Tradicionalmente, el federalismo mexicano ha sido una ilusión. Los gobiernos de los estados eran el pariente pobre del sistema político priísta. Sin embargo, en los últimos años la situación se invirtió. Con la alternancia, el poder de los gobernadores creció de forma exponencial y los recursos destinados a las entidades federativas no dejaron de fluir.
En la actualidad, muchos gobernantes están reproduciendo, en el ámbito local, el autoritarismo del pasado, como si fueran nuevos virreyes; su nuevo poder se descansa en buena medida en presupuestos más altos de los que hubieran podido soñar hace pocos años, alimentados sobre todo por transferencias federales.
Según datos recabados por el Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO), desde 2000, los estados han recibido más dinero que nunca antes. Durante el gobierno de Fox, por ejemplo, les fueron entregados, en concepto de participaciones y aportaciones federales, más de 4.7 billones de pesos. Tan solo durante el periodo de 2006 a 2008 recibieron 2.5 billones.
Para poner en perspectiva estas cantidades, las transferencias federales recibidas por los estados únicamente en 2007 y 2008, equivalen al famoso “Plan Marshall”, que ayudó a la reconstrucción de Europa, después de la segunda guerra mundial.
A pesar de esta bonanza económica sin precedentes, la maquinaria clientelar de los gobernadores no conoce límites. O quizá precisamente gracias a esa bonanza es que los gobiernos locales han podido tejer redes muy sólidas de clientela política.
Hace unas semanas, a propósito de las elecciones estatales, salió la noticia sobre la deuda pública de Coahuila. Al entrar en la gubernatura –a finales de 2005–, Humberto Moreira se encontró con una deuda de 323 millones de pesos. A su salida, cinco años después, rozaba los 32 mil millones. Es decir, la había multiplicado prácticamente por 100. Lejos de importarle a los electores ese dato, lo que vimos en la urna fue una especie de “carro completo” a favor del PRI. La gente seguramente piensa que esa deuda nunca se tendrá que pagar.
Sin embargo, no es el único caso. Según el propio IMCO, entre 2005 y 2009, el gobierno de Chihuahua había incrementado su endeudamiento en 709%, el de Oaxaca en 668%, Tamaulipas en 427%, Chiapas en 424% y Nayarit en 407 por ciento. El caso que roza el absurdo es el del anterior gobierno poblano, encabezado por Mario Marín. Una vez realizadas las elecciones –en donde su partido perdió la gubernatura– contrató préstamos por 2 mil 370 millones de pesos: aumentando de esa forma en un 35% el adeudo estatal.
En esta materia, como en todas las demás, los gobernadores son los que tienen la última palabra, y casi se podría decir que la única. El dominio que ejercen sobre los congresos –en donde tienen una mayoría clara dada por las urnas o alcanzada mediante oscuras negociaciones– y la precariedad de los controles en materia presupuestal son abrumadores. Las entidades encargadas de la fiscalización de los recursos públicos son (en el mejor de los casos) débiles para hacer frente a la discrecionalidad y el poder de los ejecutivos locales.
Si con una pequeña parte de esos recursos se pudo levantar a una Europa destruida por la guerra nosotros, ¿qué país tendríamos si nuestros gobernantes hubieran invertido ese dinero de forma racional?
Lo peor de todo es que nadie parece estar dispuesto a poner un freno al dispendio clientelar y la falta de racionalidad en el ejercicio del gasto. De hecho, es probable que la parte más tenebrosa de la historia de nuestro federalismo apenas esté por venir.