MELCHOR MÚZQUIZ, Coahuila.- Son las seis de la mañana y como cada día, Rosalío Ayala Torres se prepara para bajar en un tambo de acero tirado por el viejo motor de coche. Desde hace 12 años trabaja en los pocitos clandestinos de carbón. El malacatero da el grito de alerta: “¡bajando!”. La luz del incipiente amanecer va desapareciendo hasta llegar a los 100 metros de profundidad y quedar en completa oscuridad. Está acostumbrado, es tumbador, enciende la lámpara de su casco, toma su pistola y empieza a picar carbón. De pronto, el desprendimiento de una piedra gigante lo arroja al suelo: su pie ha quedado prensado.
“No sentí nada. Cuando me vi el pie, lo levanté y me colgaba el hueso. Me rompió todo. Estaba cercenado, me rompió la tibia y el peroné, las venas... Fue quebrada expuesta”, dice Rosalío, quien está sentado en el sillón de su casa, con las vendas cubriendo el muñón.
Su vida ha dado un vuelco, ahora es uno de los cientos de mutilados y discapacitados de los pocitos de carbón y las minas, abandonados por las multimillonarias empresas que los explotan sin darles garantías de seguridad, ni los requerimientos de la Ley del Trabajo, bajo la complicidad del gobierno priista de Rubén Moreira Valdez y su empresa PRODEMI, además de que son ignorados por el Estado y la Secretaría del Trabajo.
Rosalío era defensa, le encantaba jugar fútbol, un deporte que ahora dice, sólo podrá ver. A pesar de lo sucedido, se siente afortunado porque sobrevivió. Más de 150 mineros han muerto en los últimos años en los pocitos clandestinos de carbón, donde trabajan alrededor de 30 mil hombres y niños en condiciones infrahumanas, y en las inseguras minas, que cubren la región carbonífera de Coahuila de donde se extrae 90% de la producción nacional.
TUMBAS DE HOLLÍN
En el norte de Coahuila, ubicada en los municipios de Monclova, Escobedo, Progreso, San Juan de Sabinas, Sabinas, Múzquiz, Nava, Piedras Negras, Juárez e Hidalgo, la región carbonífera es una extensión de casi 22 mil kilómetros cuadrados de desierto.
Recorrer este territorio minado de agujeros a 50 grados de temperatura, es explorar un cementerio interminable de tumbas de hollín. Los pocitos de carbón no son tan clandestinos como se cree, existen bajo la complicidad del gobierno de Rubén Moreira, quien funge como intermediario ante la Comisión Federal de Electricidad (CFE) y las grandes empresas carboníferas, como Altos Hornos de México (AMHSA) del empresario multimillonario Alfonso Ancira Hernández, o Grupo México de Germán Larrea Mota-Velasco, quienes les compran el carbón a los propietarios de los pocitos ilegales.
Hay cientos de pocitos. El gobierno dice que cerrará más de 280, pero permite la apertura de cientos más. Los dueños –es decir, los poceros– son conocidos políticos, ex alcaldes, ex gobernadores, gente influyente con nexos con el gobierno local o federal: Alfonso González Garza y Jesús María Montemayor Seguy, padre del actual presidente municipal de Sabinas y hermano de Rogelio Montemayor, ex gobernador del estado de Coahuila y funcionario de Pemex inhabilitado por mal manejo de recursos; el ex gobernador Enrique Martínez; el ex alcalde de Progreso, Jesús Montemayor, presidente municipal de Sabinas con su amigo Luis González Garza y Valdemar Cervantes Cadena; Antonio Gutiérrez, dueño de una poderosa cadena de supermercados; Salvador Kamar Apur, dueño del periódico La Voz, y el ex alcalde priista Federico Lico Quintanilla Rojas, entre otros.
Estos y otros empresarios han creado la esclavitud del siglo XXI, que consiste en una cadena de producción basada en el lucro excesivo, la inversión nula en seguridad, la violación de la Ley Federal del Trabajo, el expolio de los trabajadores y la impunidad.
