Alberto Buitre / The Huffington Post
“Esta es la dictadura que el PRI ofrece”, consignaba el texto, y bajo las letras, la fotografía de un hombre colapsado en el charco de su propia sangre, con la espalda descubierta, amoratada, descalzo y herido, de rodillas ante dos agentes antimotines a las órdenes de Enrique Peña Nieto, quienes exhiben los resultados del operativo que recién culminaba aquella mañana de jueves, cuatro de mayo de 2006 en el centro de San Salvador Atenco.
Otro letrero expone: “No a la represión en el Estado de México”, en la vinilona que ahora cargan los activistas del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) del municipio mexiquense de Coacalco, durante su marcha por el corredor de Madero hacia el Zócalo capitalino, cuando este domingo 9 de septiembre, desde lo alto del templete, Andrés Manuel López Obrador pedía apoyo para la conformación de su propio Partido.
Pero, ahí abajo, en el camino de los adoquines de la Plaza Constitución, estos ‘Morenos’ saben que ni AMLO los salvará de quien los espera al regresar a sus barrios y calles. Ya los conocen. Así les ocurrió el pasado 24 de junio, cuando siete de ellos fueron detenidos y golpeados por policías municipales de Coacalco, a una semana de las elecciones presidenciales. Pero de lo que entonces sucedió poco se supo, hasta ahora:
POR “DIFAMAR” A PEÑA NIETO
“¡Me está tocando un oficial hombre! ¡Me está tocando un oficial hombre!”, gritaba Isabel desde el interior de la patrulla PVU-238. Adentro, un agente de la policía municipal de Coacalco, Estado de México, le pasaba la mano por las piernas, el pecho y las nalgas. Isabel seguía aullando, con la voz ahogada por los nervios que colapsaban sus palabras: “¡Me está tocando un oficial hombre!», clamaba auxilio. Sus compañeras, integrantes del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) en ese municipio asfáltico y caótico del Valle de México, forcejeaban contra otros policías. Los brazos hinchados de los agentes, morenos y curtidos, atajaban sin contemplaciones los intentos de las activistas por rescatar a su compañera. Estas daban pasos hacia atrás empelladas por la fuerza bruta de los oficiales. Pero regresaban. Sacaban su celular y filmaban aquello, endurecidas y aterrorizadas. Grababan los gritos, los golpes bajos, los empujones.
Un testigo se acercó y arengó a los oficiales.
¡No les pueden hacer esto, son unas damas!
Uno de ellos le ponía la mano en el pecho, como hacía con las otras:
¿Qué se le ofrece? ¡Retírese!
Las compañeras de Isabel pedían ayuda. Alzaban los gritos y exigían sus derechos entre balbuceos, desde el miedo y la emergencia. A su amiga la llevaban detenida sin orden judicial. De sus manos caían al piso unos volantes de protesta contra el entonces candidato presidencial Enrique Peña Nieto. En ese momento, el país estaba a una semana de las elecciones que devolverían al PRI a la presidencia de México. Isabel iba presa sin cargo en el Estado que, el ahora presidente electo, había gobernado apenas un año antes.
A puñetazos y empellones, cuatro agentes, dos mujeres y dos hombres, lograron meter a Isabel a la patrulla. Uno de ellos, al parecer un sargento, ordenó la huida y el auto arrancó por la avenida Coacalco.
Ahora sí, denle su merecido”.
Un oficial obedeció. Agarró del pelo Isabel a con un puño. Le azotó la cabeza contra la ventanilla de la patrulla. La sien de muchacha chocaba contra el vidrio grueso y blindado, aturdiéndola, enmudeciéndola de horror. El oficial repetía la dosis. Sin soltarla del pelo le estrelló de nuevo la cabeza contra la ventanilla. Se divertía, antes de llegar a los separos (cárceles) del Ministerio Público, a donde pararía Isabel.
Cuando la patrulla huía, las otras activistas quedaron sembradas en la calle frente a más agentes. Una policía mujer vio que Elizabeth, amiga de Isabel, seguía filmando con su celular sin parar de gritar aterrada, reclamando una justicia que no estaba en las placas ni en el uniforme raído de la Policía Municipal de Coacalco. La agente acechó a Elizabeth y le amenazó:
Ahora sí, perra, vas a ver cómo te va a ir para que no te queden ganas de seguir grabando”.
Pero Elizabeth no dejó de filmar. Dio unos pasos hacia atrás y le plantó la cara a la policía que era un puñado de estrés: “No, pero por qué, si yo no estoy haciendo nada”.
