Óscar de la Borbolla
16/10/2017 - 12:00 am
La paradoja de la sabiduría
La sabiduría es entender que nada tiene importancia, pues somos como sombras que simplemente pasan, fantasmas u hologramas que se toman desesperadamente en serio y, a la vez entender que esas pequeñas o grandes preocupaciones que forman lo humano valen, sin excepción, la pena, que literalmente nada tiene importancia pero todo vale la pena y eso incluye también comprender la tristeza de la quinceañera. Porque en el fondo la sabiduría es tan sólo la amarga comprensión de la condición trágica del ser humano y, precisamente por eso, implica el condolerse con cualquiera y entender simultáneamente que ningún dolor es para tanto.
La sabiduría no guarda relación con el saber, sino con el comprender; uno no es sabio porque posea muchos conocimientos y sea un erudito que guarda en la memoria los datos y las citas oportunas para cada ocasión. La sabiduría estriba en ir deshaciéndose de la importancia que se da a ciertos aspectos de la vida que obligan a esforzarse en demasía y a sufrir en el caso de no coronarlos o a ufanarse si se logran: la sabiduría es ante todo un liberarse, un desentenderse de la importancia.
De ahí que en las antípodas del sabio no se encuentre el ignorante, sino el pelmazo que concede un enorme valor a todo: comenzando por “el qué dirán” y terminando con el afán de perfección y la aspiración de gloria. Ya no preocuparse es en lo que radica la sabiduría.
Pero no se me malentienda: una cosa es la indiferencia nihilista de quien desde el principio no quiere nada ni se esfuerza por nada: no desear por indolencia, y otra, comprender la vacuidad de todo tras haberlo buscado y obtenido o no. Hay un abismo entre Salomón y un nini.
Es fácil sonreír con condescendencia ante las preocupaciones de una quinceañera que sufre porque se manchó el vestido, pero no es fácil sonreír ante los esfuerzos de un hombre que tras haber puesto todo su empeño en conseguir un ascenso se traga amargamente sus lágrimas de fracaso y, sin embargo, lo uno y lo otro representan lo mismo: ambos piensan que lo ocurrido es importante.
Hemos superado la fase de la quinceañera; contamos con la madurez suficiente para comprender que su tristeza no tiene importancia; pero no tenemos la claridad para ver la Insignificancia del fracaso del empleado. Ambas, sin embargo, son iguales, pues, a la larga, quiero decir, de cara a la muerte ni una ni otra desgracia tienen la menor valía.
La sabiduría es entender que nada tiene importancia, pues somos como sombras que simplemente pasan, fantasmas u hologramas que se toman desesperadamente en serio y, a la vez entender que esas pequeñas o grandes preocupaciones que forman lo humano valen, sin excepción, la pena, que literalmente nada tiene importancia pero todo vale la pena y eso incluye también comprender la tristeza de la quinceañera. Porque en el fondo la sabiduría es tan sólo la amarga comprensión de la condición trágica del ser humano y, precisamente por eso, implica el condolerse con cualquiera y entender simultáneamente que ningún dolor es para tanto.
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