Jorge Javier Romero Vadillo
09/02/2017 - 12:00 am
Centenario de un fracaso
La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos ha cumplido un siglo de haber sido promulgada, si bien no entró en vigencia hasta unos meses después, el 1 de mayo de 1917. Aunque en la historia oficial se trató del punto de llegada de las convulsiones revolucionarias que sacudieron a México desde noviembre de 1910, […]
La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos ha cumplido un siglo de haber sido promulgada, si bien no entró en vigencia hasta unos meses después, el 1 de mayo de 1917. Aunque en la historia oficial se trató del punto de llegada de las convulsiones revolucionarias que sacudieron a México desde noviembre de 1910, la verdad es que solo se trató de un paso hacia la estabilización, la cual no se logró hasta años después, cuando la lucha armada por el control territorial y el reparto de rentas devino en pacto político, con su conjunto de reglas del juego no escritas que en algunos casos completaron las establecidas en la carta del 17, mientras que en otros las suplantaron.
La Constitución de 1917 tiene, sin duda, un enorme valor histórico. En primer lugar, porque se trató de un nuevo intento por dotar al Estado de una institucionalidad formal eficaz. Carranza convocó al Congreso Constituyente de 1916 con el objetivo de reformar la Constitución Política de la República Mexicana de 1857, precisamente en aquellos aspectos que se consideraba habían provocado su fracaso: la extrema debilidad de la Presidencia de la República, acotada por un Congreso demasiado poderoso, lo cual había conducido, según la entonces popular tesis de Emilio Rabasa, a que, en lugar de un régimen constitucional democrático, engendrara la dictadura de Porfirio Díaz.
Sin embargo, la convocatoria del congreso no fue un dechado de ejercicio democrático, pues expresamente quedaron impedidos de participar aquellos que hubieran combatido contra el ejército constitucionalista, con lo que fueron excluidos no tanto los representantes del antiguo régimen porfirista, como quienes colaboraron con el gobierno de Huerta, lo mismo que los partidarios de Villa y la Convención y los zapatistas. Solo estuvieron representados los constitucionalistas, por lo que solo estuvieron representados los triunfadores de la guerra civil. El Constituyente de 1916–17 no fue, así, un espacio en el que estuviera representada la pluralidad del país. Una vez más, como sus predecesoras de 1824, 1836, 1843 y 1857, la carta resultante fue el producto de una victoria militar, no del consenso de la diversidad política del país en conflicto.
El Constituyente aceptó casi sin réplica las propuestas de Carranza, elaboradas en realidad por Luis Cabrera, respecto a la relación entre poderes. Se estableció la elección directa del jefe del ejecutivo por voto universal, en lugar de la indirecta establecida en 1857, y se le otorgaron mayores atribuciones respecto al legislativo y al judicial. Además del fortalecimiento solicitado por Carranza, el constituyente le dio al Presidente de la República enormes atribuciones en materia de derechos de propiedad, pues con el objetivo de llevar a cabo la reforma agraria, el ejecutivo quedó facultado para llevar a cabo expropiaciones sin contrapeso judicial. Con ello, los gobiernos posteriores tuvieron una gran capacidad para manipular la economía.
A pesar del pacto político que le dio origen, la Constitución de 1917 fracasó como marco institucional para resolver la primera sucesión presidencial de su etapa de vigencia, en 1920. Fue una nueva rebelión militar la que zanjó la cuestión de la sucesión de Carranza, con su muerte de por medio. Rebelión hubo de nuevo en 1923–24 para determinar la sucesión de Obregón y la constitución hubo de ser reformada para que el caudillo se reeligiera en 1928 en un proceso sin contrincantes auténticos. Ninguno de los señores de la guerra que aspiraban a ocupar la presidencia confiaba en el respeto a las reglas establecidas para llevar a cabo la elección. El ideal democrático había tornado en entelequia.
Además, a pesar del supuesto fortalecimiento de la presidencia, desde el principio se hizo obvio que el nuevo diseño no había resuelto el potencial conflicto entre ejecutivo y legislativo implícito en todo régimen presidencial. Carranza se vio enfrentado a la primera legislatura electa con las nuevas reglas y después el poderoso Obregón hubo de sobornar a unos diputados y provocó el desafuero de otros para lograr sacar sus presupuestos y su agenda legislativa. Durante la década de 1920 fueron el cohecho y la coacción los mecanismos con los que se obtuvo la disciplina legislativa necesaria para avalar las políticas presidenciales. En 1928, de nuevo el desafuero de legisladores fue usado para obtener la unanimidad en el Congreso con la que se eligió a Emilio Portes Gil como presidente provisional después del asesinato del caudillo.
Fueron el pacto político de 1929 y los sucesivos de 1938 y 1946 los que establecieron la auténtica constitución, no escrita, en la que se sustentó la estabilidad del régimen autoritario que imperó en el país durante el resto del siglo. Un arreglo que tomaba elementos establecidos en la Constitución formal –como la no reelección absoluta de presidente y gobernadores y la no sucesiva de legisladores y ayuntamientos, lo cual, por lo demás, no formaba parte del texto original, sino que fue añadido en 1933, como parte del pacto que dio paso al régimen de partido (casi) único, para lograr la disciplina política centralizada–, pero que se afianzó sobre la base de reglas fuertemente institucionalizadas aunque informales, como la facultad del presidente saliente para nombrar a su sucesor o las atribuciones del propio ejecutivo para ejercer el arbitraje en todo conflicto político del país, lo que hizo a cada presidente igual a Porfirio Díaz, pero solo por seis años.
Fue en lo económico donde el texto constitucional tuvo mayor influencia, precisamente por el grado de arbitrariedad que concedía al Presidente de la República para llevar a cabo procesos de expropiación, pero también en ese terreno la estabilidad se alcanzó con base en un pacto informal, establecido en 1946 con la llegada de Miguel Alemán a la presidencia, que supuso la suspensión de la modificación de los derechos de propiedad a cambio de un pacto rentista con los empresarios dispuestos a medrar bajo el manto protector del modelo de industrialización orientado al mercado interno. La espada de Damocles del artículo 27 constitucional se mantuvo como mecanismo de disciplina y su aplicación, en 1982, cuando la nacionalización de la banca, supuso la ruptura del concierto entre el régimen y los empresarios acordado 36 años antes.
La Constitución de 1917, con sus remiendos y contrahechuras no se convirtió en un ordenamiento real de la vida política, en un límite a la arbitrariedad del poder, sino a partir del último lustro del siglo pasado, con las reformas a la Suprema Corte para convertirla en un tribunal de constitucionalidad y con la reforma electoral que dio certidumbre a los comicios. De entonces para acá ha demostrado sus limitaciones para garantizar la gobernación eficaz y ha sido objeto de reformas que han desfigurado su núcleo garantista con el pretexto de la seguridad. Es un texto abigarrado y monstruoso que ameritaría una reforma integral para, de paso, dotarla de la legitimidad que no tuvo en su origen como producto de un consenso nacional ampliamente plural. Pero después de lo visto en el Constituyente de la Ciudad de México, con el engendro de cursilería y buenas intenciones que resultó de ahí, mejor ni menearle.
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