¿Ah, no? ¡Pues ahora sí vas a ver!”
Cegada, la oficial se fue encima de Elizabeth. La atajó a puños y codazos. Pero ella no dejó de filmar. La policía le tomaba los brazos, le empujaba, le daba puñetazos en el estómago, tratando de zafarle el móvil. Estaba encabronada. Mucho. Más de cien kilos de encabronamiento con placa de oficial de policía. Eran las cuatro de la tarde en Coacalco y aún hervía el asfalto y las cabezas de los que caminaban. Los que pasaban, miraban atónitos y divertidos. Policías armados con fuego contra civiles dotados de coraje puro. Un cuadro común en este valle, cercado por una red de canales de aguas negras que hiede a mierda, orina y la peste de cualquiera que de pronto llega a morirse ahí por borracho o ejecutado por el narco. Una mujer que veía decidió acercarse a ayudar.
– ¡Déjala! ¡Ella no estaba haciendo nada! – le gritó a la policía.
¡Cállate perra porque sino a ti también te subimos!”, respondió la oficial, enardecida y frustrada.
La escena era dramática y cómica. La oficial intentaba subir a Elizabeth a una patrulla. Pero no podía. Elizabeth mantenía la fuerza y se soltaba de los brazos de la policía sin dejar de filmar con su celular. La oficial llamó a otra agente. Otra policía gorda, con cara de hombre y cabello pastoso. Entre las dos agarraron a Elizabeth de la ropa y a rastras intentaron subirla a una pickup, una “julia” o “jaula” –como aquí le dicen-, útil para las redadas en los barrios más bajos de Villa de las Flores, donde no se vive sin navaja al cincho.
Pero Elizabeth no se dejaba. Ponía los brazos en los tubos de la camioneta para no dejarse subir. La furia de las oficiales les nubló y comenzaron a pellizcarle con la mano abierta, los brazos y las piernas. Las venas de Elizabeth se rompían por debajo de la carne puñeteada, brotándole sangre y moretones de forma instantánea. Una de las policías le ordenó a la otra jalar a la activista desde arriba de la patrulla. Pero la fuerza de Elizabeth era más. Sus nervios le endurecían los brazos y era como mover una piedra compuesta de huesos y músculo. Una piedra que intentaba sobrevivir. Al fin, Elizabeth pensó que si se dejaba subir a la camioneta pickup, podría acompañar a su amiga Isabel que para entonces ya debía estar retenida en los separos. Entonces aflojó los brazos y se dejó detener, ante las policías que la miraban ceder con los ojos desorbitados de cansancio.
La camioneta arrancó por la avenida Coacalco para ir a los separos . Arriba de “la julia”, Elizabeth guardó rápidamente su celular en el pantalón. Sudaba y exhalaba aire caliente. Las policías sudaban más. Su uniforme de poliéster corriente azul marino, bajo el sol quemante y el asfalto que ardía en la tarde, les hacía sudar de las axilas, la vagina y la cabeza, apestando a mugre la cajuela de la patrulla. Una de ellas se acordó del celular.
– Te vamos a dar tu merecido para que no andes guardando toda esa mierda – le dijo la policía gorda a Elizabeth -. Ya sabemos para qué quieres toda esa mierda, para subirla a YouTube, para empezar a hacer chingadera y media.
Un policía hombre que iba conduciendo, preguntó a gritos desde el interior de la camioneta.
– ¿Ya borró la perra los videos?
-Ya – contestó Elizabeth.
– ¡No! ¡No ha borrado nada! – contestaron las policías mujeres, frenéticas.
Con la camioneta andando, de nuevo las oficiales se abalanzaron contra Elizabeth, metiéndole mano por la cintura y el trasero. Pero no pudieron quitarle el celular. En eso estaban cuando la patrulla dio media vuelta sobre la avenida, hasta donde había un piquete de policías y más patrullas. Las agentes que iban con Elizabeth se bajaron junto con el conductor. Algo acordaban. Sudaban y hedían. Entonces Elizabeth sacó de nuevo su celular y rápido mandó un mensaje de texto a la representante deMorena en la región: “Ya nos agarraron”, texteó. Luego guardó el móvil. Las policías regresaron y siguieron con la cantaleta, empellando y gritándole en la cara a la activista.
¡Ya sabemos para qué quieres esa mierda, para subirla a YouTube! ¡Esas son jodederas de gente como ustedes que siempre está perdiendo el tiempo!”