Rosalío lo sabe, al igual que los casi 100 mil mineros que laboran en esta región, pero dice sentirse condenado a aceptar esas condiciones criminales de trabajo porque “hay que comer” y en la zona casi no hay fuentes de trabajo.
Los poceros pagan a destajo, normalmente no ofrecen seguridad social ni condiciones adecuadas para trabajar. Los mineros carecen de cascos, cintos, lentes, tapones, guantes. Todo el material se lo tienen que conseguir ellos mismos. Dentro, la altura del pocito es de apenas metro y medio, por lo cual tienen que trabajar hincados o encorvados. Trabajan a destajo más de 10 ó 12 horas extenuantes y solo consiguen 900 ó mil 200 pesos a la semana. Cada tonelada de carbón que sacan es pagada a 80 ó 100 pesos, aunque el pocero la vende después a las grandes empresas o al gobierno de Coahuila, a 800 ó mil pesos la tonelada obteniendo más de 100 mil pesos de ganancia a la semana.
Las grandes empresas como Minera Díaz, MINSA/AHMSA, PEMSA/AHMSA, AlvaRam, El Sabino SA de CV, Minería y Acarreos de Carbón SA de CV y Beneficios Internacionales del Norte SA de CV (BINSA), Compañía Minera El Progreso, SA de CV, Industrial Minera México (IMMSA) del Grupo México, le compran el carbón a los poceros y han fomentado la cadena de esclavitud. Los pocitos de carbón sólo existen en México, en la mayoría de los países han sido prohibidos y desaparecieron.
VIVIR BAJO TIERRA
César Torres tiene 18 años. Desde los 13 bajó a los pocitos. Está afuera de su casa cubierto de hollín. Acaba de llegar y le da vergüenza hablar en esas condiciones. Prefiere meterse a bañar inmediatamente. Su padre, Rosalío Ayala lo mira sentado en el sillón. Dice que él quería que sus hijos no bajaran a la mina, pero fue imposible evitarlo. Es el destino manifiesto de los habitantes de la región carbonífera: “Yo les dije: váyanse a una empresa. En la mina o el pocito no hay garantía. Mientras estás tumbando carbón el patrón dice que eres buen trabajador, pero nomás te pasa algo, ya no sirves y te abandonan a tu suerte. Se están yendo muy jovencitos. Yo les digo que estudien, porque en los pocitos se mueren con 20 años o más jóvenes”.
Rosalío tiene 30 años de minero. Empezó trabajando a los 18 en un tajo de carbón. Era chófer, pero el salto al fondo de la mina fue tan natural que lo recuerda perfectamente: fue en 1984, en la mina La Florida. Primero empezó en minas grandes, luego llegó a los pocitos por problemas de transporte y ubicación: “Cuando bajas a un pocito con los inclinados, llegas con las corvas tiemble y tiemble. Pierdes las fuerzas en las piernas; en cambio en una mina andas de pie y traes un instructor que te va mostrando los cañones”.
A pesar de haber sufrido la amputación de su pie derecho, Rosalío dice que sus 30 años de minero no los cambia por nada. Siempre fue considerado un gran carbonero: “Para mí, ser minero es un orgullo. Es un trabajo muy bonito. Te impones a andar abajo. Siempre me ha gustado el trabajo duro y ahora ya no voy a poder”.
Ahora las cosas han cambiado. Su rutina se basa en tres horas diarias de ejercicio. No tiene pesas, pero levanta una polainas de kilo y medio cada una: “También hago abdominales, lagartijas. Ya no voy a rehabilitación. La enfermera me dijo: ‘que se los haga su señora’”.
Están viviendo con 600 pesos semanales, dinero de la incapacidad que recibe cada 28 días. Cuando ocurrió el accidente en el pocito “El Hondo”, propiedad de Valdemar Cervantes Cadena, no tenía Seguro Social, así que lo llevaron a la Clínica del Magisterio en Sabinas, que es donde acuden la mayoría de los mineros que laboran sin prestación alguna: “Ya tenía trabajando con él cuatro meses en “La Escondida”, pero no tenía seguro. El patrón no me dio, le insistía y siempre me decía que lo iba a checar”.
