En algún momento declaré públicamente que dejaría Facebook si me imponía su nuevo formato: la biografía en su versión en español o timeline, en inglés. Entiendo la necesidad de que los diseñadores gráficos se ganen la vida. Es inevitable que los perfiles de los coches se modifiquen, que el logo de las sopas, la caja de los cereales y las latas de los jugos cambien cada cierto tiempo. Pero me encabrona cuando empeorar es obligatorio.
Si buceo un poco en mis recuerdos, lo primero que me viene a la memoria son los libros de doble columna de la Editorial Porrúa. No creo que sólo a mí me irritaran. Después de décadas de inmodificable fidelidad, la colección Sepan Cuantos lleva ya rato reimprimiendo sus libros con caja simple. Apretada, pero bueno, al menos ya no son dos columnas: una mejora.
Me encabrona que me obligan a empeorar, pero me encabrona más conformarme. Mariana Alegría, me dijo: Es como cuando cambian de versión de Windows. Exactamente: escribo esto a mano (junto a la alberca) y luego lo paso en limpio en una Mac que por cierto no usa Lion como sistema operativo.
Primero intenté discutir de manera inteligente e individualmente con quienes repetían pendejadas en sus propias páginas, y de manera colectiva desde mis propias publicaciones. Intenté el análisis serio –finalmente soy producto de una educación universitaria sumamente rigurosa– pero también el humor –pues después de todo soy también hijo del cine y la televisión– y acabé por cansarme.
El siguiente paso fue convertir a los más imbéciles de mi lista en ex-“amigos”. Se siente un poco más como cuando uno cortaba con su novia. Algo de culpa y algo de placer. Placer culpable. Cortaba y cortaba esas decenas de conocidos de conocidos, de ecos del 2006, y acabé como el Coriolano de Shakespeare, que cuando está a punto de ser exiliado, dice inolvidablemente “I banish you”. Así que me expulsé de Facebook aprovechando que me pusieron la puta biografía.
Vita nova
Hago propósitos como si fuera 31 de diciembre. Voy a nadar, voy a escribir, voy a ir al cine, voy a ver en cara y hueso a los amigos para cenar con ellos y emborracharnos, voy a leer sus libros en vez de sus posts sobre sus libros. Muy pronto, la promesa se convierte en la proverbial bola de nieve: un monstruo benigno que me abrillanta el futuro.
La primera mañana del resto de mi vida me sobra café. Y al mismo tiempo me hace falta. He revisado mis dos cuentas de email, ojeado los tres periódicos que frecuento. Pero a pesar de todo no estoy lo suficientemente despierto como para empezar a leer filosofía o para arrancar con la siguiente página del libro que escribo sobre los economistas del siglo XIX. La alberca la abren hasta las diez. Bajo a mear y me corto, innecesariamente, las uñas de los pies. Con el libro de Zizek entre las manos, trato de acordarme de qué hacía antes, cuando no existía Facebook, a la hora del primer café.
Sociología de la abstinencia
Como suele pasar, la pregunta habitual es la equivocada. ¿Para qué sirven las redes sociales?, implica un optimismo exagerado y por lo tanto inaceptable. Como si la Primavera Árabe, por ejemplo, no fuera el logro de decenas de miles de valientes rifándosela en las calles contra sus gobiernos sino los tweets y los posts (en inglés naturalmente) de algunas decenas de internautas bilingües. Casi como si el heroísmo se hubiera retirado a los circuitos de lo virtual. La pregunta se debe plantear de otro modo: ¿por qué me emociona filtrar mi experiencia de la vida a través de este medio?
Se me ocurre, en los primeros días que dejo de usar Facebook que parte de lo que nos causa la “decepción democrática” es la manera en que nuestro voto se disuelve: tenemos voto pero ni siquiera en las decisiones de escala más modesta, al nivel absolutamente local es voz. Si uno se encabrona lo suficiente sale y marcha, está callado. Con Sicilia, con el 132, con el SME. La verdad no conozco a nadie que sepa quién es su diputado, que le escriba y exija a sus senador un voto a favor o en contra de cierta iniciativa y mucho menos que tenga la sensación que lo escuchan. No por las buenas.
