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Tomás Calvillo Unna

15/02/2017 - 12:00 am

La dialéctica democrática: un camino posible

Si solo contamos desde 1917, el ejecutivo ha eludido los cambios durante 100 años. Un sistema personalista y la ausencia de ministros personales ante el Congreso  hacen que el país viva en la incertidumbre.

El ejecutivo en su debilidad interna se ve impedido de representar a la república con la fortaleza y claridad necesaria, poniendo en serios riesgos ya no sólo la maltrecha soberanía nacional, sino el mismo sentido del poder nacional y su representación y ejercicio. Foto: Especial

Si solo contamos desde 1917,

el ejecutivo ha eludido los cambios durante 100 años.

Un sistema personalista y la ausencia de ministros personales ante el Congreso

 hacen que el país viva en la incertidumbre.

Una institución petrificada lastra al sistema completo.

Diego Valadés.

 

En solidaridad con el Dr. Simón Barquera,  Luis Manuel Encarnación y Alejandro Calvillo

 

El reciente artículo de Diego Valadés “Un sistema petrificado”[1], toca el tema clave del poder nacional: el lastre del artículo 80 de la Constitución, que con  el lenguaje de Octavio Paz, sería la presencia inmanente del Tlatoani y su lugar en la cúspide de la pirámide, aunque esta se encuentre hueca y resquebrajada.

El tema es más que prioritario en las actuales circunstancias donde pareciera reeditarse una amenaza del vecino del norte que afecta la cotidianidad de parte importante de la población mexicana. El Ejecutivo en su debilidad interna se ve impedido de representar a la república con la fortaleza y claridad necesaria, poniendo en serios riesgos ya no sólo la maltrecha soberanía nacional, sino el mismo sentido del poder nacional y su representación y ejercicio.

El drama de nuestra democracia extraviada no sólo explica esta condición extrema donde el sistema político mexicano expresa su incapacidad para solventar esa ausencia o vacío de liderazgo; también a ello se suma el anacronismo señalado por Diego Valadés del artículo 80, prácticamente inamovible desde hace cerca de dos siglos. Como si fuera el último residuo de una historia constitucional que pareciera tenernos atrapados en sus incólumes designios enterrados bajo la pirámide del Templo Mayor, haciéndonos deambular  entre mitos que estallan en nuestras neuronas asediadas por las tecnologías que son la nueva fuente de poder.

Aquí habría que detenernos para señalar como ese poder caduco del presidencialismo está hoy afectado profundamente por la tecnología; el caso de Trump comienza a ser emblemático. En este sentido se debe revisar el concepto mismo de poder nacional con sus balances y demás, cuando la construcción de la realidad ya no está sujeta a las dimensiones espaciales y temporales que le dieron origen a esa concepción política de organización social.

El entramado nos obliga ciertamente a replantear las formas en que se ejerce la representación en una sociedad democrática o que pretende serlo en el siglo XXI, dominado este por la centralidad de la tecnología y del llamado ciberespacio que modifican las coordenadas del propio lenguaje político y su tradición.

La imaginación y responsabilidad de los ciudadanos son dos cualidades individuales y colectivas necesarias para salir del atolladero. Sin estas virtudes “cívicas”, los partidos políticos seguirán caminando en círculos cada vez más estrechos hasta terminar ahorcando el mismo destino de la República. El orden constitucional se quedará sin oxigeno posible.

En la mente de muchos está una de las posibles soluciones: establecer un gobierno de coalición o al menos un gabinete con esa característica. Ello permitiría coincidir la energía social, detonada y latente y los canales institucionales posibles al replantear el poder nacional desde su misma cúspide.

[1] http://www.reforma.com/aplicaciones/editoriales/editorial.aspx?id=107055&po=3

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