Alejandro Calvillo
17/10/2017 - 12:05 am
Christian y la memoria de los bienes comunes
El terremoto le mostraba la fragilidad del mundo, como a todos, pero frente a esta fragilidad estaba la permanencia, estaban sus mujeres, las que lo cuidaban mientras él se ocupaba de los bienes comunes de El Amate y el mundo.
Teo con 9 años solo podía verlo mirando para arriba, lo vio por primera vez, con su larga barba, sus cabellos lacios y largos despeinados, alto y delgado, sin cuidado al vestir, como la verdadera gente del campo, de la tierra. Teo comentaría más tarde “Christian es como un dios”. Tiempo después, le diría yo a Christian que era como un Quijote, enfrentando al mundo de la codicia, cuando nos reunimos con él por última vez y él presentía, sin saberlo, que su tiempo estaba cerca de terminar. Susana recordaría que mencionó haber soñado con su muerte en octubre.
Christian sabía cómo bajaba el agua de las montañas, por dónde escurrían sus venas, cómo año con año variaba sus descargas, cómo las estaciones venían cambiando, cómo las temperaturas se han venido alterando, lo que esto significaba para las floraciones y los frutos. Su contacto pasaba desde sus manos con las plantas hasta su reflexión sobre el cambio climático y los obstáculos internacionales para enfrentarlo, sobre los cambios en las condiciones de la parcela hasta los grandes intereses y erradas percepciones que bloqueaban las políticas y alternativas sustentables.
Christian cargaba tanto con las consecuencias ambientales y sociales del capitalismo salvaje como con la angustia que le causaban las obras de vecinos en el camino rural que llevaba al Rancho del Amate, donde estaba su casa y las de sus vecinos. Al igual que cargaba sobre sus hombros con la crisis global del sistema agrícola dominante, con su contaminación química, con su agotamiento de los suelos, su consumo de combustibles fósiles con su gran contribución al cambio climático, se preocupaba por mantener los ríos limpios, por la necesidad de compostear la basura orgánica y convertir en abono lo que iba a terminar absurdamente en los rellenos sanitarios.
Llegó de Europa a México en los setentas para estudiar agronomía en una universidad pública y convertirse en campesino orgánico en México. Convertirse en un campesino en México, con una pequeña propiedad, es sin duda un acto de sacrificio, en un país donde los campesinos no tienen condiciones más que para sobrevivir con muchas dificultades y más si se trata de producir cuidando la fertilidad de la tierra, sin contaminar. Pero, ahí estaban los bienes comunes, la tierra, el agua, que sólo tenemos prestadas por nuestros hijos. Los bienes comunes, un concepto reventado por el sistema económico predominante y que con él se revienta el mundo
La primera relación del hombre con su entorno es, justamente, la obtención de sus alimentos. Si queremos encontrar el origen de nuestros profundos desvíos que nos han llevado a comprometer la estabilidad dinámica del planeta, hay que ver la manera en la que producimos alimentos, la manera en cómo explotamos, reventamos, los bienes comunes quetenemos prestados por las siguientes generaciones. Bajo la codicia, los recursos se agotan, la tierra pierde fertilidad y se contamina, igual que los cuerpos de agua y sus recursos, comprometiendo el futuro de nuestros hijos. Christian escribió:
“Los que nos consideramos pioneros de lo sostenible estamos trazando un camino que no debe terminar en los estantes del Súper, sino idealmente está destinado a rectificar en todo el mundo los sistemas de producción, es decir dar una inflexión a la relación hombre-ambiente, a la historia agraria y a la sustentabilidad de nuestra civilización, es decir permitir permanecer algún tiempo más como la especie más notable de nuestro planeta”.
Estas palabras escritas ya hace varios años coinciden con los planteamientos de Olivier De Schutter que durante dos periodos fue Relator de Naciones Unidas por el Derecho a la Alimentación y es uno de los grandes investigadores y pensadores en el tema de la alimentación, desde la agricultura hasta el consumo, desde la conservación de los suelos hasta la nutrición y desde la conservación de la biodiversidad hasta la defensa de las culturas culinarias. Sus posiciones, las de Christian y Olivier, coinciden con los planteamientos que se hacen desde organismos internacionales como la FAO y van más profundo cuestionando nuestros sistemas de producción de alimentos que ponen en riesgo a nuestro planeta y nuestra salud, agudizando las desigualdades.
