Jorge Javier Romero Vadillo
11/01/2018 - 12:00 am
El enrevesado 2018
La única vez que López Obrador ha ocupado un cargo de gobierno, actuó con pragmatismo y usó los mecanismos del régimen patrimonial y el sistema de botín de la administración como cualquier otro político mexicano de los de siempre, aunque dicen que él personalmente no se enriqueció. Pero bien que usó el cargo para allegarle recursos a su primer intento de asalto a la presidencia. Lo más probable es que si en este tercer asalto logra ganar, su presidencia no sea nada excepcional, más allá de su retórica indigesta de predicador de pueblo.
Pinta mal el año que comienza. Todo pronóstico tiene algo de hechicería, pero por lo que se ve, las cosas se pueden poner muy feas, en México y en el mundo.
Año de incertidumbres, el que comienza no pinta bien para la economía nacional. No solo por los avatares propios del ciclo electoral en un país donde la economía está altamente politizada, sino por las vicisitudes que la renegociación del Tratado de Libre Comercio de la América del Norte está ya planteando. La proverbial inquina que el presidente de los Estados Unidos le tiene a México no hace esperar nada bueno de las nuevas reglas para el comercio regional, sobre todo cuando de Canadá no se puede esperar solidaridad alguna y cuando, gracias al empeño de los genios económicos gubernamentales y al empecinamiento de los empresarios acostumbrados a la protección estatal, la casi única ventaja competitiva del país es la miseria salarial. Ya al final de 2017, según el Wall Street Journal, México se encontraba al borde de la recesión; así, en un clima de polarización política y con serias amenazas para México en el mercado internacional, poco se puede esperar del desempeño de la economía en este año.
Pero las mayores contingencias que se advierten provienen de la política, de una democracia que no acaba de asentarse, pues se ha convertido en el escenario de la rebatiña por los recursos públicos, en medio de acusaciones mutuas de corrupción que casi siempre son ciertas. Las campañas han arrancado ya, a pesar del increíble disfraz de precampañas, y ya apuntan al conflicto. Un profesor que tuve en el doctorado, Philippe Schmitter, decía que una transición a la democracia concluía cuando la política se volvía aburrida, pues los procesos electorales eran tersos y los cambios esperables de un gobierno a otro eran menores. De ser así, en México estamos muy lejos de haber concluido esa transición, pues las elecciones siguen siendo turbulentas y la posibilidad de un gran vuelco desestabilizador no es remota, sobre todo cuando el presente es tan insatisfactorio.
Los candidatos velan armas. Los recién llegados a la contienda comienzan a mostrar su repertorio estratégico, que se antoja pobre, mientras que el enemigo a vencer, el candidato permanente, muestra que es fiel a sí mismo: desarticulado, confuso, caprichoso, críptico. La letanía de epítetos se puede prolongar al infinito, pero una cosa queda clara: a pesar de su pertinaz presencia en el escenario, su prolongada exposición en medios, Andrés Manuel López Obrador sigue siendo una incógnita; lo mismo dice una cosa un día que la contraria en otro auditorio y sus propuestas parecen más bien ocurrencias, mientras es evidente su desprecio por el conocimiento experto y la deliberación pública. Su variopinta coalición, que va de la izquierda radical al fanatismo religiosos más rancio, lo pinta como lo que es: un demagogo latinoamericano de los de siempre.
La única vez que López Obrador ha ocupado un cargo de gobierno, actuó con pragmatismo y usó los mecanismos del régimen patrimonial y el sistema de botín de la administración como cualquier otro político mexicano de los de siempre, aunque dicen que él personalmente no se enriqueció. Pero bien que usó el cargo para allegarle recursos a su primer intento de asalto a la presidencia. Lo más probable es que si en este tercer asalto logra ganar, su presidencia no sea nada excepcional, más allá de su retórica indigesta de predicador de pueblo.
El candidato del partido en el gobierno se presenta, en cambio, como un retador desangelado. El pesado fardo que carga y del que no se puede deshacer está lleno de los errores de Peña Nieto, de la rampante y continuada corrupción del partido que lo postula, del hartazgo nacional con la desfachatez de los gobernadores surgidos del PRI. Se quiso presentar como ciudadano sin partido, pero sin nada propio que ofrecer más allá de una carrera burocrática de dudosos logros, ha tenido que recurrir al amparo de la maquinaria priista para subsistir.
Meade se nos ha presentado como un experto, como un hombre de sólida formación técnica y como un liberal. Sin embargo, ha salido a decir barrabasadas en favor de la malhadada Ley de Seguridad Interior, que muestran un talante autoritario y ha tenido deslices de hipocresía conservadora, como cuando se negó a la foto con una bandera arcoíris. No mueve a la emoción su cansina presencia, ni entusiasman sus propuestas por innovadoras. No hace sino ofrecer la misma receta fallida del último cuarto de siglo, guardián de la ortodoxia del estancamiento. Sin el aparato del PRI no obtendría más que un puñado de votos. Su reacción en el caso Chihuahua ha sido absurda: lo muestran como garante del pacto de impunidad, cuando pudo simplemente pedir respeto al debido proceso e independencia en las investigaciones. Marcó su compromiso.
En frente, el Frente. Algún atisbo de contenido programático liberal y moderno le han querido dar a la coalición de oportunidad con la que intentan salvar el pellejo el destartalado PAN y el moribundo PRD, en dantesca compañía. Empero, no convence. Fue más listo que sus adversarios en el PAN y se convirtió en el clavo ardiente del cual se pudieran asir los restos del aparato burocrático que controla buena parte de la red de clientelas del PRD, cuya precaria legitimidad depende de la reivindicación de algunas causas programáticas afines a la pequeña franja de la sociedad civil organizada que impulsa la construcción de una democracia constitucional como marco gubernativo de un Estado social y de derechos.
Campañas carentes de sustancia, centradas en la personalidad de los candidatos, perversión de la democracia idealizada, trastocadas en mera demagogia. Ambiente crispado y a ras del suelo, donde cualquier idea de voto útil es mera desesperación. Sin proyecto transformador, las campañas no son otra cosa que competencias de mercadotecnia que apuestan a la desidia ciudadana.
¿Alguna idea para mejorar la cooperación y la competencia entre los mexicanos? Nada relevante. Solo en los márgenes se oye a un precandidato al gobierno de la Ciudad de México, Salomón Chertorivsky, reivindica algún tema relevante para la sociedad contemporánea. Al menos en la Ciudad de México la campaña ha logrado, casi en sordina, que se escuche algo sobre los temas que deberíamos estar discutiendo, si de lo que se trata es de construir una comunidad viable en el siglo XXI.
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