La patrulla llegó a los separos y Elizabeth aún guardaba su celular. La bajaron entre tres policías a empujones. Elizabeth reclamó irónica.
– ¿Pero qué hacen tres aquí? Yo no me voy a ir a ningún lugar – decía alzando los brazos en sorna, mientras caminaba entrando a la sede ministerial de Coacalco.
Al cruzar la puerta al área de retención, Elizabeth vio a siete de sus compañeros y compañeras, incluyendo Isabel, que yacían detenidos. Frente a ellos, las y los agentes eran una masa azul marino de frustración, hedientos y encabronados. Respiraban y exhalaban sin parar, como ganado en brama, ardido e impaciente. En tanto, los de Morena se hacían uno, cada cual sentado junto al otro. Intentaban mirarse, reconocerse, saber cómo estaban. Ahí Elizabeth se enteró que durante el forcejeo inicial, un policía azotó contra el piso a uno de sus compañeros y lo pateó hasta quebrarle los lentes. Que le hizo una llave china, torturándolo a punto de quebrarle el brazo, para subirlo a una patrulla.
Luego los oficiales les interrogaron. Les exigían decir sus datos personales, pero los activistas se negaron.
– Mejor díganlos, porque si no los dicen, les va a ir peor – les amenazaron-. Díganlos porque de todos modos los vamos a saber – insistían, cada vez más ofuscados.
– A nosotros no nos han leído nuestros derechos y además no nos han dicho por qué nos están deteniendo.
Uno de los agentes, nublado y rabioso, agarró una de las mochilas que portaban los activistas y de ella sacó unos volantes. En uno de ellos aparecía la figura del candidato presidencial Andrés Manuel López Obrador y en otro, una gráfica comparativa entre los gobiernos de López Obrador en el Distrito Federal y de Peña Nieto en el Estado de México. El priísta salía muy mal parado en las gráficas.
– ¡Por esto los detuvimos! ¡Por andar repartiendo propaganda negra!
– ¿Cuál propaganda negra, si estos son datos? Y además es la verdad.
– ¡Pues esto es propaganda negra y además no lo pueden hacer!
Pasaba la discusión cuando Elizabeth se acordó de su teléfono celular. Lo sacó, montó el video y comenzó a filmar, otra vez. Una de las policías que la detuvo, la vio y comenzó a gritar:
¡Esa perra está grabando!”
El sargento se fue encolerizado contra Elizabeth para tratar de quitarle el celular. Le agarró por los brazos y le dobló los dedos por detrás de la mano, hasta que la activista soltó el móvil, rugiendo harta de dolor. El policía agarró el teléfono y se lo restregó a Elizabeth por la cara.
– ¿Querían represión? ¿Querían represión? ¡Pues ahora van a tener represión completa!
Le aventó el teléfono a una de las policías, mientras se encabronaba más y agarraba contra la mesa a puñetazos y mascullaba a repeticiones que aquellos videos también eran propaganda negra. Mientras, la agente tomó con una de sus compañeras y se fueron con el celular a un rincón de los separos a tratar de borrar los videos. Los activistas de Morena oían sin escuchar los regaños histéricos del presunto sargento, cuando de pronto entró un comandante a pretender hablar con los detenidos.
– A ver, yo entiendo que luego mi gente se extralimita, yo no quiero eso, pero pues yo no soy su niñera. Escúchenme, yo quiero que la cosa sea tranquila. Yo quiero que cooperen…-decía con pose de buen policía.
Elizabeth alcanzó a mirar hacia afuera de los separos, mientras el comandante hablaba. Más de sus compañeros ya estaban apostados afuera de la sede policiaca, aguardando por ellos. El comandante trataba de convencerlos de declarar ante el agente del Ministerio Público por los aparentes delitos que les imputaban, pero los activistas se negaban y respondían que nada tenían que declarara pues nada malo habían hecho. El agente hablaba e insistía con tono diplomático, pero los activistas insistieron. Mientras duraron las diligencias, la representante de Morena y otros compañeros negociaban garantías para que fueran los activistas fueran a declarar ante un fiscal. El comandante se calló y Elizabeth y sus siete compañeros salieron de esa oficina, para ir a donde rendirían declaración ante un agente del Ministerio Público. Tenían que atravesar un pedazo de calle, no sin dejar de sentir la brama de los policías que seguían montados en la cólera y en su berrinche.