Los poceros sólo dan de alta a sus mineros cuando hay un siniestro. Así lo hizo Valdemar Cervantes que mientras Rosalío estaba en la clínica fue a registrarlo con 88 pesos diarios, cuando su salario real era de mil 500 pesos semanales.
De hecho, el pocito “El Hondo” (ubicado a 25 kilómetros del municipio de Sabinas, entre el municipio de Juárez y el rancho Pueblo Nuevo, donde hay cuando menos más de 15 pocitos de carbón) debería estar clausurado, porque ya habían muerto allí dos mineros el pasado mes de mayo cuando se inundó. Es ilegal, pero Minerva Barrón Rodríguez de la Mesa 1, del Ministerio Público de Sabinas, nunca fincó responsabilidades al dueño. Los pocitos no cuentan con autorescatador; no tienen ventilación; ni mapas; ni metanómetros; ni salida de emergencia; ni se barrenaba, tampoco incluyen la figura del gasero, necesario para saber si hay fuga mortal. Y Karla Vanessa Álvarez Ramón, quien se ostenta como representante legal de la empresa Alva Ram de Agujita, sólo dio excusas y el gobierno nunca retiró la concesión a Baldemar Cervantes.
Con el registro patronal A291482940, la concesión a favor de Cervantes Cadena tiene el nombre de “El Sufrido IV”, cuyo título es 201525 y está concesionada a la empresa Alva Ram de Agujita SA de CV, que tiene contratos con PRODEMI (Promotora para el Desarrollo Minero de Coahuila), la empresa del gobierno de Rubén Moreira que le vende el mineral a la Comisión Federal de Electricidad, mediante la Unión Nacional de Productores de Carbón.
Pero Baldemar Cervantes desde hace cuatro meses no le da su sueldo a Rosalío. Siempre le da la misma excusa: no tiene dinero. “Yo necesito el dinero. Tengo todo parado, debo en la mueblería, en la tienda”, dice Baldemar.
Rosalío se resiste a verse como una persona discapacitada. Quiere recibir una pensión digna, poner una miscelánea: “De primero sí me agüitaba. Pensaba, ¿ahora cómo le voy a hacer? Siempre he sido bien activo. Nunca he fallado en los trabajos. Pero un día, me encontré un compañero en la clínica y me dijo: ‘¿ya mero güero?’. Yo le dije que las heridas ya estaban cerrando. Y entonces me enseñó: ‘yo también estoy como tu, pero tengo prótesis’”.
Fue cuando supo que había otra manera de llevar su nueva vida: “Me tomaron el diámetro y me pidieron el número 7 de pie. Somos muchos los accidentados: a Jesús le amputaron el brazo; otro compañero perdió las dos piernas. Y otros más se me murieron: En Pasta de Conchos se fueron dos de La Mota. En los pocitos también, de La Cuchilla, se fue Mijares, muy amigo mío y Margarito Cruz de La Esperanza; también se fue Margarito Samarrón... son ya muchos muertitos”.
CONDENADO A UNA SILLA
Ahogados, quemados, intoxicados, son demasiados los muertos de las minas y pocitos del carbón, sin que el gobierno de Coahuila o el federal finque responsabilidad alguna. No hay ningún empresario del carbón detenido a pesar de los cientos de muertos, mutilados, heridos o discapacitados.
José Luis de la Rosa Casillas tenía 13 años cuando empezó a bajar a los pocitos. Aquel 5 de marzo era su primer día de trabajo en el pocito propiedad de Osiel y Pablo Guzmán y Pablo Guzmán Jr.. El malacatero los fue bajando de dos en dos. Ellos eran los primeros: “Íbamos para abajo, el pocito tenía 40 metros, pero a los 20 metros se nos vaciaron las paredes. Apenas tuve fuerzas para salir arrastrándome. Me sacaron. Era como un muñeco. No se como sobreviví. No podía mover nada, ni una mano. Se me reventó la medula espinal”.