La aventura de Christian fue construida y acompañada “por sus mujeres”, como él se refería a su esposa y dos hijas. Fabiola, su esposa, su compañera, sabe de la cultura culinaria tan rica de nuestro país, cocina como las mujeres de nuestro pueblo lo saben hacer, comenzó a procesar los productos de la tierra del Amate y de otros productores de la región y que algunos consumidores reconocen como las mermeladas, las salsas de chile, los licores de fruta y otros productos del Amate, deliciosos, pero no suficientemente comercializados. Quien produce la tierra, sin grandes inversiones, cuidándola, sin explotar a ayudantes, se enfrenta a un mercado donde los productos de mala calidad, con ingredientes de muy mala calidad, se venden a precios con los cuáles es difícil competir. Christian afirmaba:
“El producto convencional cuesta más que su equivalente orgánico, y no al revés. ¿sorprendidos? Desde el momento en que incluyamos en la ecuación los costos totales, ambientales y sociales, inmediatos y diferidos, el producto convencional resulta sumamente costoso. ¿Cuánto cuesta el aumento de la tasa de cáncer, de alergias, de diabetes? ¿Cuánto cuesta el éxodo rural, fomentado por la concentración industrial de las producciones? ¿Cuánto cuesta la erosión, el encontrarnos sin petróleo, el calentamiento global, el avasallamiento a las corporaciones, la dependencia alimentaria? ¿Cuánto cuesta no saber de dónde proviene tu comida?”
En el entorno de las montañas del municipio de Ocuilan con los árboles de manzanas, las granadas chinas, las aves del paraíso, las hortalizas de la temporada, crecieron Amanda y Quetzali, apegadas a la tierra. Amanda tiene la virtud de la amistad, de unir, de llevar a los niños a un contacto lúdico con la tierra y la naturaleza y Quetzalli es la manifestación silenciosa de la permanencia, del saber estar, del saber y hacer lo que es necesario y hacerlo bien.
Esa última reunión con Christian, antes de que su corazón se detuviera, la recuerdo como una despedida. Juan le comentó que nunca había conocido una persona con la solidez moral que él tenía, yo le comenté que había llegado ahí, al Amate, por él, por su compromiso y que él era eso, un Quijote, luchando contra los molinos de la avaricia y la destrucción. Las lágrimas recorrieron nuestros rostros aunque no sabíamos que era una despedida, al menos no lo teníamos consciente, posiblemente lo presentimos.
Para varias personas Christian pudiera haber parecido un idealista, un utopista. Él lo sabía y las siguientes palabras de Christian respondían, de manera contundente, a esos posibles juicios:
“¿Utopía? Precisamente, la utopía es el punto hacia donde nos dirigimos; no confundamos utopía con fantasía. Fantasía es creer, por ejemplo, que las leyes del libre mercado tendrán por efecto la nivelación de los ingresos y la disminución de las miserias humanas”.
El terremoto le llegó antes a Christian, tuvo que retirarse por unas semanas para recuperarse. Cuando volvió, el terremoto físico ya había sucedido, vio sus fuertes impactos, la destrucción, contemplo los daños en las viviendas de sus amigos, ahí bajo las montañas de Ocuilan. El terremoto le mostraba la fragilidad del mundo, como a todos, pero frente a esta fragilidad estaba la permanencia, estaban sus mujeres, las que lo cuidaban mientras él se ocupaba de los bienes comunes de El Amate y el mundo. Volvió con sus mujeres, de manera renovada, a despedirse
Su corazón dejo de latir, lo vi por última vez, hace unos días, en la sala de su casa, durante su velatorio, su rostro era hermoso, era el rostro de un santo medieval, de profunda serenidad y paz. Parecía un dios, diría Teo.
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