Peniley Ramírez Fernández
16/11/2016 - 12:00 am
Los deportados de Obama
A mediodía, en las banquetas que circundan el Monumento a la Revolución, los chicos esperan el cambio de turno. Prefieren saludarse con un “whats up”, en lugar de un “qué hubo”. Agrupados en pequeños círculos, conversan en inglés, se ríen, hablan de fútbol americano. No hay en ellos ningún rastro del forzado deslizar de la […]
A mediodía, en las banquetas que circundan el Monumento a la Revolución, los chicos esperan el cambio de turno. Prefieren saludarse con un “whats up”, en lugar de un “qué hubo”. Agrupados en pequeños círculos, conversan en inglés, se ríen, hablan de fútbol americano. No hay en ellos ningún rastro del forzado deslizar de la letra erre, que sí tenemos quienes hemos aprendido el idioma anglosajón como segunda o tercera lengua.
De los edificios de cristales contiguos a estas banquetas, hace algunos años colgaban largos pendones, impresos con fotografías de muchachas sonrientes. Anunciaban programas de reclutamiento para las mayores compañías de call-centers en México.
Ahora estas campañas ya no son necesarias. En los últimos ocho años, 2.8 millones de personas engrosaron un ejército de empleados potenciales, fácilmente desechables. Cada día llegan nuevos, y cada día son más quienes encuentran en un trabajo, que consiste en hablar en inglés con clientes en el país donde crecieron, una nueva forma de vida.
En Tijuana el panorama es similar. Una buena parte de la línea fronteriza ha sido la nueva casa de florecientes compañías, que ahora emplean a miles de mexicanos que no conocen México, porque no crecieron aquí. Nuestros empleados no solo son bilingües, son biculturales, se ufanan estas empresas en sus páginas de Internet.
Entre las opciones de empleo a su retorno, esta, que les hace ganar menos de la mitad de lo que obtendrían en Estados Unidos por hacer exactamente el mismo trabajo, parece ser la menos desalentadora. Sentados en una de esas banquetas de la Ciudad de México, uno de estos chicos me contó el año pasado, en un español a medias y fijándose en que nadie más le escuchara, cómo antes de tener el empleo en el call-center, había pasado de dejar a la pandilla a la que perteneció en Los Ángeles, a ejecutar colaboradores de Los Zetas en Veracruz, como parte de un grupo de sicarios al servicio del cártel de Sinaloa.
Entre enero y septiembre de 2016, 164 mil mexicanos han vuelto a México desde Estados Unidos, en categoría de repatriados, según la estadística mensual que recoge el Instituto Nacional de Migración.
Decir que fueron repatriados es un eufemismo. Los testimonios de quien han vivido el proceso insisten en que su “volver a la Patria” se reduce a una charla a su regreso, un refrigerio y a veces un boleto de autobús para volver a sus municipios de origen. Las estadísticas oficiales confirman esta visión.
Entre los repatriados durante este año, 150 mil recibieron “apoyos federales”, que consistieron en 131 mil agua y alimentos, 83 mil descuentos en autobús, 70 mil llamadas telefónicas y 46 mil transportaciones locales. Visto en perspectiva, lo que estos números indican es que solo la mitad pudo siquiera llamar a sus familiares desde su punto de retorno, mientras otros pagaron menos por sus autobuses, pero pagaron. Para la mayoría, la ayuda consistió en un lunch.
Muy pocos de quienes han vuelto obtuvieron apoyo real para conseguir empleo, adaptarse a su nuevo entorno e iniciar una nueva vida. Algunos de quienes han sido deportados durante la administración de Barack Obama en Estados Unidos engrosaron las filas del crimen organizado, un fenómeno que ya ha hecho estragos en ciudades fronterizas como Nuevo Laredo, segundo punto más común para las deportaciones, después de Tijuana.
Las redacciones de noticias en México y Estados Unidos se han agitado ante el primer anuncio del presidente electo de ese país, Donald Trump, de que deportaría entre 2.5 y tres millones de mexicanos con “antecedentes criminales” durante sus primeros cuatro años de gobierno.
Más allá de la muy válida discusión sobre por qué, y a mi juicio injustamente, vivir sin documentos migratorios en Estados Unidos es considerado legalmente un acto criminal, las preocupaciones urgentes desde México deberían centrarse en dimensionar el problema y encarar sus efectos.
En ese mismo periodo de la administración Obama, entre 2009 y 2012, las estadísticas mexicanas registraron el regreso de 1.8 millones de personas, de las que 601 mil fueron solo durante su primer año en la Casa Blanca. ¿Qué hizo México durante semejante crisis y qué planea concretamente hacer ahora, de cumplirse la promesa de sumar un millón a esa cifra, en el mismo periodo de tiempo?
De buena ayuda sería, en estos días de temor al futuro, que las acciones del gobierno mexicano se encaminaran a soluciones de fondo en zonas que serán directamente afectadas, como las ciudades fronterizas.
Si por parte de México las “medidas urgentes” que ahora anuncian se quedan en el discurso, quienes vuelvan tendrán como mejor perspectiva de apoyo oficial una llamada telefónica y un lunch. Quienes ya viven en México deberán enfrentar, como efecto inmediato, la reducción salarial en ciertos empleos y una serie de crudos efectos sobre la estabilidad urbana en zonas de espera y paso de los miles de migrantes que, por motivos variados y muy válidos, ahora con mayores riesgos y a un costo más alto, intentarán cruzar de nuevo.
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