Está sentado en una destartalada silla de ruedas. Son las nueve de la mañana, pero aún los gallos cantan. Cerca se escucha a las gallinas del corral cocorear, mientras unos becerros se mueven tranquilamente por el patio de tierra de su casa, una choza de madera por donde se cuela todo.
“Yo quede así, pero estoy lúcido. A un compañero le cayó una piedra en la cabeza y vivió, pero el chavo no coordina, quedó mal de la cabeza. Hay anda caminando sin rumbo por las calles”, dice mientras acomoda los pies a un palo de madera sujeto con alambres a la vieja silla.
Los dueños del pocito se negaron a reconocerlo como trabajador. No tenía Seguro Social, por lo cual no pudo hacer rehabilitación, fue atendido en la clínica más cercana: “Allí sólo rodaba, me ponían a echar maromas, me hincaban. Eso no es rehabilitación. No me movían ni los pies. Yo le reclamé al doctor, le dije que yo podía caminar. Y el me contestó: ‘Tu miras mucha televisión’. Me dio mucho coraje. Fue cuando me agarré los pies y me paré. Se quedó impresionado. Yo necesitaba que me movieran, que me pusieran a hacer ejercicios. Pero me abandonaron, aquí me quede”.
Vive en Barroterán, el centro neurálgico de la minería del carbón: “Es el único empleo que hay aquí, es de lo que vive la gente, todos viven de los pocitos. Nomás que los dueños no ofrecen seguridad, ni seguro social, nada. La cosa está peor cada vez. Uno no puede hablar porque luego hay represalias, pero a mi ya no me importa. Un amigo trabajó toda la semana pasada y al final el dueño le dijo que no le iba a pagar y no le pagó. ¿Y qué?... Aquí no hay ley, sólo la ley de los empresarios del carbón. ¿Pos qué haces?. No pagan seguro, tampoco pagan bien, y luego te insultan. Pero la gente aguanta. ¿De qué viven? Así son los patrones, nomás te sientas y ya no les sirves para trabajar. Prefieren contratarnos a destajo, en lugar de un rayado”.
Los dueños del pocito no querían hacerse cargo del accidente. Cuando fue a ver a los Guzmán, uno de ellos lo ignoró. Me dijo: ‘tú no alcanzas nada’. Me aventé un año para cobrar. Insistiéndole. Me operaron y él no pagaba. El seguro no me atendía, mientras él no pagaba, el IMSS no quería darme nada”.
Su padre y sus hermanos habían trabajado también con los Guzmán, pero de nada valió: “Me quería dar 600 pesos. No los acepté por dignidad. Luego me dijo que no quería pagar porque era mucho dinero. Y le dije: yo no quiero dinero, no te estoy pidiendo nada, solo quiero que pagues el Seguro Social. Hasta que finalmente pagó”.
José Luis consiguió una pensión de mil 900 pesos al mes. Ahora tiene 34 años: “Mi vida cambió bastante. De primero estaba muy mal, de un día para otro ya no podía caminar, no podía mover nada, no podía comer. Luego empecé a mover los brazos. Me he ido desgastando porque agarré la tomada. No tengo mujer. ¿Con que la mantengo? No me mantengo solo, menos dos”.
Deprimido, dice que está seguro que él puede volver a caminar: “Siento que si muevo las dos piernas, pero me he dedicado más a beber. Primero, estaba ilusionado, nomás hacía ejercicio y me quedaba parado solo. Con el tiempo se me fue quitando la fuerza porque no tengo rehabilitación. Muchos andan a los 4 ó 5 años de quedar así. Yo no tengo los medios”.
