Jorge Javier Romero Vadillo
15/03/2018 - 12:00 am
¿Y quién va a financiar a Margarita?
El tópico se repite: los partidos son unos abusivos que medran con los recursos públicos; es injusto que con el dinero de todos se financien las actividades de grupos de interés particular y cada partido debería fondearse con lo recaudado entre sus integrantes y simpatizantes. Sobran los opinadores que claman por dejar de darles dinero a unas organizaciones parasitarias y sus clamores hacen mella en la sociedad, que mayoritariamente ve mal que a los partidos se les asignen partidas presupuestales para su funcionamiento cotidiano y para hacer campaña.
Margarita Zavala ha salido esta semana, al presentar su solicitud de registro como candidata presidencial sin partido, con que no va a aceptar el dinero público que le correspondería si finalmente puede competir por la Presidencia, una vez que el INE termine de revisar las firmas que presentó como avales de su postulación. Se trata de un anuncio que muestra el sentido de la oportunidad del equipo calderonista y que hace evidente que la demagogia no es patrimonio exclusivo de ninguno de los contendientes, pues si hay un tema convertido en lugar común en nuestra desastrada política es el rechazo al financiamiento público de los partidos y las campañas.
El tópico se repite: los partidos son unos abusivos que medran con los recursos públicos; es injusto que con el dinero de todos se financien las actividades de grupos de interés particular y cada partido debería fondearse con lo recaudado entre sus integrantes y simpatizantes. Sobran los opinadores que claman por dejar de darles dinero a unas organizaciones parasitarias y sus clamores hacen mella en la sociedad, que mayoritariamente ve mal que a los partidos se les asignen partidas presupuestales para su funcionamiento cotidiano y para hacer campaña.
No existe sistema de financiamiento de la política que no tenga consecuencias distributivas y deformaciones. El sistema mexicano, que se funda en el criterio de que la financiación predominantemente pública es una salvaguardia contra la captura de la política por los ricos, ha incurrido en excesos graves –como el hecho de que el presupuesto para los partidos haya sido fijado en el artículo 41 de la Constitución, con lo que es la única partida que no es posible modificar, con una rigidez que ya quisiéramos para la educación o la justicia– y, además, tiene una fórmula de reparto que es excesivamente favorable para los partidos grandes y discrimina a las organizaciones nuevas. Con todo, se basa en un principio correcto, pues cuando es el financiamiento privado el predominante, lo partidos y los políticos se convierten en meros agentes de las grandes corporaciones, mientras que los grupos de ciudadanos con agendas contrarias a los intereses de los económicamente poderosos quedan condenados a la marginalidad.
Hace unos días, Moisés Naím contaba en un artículo en El País cuatro tragedias americanas derivadas del enorme peso que tienen en los Estados Unidos los grandes intereses económicos en la política. Las cuatro tragedias: la venta de armas sin restricciones, la crisis de abusos de opiáceos, el precio desproporcionado de los medicamentos y la resistencia a promover políticas paliativas del cambio climático, tienen un origen común: las grandes empresas financiando a la política para defender sus intereses particulares frente al interés colectivo. Y no se agotan en esos cuatro ejemplos las deformaciones que en el proceso de toma de decisiones públicas tiene la fuerte injerencia del dinero en las campañas en nuestro poderoso vecino: una de las razones por las que en los Estados Unidos no existe un sistema de salud de acceso universal, como sí ocurre en los países europeos con Estados de bienestar, es la resistencia de fuertes intereses económicos en torno al negocio médico.
La financiación de la política es un tema complejo. Incluso en los países que mejor resuelto tienen el tema, con frecuencia surgen escándalos sobre financiamiento ilegal que involucran a conspicuos dirigentes. Prominentes líderes han visto sus carreras colapsarse por sus incursiones en prácticas mañosas o francamente ilegales para hacerse con recursos de campaña más allá de los que les corresponden del presupuesto o de los obtenidos de aportaciones privadas legales.
Si la política no tuviera consecuencias distributivas nadie la ha haría, nos repetía a sus alumnos Adam Przeworski en un curso del doctorado hace ya un cuarto de siglo. Y precisamente por esas consecuencias distributivas es que los diferentes grupos de interés intervienen en los asuntos públicos, ya sea de manera legítima o ilegítima. Sin embargo, cuando las reglas lo permiten, quienes tienen más dinero acaban controlando los principales resultados de la política, mientras que los intereses de quienes no cuentan con grandes recursos resultan ignorados.
Puede ser que en países con fuerte cultura participativa y organizativa surjan organizaciones partidistas financiadas con pequeñas aportaciones de sus adherentes y simpatizantes, pero en un país sin esa tradición y con una fuerte desconfianza en la política, como México, es muy poco probable que sea el financiamiento colectivo –el llamado en inglés crowdfunding– el que sostenga a una organización partidista en el largo plazo. Y sin reglas que limiten con claridad las aportaciones y mecanismos de auditoría y transparencia, que prohíban las aportaciones anónimas y las corporativas, al tiempo que restrinjan las individuales, no es posible evitar que la política se convierta abiertamente en negocio o que entren a ella recursos ilegítimos.
Es verdad que, incluso con un financiamiento público ingente y con espacio para el financiamiento privado legal, en México sigue habiendo trasvase de recursos ilegales a la política. La inútil fiscalía especializada debería concentrarse en seguirle la pista a los dineros ilegítimos que inundan las campañas. Pero si fueran solo los recursos privados los que definieran el curso de la política, la independencia de la esfera pública se vería mucho más comprometida de los que hoy está.
La demagoga Zavala sabe que su tramposa renuncia puede sonar muy popular, pero en realidad no está haciendo un gran sacrificio. El dinero público que recibirán los candidatos sin partido es muy poco en comparación con las sumas multimillonarias de las que dispondrán sus adversarios de las coaliciones registradas y ya el Tribunal Electoral exceptuó a los pretendidos independientes de la regla de predominancia del financiamiento público sobre el privado. Desde siempre, Margarita iba a hacer campaña con dinero de socios privados. Bueno sería que, al tiempo que nos anuncia su esforzada renuncia, nos dijera quién le va a pagar la campaña. ¿Serán las empresas de armas a las que tanto ha beneficiado la guerra contra las drogas desatada por su marido? Tal vez reciba recursos de los grupos provida a los que apoya, es decir de la iglesia católica por interpósita persona. Fuentes hay muchas. Es más fácil decir de dónde no se van a recibir recursos que declarar de dónde sí.
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