En Facebook en cambio se tiene la sensación de que existe una democracia directa, inmediata y centrada en los afectos, lo que acaso sea más importante que todo lo demás. Cuando publiqué que el trasplante de riñón de mi hermano había sido exitoso o que Historias que regresan estaba por llegar a librerías, cerca del 20% de mis amigos picaron like y varias decenas comentaron algo. En el Facebook se produce una variación muy agradable de la democracia: la voz importa. Uno publica y los demás votan. Además el ejercicio democrático tiene un ir y venir: también voto (o me abstengo) respecto a la voz de los demás; voto o me abstengo; no existe el voto en contra, el gesto de los emperadores romanos en el coliseo indicando que no perdonaban al gladiador vencido, por mucho que nos guste, no está disponible.
¿Y entonces por qué te fuiste?
Si por allí te enteras de lo que no estaba mal haberte enterado y si allí reencontraste gente que vale la pena, restaurantes que disfrutas, textos importantes en medios que no frecuentas ¿no es demasiado exagerar el darle el dedito de la muerte, no tendrías que haberte mordido un huevo y aguantar? Creo que no. No sólo porque logré armar todos los muebles de mi casa nueva y porque por primera vez en seis meses fui al cine (ya encarrerado el ratón, chingue su madre Netflix). No sólo eso: creo que la minidemocracia de Facebook, si bien es un alivio en contra de la falta de huevos (para empezar del PAN y luego del IFE y luego del TRIFE) y de la desilusión democrática, sólo ejerce sus poderes curativos a cambio de crear, precisamente una ilusión democrática: una comunidad sin la responsabilidad común, sin la deuda originaria y fundamental que comparte no lleva a cabo un trabajo compartido y por lo tanto nada garantiza que persista. Es tan fácil estar como largarse.
A pesar de todo debo confesar que cuando el día de mi cumpleaños Tamara sube una foto de la casa nueva con un pie que dice que a pesar de estar ausente se me extraña y con una respuesta, según ella, extraordinaria, casi no puedo resistir la tentación. Mi hermano insiste: un chingo de gente me está felicitando. Así que acabo por asomarme unas horas a mi dizque ausencia. La fantasía del suicida: ver cómo lo lloraron un chingo.
Facebook está diseñado para que sea extraordinariamente fácil volver. No se necesita una nueva contraseña. No se necesita contestar preguntas del estilo: ¿Cómo apodaban al gordito de la clase? A diferencia de las relaciones sentimentales, aquí no hay panchos ni chantajes después de la traición. Punto a favor. Pero al mismo tiempo punto en contra. Otra vez, el problema de lo demasiado fácil.
No es casualidad que la democracia y la amistad siempre hayan estado relacionadas: la democracia es el gobierno de los iguales, es decir, de los amigos. Facebook o mi exilio de Facebook que hace pensar que acaso tiene que haber cierta resistencia, algo de sufrimiento: la llamada a las tres de la mañana desde la cantina o, peor, desde El Torito, desde la tristeza; la hueva de ir a la presentación del libro del amigo; la boda de la amiga que te gustaba con un cabrón que ni siquiera te caga. Existe y debe existir un trabajo de la amistad porque eso enseña cierta verdad sobre la democracia: no se produce gratis, y si no levantas la voz, a tu voto se lo lleva el viento. El voto grande, no los votitos. El voto diario, no fortalece, sino desgasta.
Se fue sin decir ni tuit
Me dejo hacer un poco de trampa y abro una cuenta de G+. Pero por suerte es más aburrido que La hora nacional. Me tienta Twitter. Llego hasta el punto de confirmar mi nombre pero me arrepiento. Si me he pasado la vida madurando mis pensamientos y fui treinta años a la escuela para sacar un doctorado, no veo por qué de pronto tirarme a la publicatio precox.
Había pensado el volver al terminar de escribir este artículo. Pero ahora que lo releo, me convenzo de que tiene cierta importancia quedarme de este lado de la barda cibernética. Después de todo, me acaban de llegar por correo electrónico las fotos del cumpleaños de mi papá y tengo correspondencia por contestar. En una de esas hasta compro sobres y mando algunas cartas de papel.
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José Ramón Ruisánchez Serra. Estudió Letras Hispánicas en la UNAM y la maestría en Literatura Comparada y el doctorado en Literatura Latinoamericana en la Universidad de Maryland. Es profesor asistente del Departamento de Hispanic Studies de la Universidad de Houston. Ha publicado, entre otras, la novela Nada cruel (Era, 2008). Su más reciente publicación es el libro Materias dispuestas: Juan Villoro ante la crítica (Candaya Ensayo, 2012).