Su madre, pasa de vez en cuando por el patio. Nunca lo abandonó y se ha dedicado a cuidarlo: “Mi papá tuvo tres accidentes en la mina y los pocitos: una vez quedó atrapado, otra vez tronó porque alguien prendió un encendedor; el muchacho lo aventó 20 metros y se le reventaron los ojos. Y la tercera vez, se inundó. No es que nos guste ser mineros, la necesidad nos obliga. Una fabrica nos paga 700 pesos, pero con eso no vives. La renta son 800 o 900 pesos, y luego como pagas la luz, el agua, el gas... por eso acabas en los pocitos”.
Algunos de sus compañeros han muerto; son muertes, dice, que a nadie le importan: “Aquí es así, a los empresarios de los pocitos no les importa la seguridad ni nada. Sólo bajan a los carboneros. A medio camino uno se puede caer porque hay gas. Bajas a ciegas. Si no sales, quiere decir que hay gas; si sales, ya la hiciste. Varios chavos han muerto porque agarraron gas; el gas no se mira, no se huele, es una cosa invisible, sólo el golpe avisa. El gas anda arriba, pero los poceros no quieren contratar gaseros. Nadie los vigila, nadie los multa, ni los meten a la cárcel, entonces, los mineros siguen muriendo”.
ENDÉMICA IMPUNIDAD
Efectivamente, los mineros siguen muriendo. En 15 días de julio, 15 mineros muertos, y varias muertes más en agosto. El último, el pasado 11 de septiembre. Se llamaba Juan Adolfo Rivera Díaz y tenía 25 años de edad. Vivía en la colonia Mina 7 de la ciudad Nueva Rosita, municipio de San Juan de Sabinas; su compañero Miguel Morales Romo, de aproximadamente 35 años, con domicilio en el mineral de Palaú, municipio de Múzquiz, sobrevivió.
Ambos desaguaban un pocito clandestino cuando las vigas cedieron al peso de la humedad de la tierra y el travesaño se vino abajo, golpeándolos en la cabeza. El pocito de carbón está ubicado en Agujita, donde el pasado 20 de julio murió el minero Abel Quiroz Villezca de 32 años. Es también el mismo pocito donde el 3 de agosto del año pasado murió otro trabajador, Willhen Ernesto López García de 24 años.
Estos pocitos están ubicados en el lote minero denominado “El espulgue”, compuesto por dos lotes y varias fracciones concesionado a Minera El Sabino, SA de CV, en sociedad con Luis González Garza, SA de CV, los mismos vinculados al caso del Pocito 3 de Sabinas, donde en mayo del año pasado murieron 14 mineros y a un menor herido, le fue amputado un brazo.
El gobernador Rubén Moreira anunció que acabaría con estos pozos porque eran “explotaciones ilegales”, pero los deja continuar trabajando de manera clandestina porque luego le venden el carbón: “Es un acto de simulación”, dice sin ambages la activista Cristina Auerbach Benavides, dirigente de la organización defensora de los mineros, Familia Pasta de Conchos.
La teóloga y miembro del Centro de Reflexión y Acción Laboral (CEREAL) no tiene dudas: “El presidente municipal de Sabinas, Jesús Montemayor, con intereses en el carbón y con familiares asociados con González Garza, responsables de la muerte de trabajadores de BINSA (Beneficios Internacionales del Norte, SA de CV), son precisamente, los responsables de la muerte de los mineros en los pocitos ilegales que el gobierno de Coahuila supuestamente ‘combate’ sin fincar responsabilidad por la muerte de los mineros”.
Hace dos años, Auerbach Benavides dejo su cómoda vida en el Distrito Federal para venirse a vivir a Barroterán, un pueblo en el desierto coahuilense de la zona carbonífera que ha engrandecido las fortunas de los empresarios del carbón y en cambio, es terriblemente pobre: “Me vine por los mineros, son gente muy valiosa con enormes bondades y carencias humanas. Viven en absoluto estado de indefensión. Ni su miseria ni sus muertos, hacen que la sociedad los voltee a ver y pongan un alto a esta tragedia”.
