acompañado de muchísimas personas? Pues me refiero a la soledad que va dejando precisamente el trabajo de la muerte; que para ser el último o el más viejo es necesario que todos aquellos que fueron contemporáneos de uno se hayan ido; hablo de una soledad específica: la del hueco que se vuelve abismo cuando ya solo falta uno por caer.
Y es que la vida es un conjunto de referentes que uno tiene en común con los demás, y cuando esos "demás" pasan a la historia, el mundo de uno queda en el pasado y no se es otra cosa más que un extraño, un extranjero en el presente: el anciano incómodo que los demás sienten como el intruso que no es de aquí. Y entonces las paradojas se encarnan, pues el viejo, al contener los huecos de sus muchos muertos, es literalmente una presencia ausente, y también, un ausente presente porque, aunque esté físicamente ahí, lo que el viejo porta es un enorme vacío, el hueco de todo un mundo que ya no es más que ese abismo en él.
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