Ya eran más de las seis de la tarde. El sol abrumador del mediodía se había ido de Coacalco. Llovía ligero y el viento calaba. Al salir de los separos, las policías que acosaron a Elizabeth la siguieron por detrás. Desde ahí, la agarraron del pantalón y la alzaron como en calzón chino para intentar tirarla. Luego, un par de agentes le dieron puñetazos a otro activista, haciéndolo caer al asfalto mojado. El grupo gritó y entre la valla policiaca intentaron proteger a su compañero caído entre la peste a lluvia y mierda de las coladeras, antes que los policías le pegaran de nuevo. Las atendió una fiscal mujer. Ante ella, la funcionaria les dijo que estaban ahí acusados “porque había habido una denuncia por difamación”. Elizabeth arengó:
– ¿Cómo es posible? Ojalá así cuando hay denuncias se pusieran a trabajar. ¿Cómo tan rápido nos acusan si hemos estado aquí poco tiempo? ¿Difamación de qué?
– Denuncia de difamación al candidato del PRI – respondió la fiscal.
– Bueno, ¿y dónde está el que nos está denunciando?
– No, pues, ahorita llega.
– ¿Y cómo se llama el denunciante?
La fiscal no atinó a decir un nombre. Estaba nerviosa y unas perlas de sudor brotaban de su frente. Traspapelaba unos documentos. Tocaba con sus dedos el escritorio, mirando quizá sin mirar, los reclamos de los activistas que le decían que habían sido aprehendidos con lujo de violencia. La fiscal miraba un poco a sus caras, descompuestas, arrugadas y terrosas. Luego evadía sus miradas. Ellos y ellas seguían reclamando el nombre del denunciante. La fiscal llamó a uno de sus achichincles (ayudantes), pidiéndole que verificara el nombre de quien supuestamente los tenía ahí, en las oficinas del Ministerio Público, amoratados, indignados, sangrando y sucios. Afuera el barullo crecía. Más activistas se concentraron en el edificio gritando que les soltaran. Para esa hora, las imágenes de lo que había ocurrido un par de horas antes en la avenida Coacalco ya circulaban por Facebook y YouTube.
El alboroto escaló las protestas contra el Ayuntamiento que entonces encabezaba Roberto Ruíz Moronatti, quien perdiera en sus pretensiones por ser diputado federal, contra el Gobierno del Estado de México y contra Enrique Peña Nieto. Se rumoró que el coordinador nacional de la campaña de López Obrador, Ricardo Monreal, ya había movido sus influencias, que había hablado con el gobernador mexiquense, Eruviel Ávila, pidiéndole soltar a los activistas de AMLO. Entonces apareció el supuesto demandante. Alberto, dijo llamarse. Se abrió el careo, pero los de Morena se negaron a declarar. Así estuvieron un par de minutos, hasta que la fiscal decretó una pausa. Los activistas salieron y hablaron con sus compañeros. Estos intentaban zafarlos de aquella escena judicial. Les pidieron esperar y entraron las oficinas, solo ellos. Al cabo de unos minutos, salieron con un documento.
– Ya nos vamos. Firmen esto.
– ¿Pero, qué pasó?
La representante les contó que habían logrado a hablar con el tal Alberto, intentando acordar la liberación. Aprovechando el barullo de las protestas y el escándalo que ya estaba en las redes sociales, lograron doblar al presunto denunciante. Éste les confesó:
– No, miren, ustedes están aquí y ya saben cómo está la cosa. O sea, yo la verdad, a mí me mandaron. Porque yo no sé ni qué onda. Pero a mí me mandaron. Yo la verdad no quiero que pase mayores y no quiero que esto se complique.
La representante lo escuchó satisfecha.
– Si ustedes no meten una denuncia, ni demandan, ni nada, pues yo retiro los cargos.
– ¿Seguro?
– Sí, hombre.
Alberto dejó el caso. La fiscal, aparentemente, lo había dejado solo. Elizabeth y sus compañeros volvieron a la calle. Y casi al mismo tiempo, descubrieron que el presunto denunciante se llamaba Alberto Guerrero Aguilar y era un empleado del Ayuntamiento de Coacalco asignado al puesto de auxiliar en el área de Compras y Control de Gasto.
La noche de una semana después, la televisión declaraba a Enrique Peña nieto ganador de las elecciones a la Presidencia de México.
Y hace escasos tres días, Elizabeth y sus compañeros se enteran en el Zócalo capitalino de la decisión de Andrés Manuel López Obrador de crear su propio partido político.
The Huffington Post / Especial en México para SinEmbargo.mx