Desde que inició la lucha por el rescate de los muertos de Pasta de Conchos, la activista se comprometió socialmente con la defensa de los mineros y lo dejó todo para venirse a vivir aquí. Recorre los pocitos y las minas, afronta los riesgos que implica cuestionar a los poderosos caciques e intenta visibilizar la enorme impunidad que existe: “Todas estas desgracias suceden porque los empresarios no van acotando los riesgos en la minería del carbón. Las causas de las muertes es que no hay ventilación, no hay seguridad, ni condiciones dignas de trabajo”.
Con Javier Lozano Alarcón como Secretario del Trabajo la situación se tornó aún peor. Su iracundo carácter no ayudó en nada. Pero cuando dejó su puesto las cosas cambiaron: “Durante años la Secretaría del Trabajo tuvo en esta región sólo cinco inspectores. El año pasado aumentaron de cinco a 25, pero hay pozos donde se había inspeccionado 16 veces antes del siniestro. En realidad, no es un problema de inspección, sino de eficacia. Las inspecciones son ineficientes porque la peor multa es de un millón de pesos, una cantidad mínima comparado a las ganancias de los poceros que se ríen de las autoridades”.
Los pocitos ilegales siguen funcionando porque los procesos de clausura no funcionan y a veces duran hasta dos años: “La Secretaría del Trabajo nunca ha cerrado ningún pozo, nunca lo ha logrado. Cuando termina el largo trámite o el pozo ya cerró porque los pocitos tienen una vida de seis meses o un año; o ya se murieron los mineros y no les alcanzó a clausurarlo”.
De hecho, los pocitos se clausuran cuando mueren los mineros, pero a pesar de esas clausuras, los poceros vuelven a reabrirlos después de los siniestros: “Incluso, esconden las muertes. Cuando mueren uno o dos no pasa nada. Este es un negocio de caciques locales del PRI. Los dueños tienen un control absoluto sobre los trabajadores, controlan sus trabajos, lo que comen y donde se curan”.
La dimensión de la impunidad es tal, que Auerbach es pesimista, pero también realista: “Ni teniendo 200 inspectores se controlaría; es más, ni teniendo a todos los militares de la Sedena vigilando los pocitos puedes controlar la minería del carbón. Hay un desafío absoluto de estos caciques a las autoridades. A los dueños se les dice que no metan trabajadores a sus pocitos porque pueden morir y no les importan las muertes, solo quieren ganar dinero. No hay sistema de inspección que sea eficaz contra la voracidad de esta gente. Apuestan a la impunidad y la tienen”.
EL FIN DE LOS POCITOS
La Organización Internacional del Trabajo señala las nuevas formas de esclavitud que existen en el mundo. En esta parte de México la esclavitud está socialmente aceptada. La pobreza es tal que se refleja en todos los rubros de la vida. Las colonias no tienen asfalto y algunas familias viven con apenas 40 pesos al día.
Los fines de semana en la plaza de Barroterán, el montón de sillas de ruedas ofrece el panorama del paradigma de la minería del carbón: “Ves los montones de sillas de ruedas y es muy triste. En el momento que los mineros quedan mutilados o lesionados, dejan de existir. Ya no le son útiles a nadie. En el imaginario cultural de la región carbonífera dejas de servir. Y ellos mismos tienen que hacer el duelo porque no volverán a ser carboneros. Ser carbonero no sólo es un destino, sino una vocación”.
En la región hay una enorme presión sobre la masculinidad. Los que se meten a los pocitos de carbón son considerados los fuertes, los más hombres. Y José Antonio Rocha Alonso lo sabe a sus 29 años. Acaba de salir de trabajar y se sienta a la mesa ya bañado. La raya de color negro intenso en sus ojos no desaparece con el agua ni con el jabón.
Lleva 10 años de minero y trabaja desde hace siete meses en un pocito ubicado en Santa María, San Juan de Sabinas. No sabe cuál es el nombre de su patrón, sólo que es una familia cuyo dueño va cambiando de nombre constantemente para evadir responsabilidades fiscales y legales.
Es carbonero, al día le pagan 142 pesos. Si saca el carbón con pistola recibe 50 pesos la tonelada, si lo hace con máquina se lo pagan a 35. Con su compañero eligen un metro cuadrado para intentar sacar 8 toneladas al día y repartirse: “A veces el lugar está muy duro y uno está muy cansado. La canilla duele mucho. Me pongo una venda para aguantar”.
Los mineros van perdiendo capacidad auditiva y la vista; sus pulmones se van contaminando poco a poco, mientras su cintura se resiente por trabajar agachados y su salud se deteriora a una vertiginosa velocidad. Cuando eso sucede “los marcan”: “Hay muchos accidentados, el otro día a un compañero le amputaron el pie, se lo cortó una piedra con la bota puesta. No había doctor y se le gangrenó, entonces el pie ya no sirvió. Se lo tuvieron que mochar más arriba del tobillo”.
A su precaria salud se añade que en 2006 solicitó un crédito de Infonavit buscando una mejor vida para su esposa y sus dos hijos. El problema fue que al entregarle la casa que costó 260 mil pesos, le empezaron a descontar 600 pesos semanales del crédito: “No completaba. El matrimonio se derrumbó. Ella quería más dinero, pero no podía darle más por el rebaje. ¿Cómo le hago? Se recogió con sus papás y se llevó a los niños”.
En la región carbonífera abunda la depresión, el alcoholismo y los suicidios. La compleja vida de los mineros genera problemas de pareja: “Uno recurre a los pocitos porque allí tienes la ventaja de sacar más si le echas ganas sacando más toneladas, pero hay más peligro. Si me da miedo bajar al pozo. Muchas veces no sabes si vas a volver a ver la luz”.
Las empresas del carbón tienen tiendas. A los mineros no les alcanza su salario y les dan crédito para que saquen comida y abarrotes en general. Por tanto, cuando reciben su paga, ya deben parte de la misma al patrón que se las paga. El sistema funciona como una antigua tienda de raya.
Auerbach Benavides está convencida que el sistema que cubre a la minería del carbón es porque la gran mafia está en el gobierno de Coahuila: “La disyuntiva no es acabar con la minería del carbón, pero sí crear las condiciones para la gran minería; es decir, que se cierren los pocitos de carbón. Tienen destruida la región, abren pocitos en patios de casas, a la orilla de las escuelas, atrás de un kinder... No deben, pero el gobierno de Coahuila lo permite. La gran mafia está en el gobierno de Rubén Moreira. Dan la concesión y al mismo tiempo al comprador del carbón. El gobierno es intermediario. Compran el carbón de los pocitos y tienen el contrato con la CFE”.
La empresa del gobierno, PRODEMI, tiene un contrato de 10 millones de toneladas anuales con la CFE, que le paga la tonelada a 800 pesos: “Hay un coyotaje de la familia Montemayor que tiene empresas con contratos con PRODEMI de 350 mil toneladas al año y en el registro del IMSS no tiene registrados trabajadores. ¿Cómo es posible?”.
Con la llegada de Enrique Peña Nieto, sostiene, se pondrá peor: “Vienen tiempos muy duros para los mineros de la región carbonífera. No habrá posibilidad de arreglar el problema. Seguirá la impunidad. Lo que no logremos hasta diciembre, lo damos por perdido hasta que se vaya Enrique Peña Nieto”.
No todos aceptan su destino manifiesto. José Marcelo Guerrero Rojas, de 47 años, se niega a bajar a los pocitos. Se convirtió en chófer para transportar el carbón e incluso trabaja de albañil para llegar económicamente a fin de mes. Le pagan 10 pesos por viaje e intenta hacer 40 viajes diarios.
A los 13 años se acercó a las minas, pero veía como se quedaban “atorados” sus compañeros y se resistió: “Hace poco andaba muy entrado en bajar a los pocitos, porque conocí a una dama. No quise. Sigo soltero. Los casados no tienen más remedio que bajar. Se me han quedado muchos amigos. No quiero. Soy hombre, pero me da miedo”.