Jorge Javier Romero Vadillo
06/04/2017 - 12:00 am
Seguridad y justicia, temas inseparables
Unos ayuntamientos en los que hasta el último gendarme le debe el empleo al presidente municipal en turno, y donde los ridículos salarios oficiales de los policías se completan con lo recaudado informalmente a través de pequeñas mordidas y sobornos mayores son evidentemente incapaces de tener una política de seguridad preventiva, como constitucionalmente les corresponde.
A pesar de la polarización y el empecinamiento mostrado por los principales promotores de iniciativas para legislar sobre seguridad interior, el debate nacional abierto por el tema ha tenido la virtud de poner en el centro de la discusión la necesidad de hacer una evaluación seria de las políticas públicas desarrolladas durante las últimas dos décadas para enfrentar el creciente problema de la violencia y la inseguridad, sobre todo durante los diez años a partir de que Calderón le declaró la guerra al crimen organizado.
El punto de partida de la evaluación debe ser la comprensión de la manera en la que el régimen de partido hegemónico –que no predominante, la categoría construida por el recientemente fallecido Sartori, tan del gusto del priísmo porque servía para suavizar retóricamente su dominio monopolístico y autoritario del Estado– administraba la seguridad y reducía la violencia. En efecto, el régimen del PRI controló el territorio y pacificó al país por medio de la venta de protecciones particulares y negociaciones personalizadas o clientelistas de la desobediencia de la ley. A pesar de su eficacia relativa, volver a ese arreglo no es ni deseable ni posible. Una democracia constitucional no puede sustentar su seguridad en la negociación permanente del orden legal, base de toda corrupción, además de engendrar profundas injusticias e iniquidades, pues los más poderosos o aquellos con mayor capacidad de resistencia política acaban siempre sacando ventaja.
El arreglo funcionaba, además, porque la pertenencia al PRI, órgano regulador de toda la circulación política y burocrática y, por lo tanto, del reparto del empleo público, servía como mecanismo de disciplina y porque existía un sistema de arbitraje centralizado en la presidencia omnímoda. Sin embargo, la competencia electoral y la pluralidad rompieron las redes tradicionales que le daban coherencia a la venta de protecciones particulares, por lo que cada Alcalde de pueblo o cada gobernador comenzó a negociar de manera autónoma; el arreglo se resquebrajó y comenzó a mostrarse contradictorio y disfuncional.
La pluralidad política surgió sin que se pactara la existencia de un Estado profesional, técnicamente capacitado y relativamente despolitizado que sustituyera al reparto clientelista del empleo público. Unos ayuntamientos en los que hasta el último gendarme le debe el empleo al presidente municipal en turno, y donde los ridículos salarios oficiales de los policías se completan con lo recaudado informalmente a través de pequeñas mordidas y sobornos mayores son evidentemente incapaces de tener una política de seguridad preventiva, como constitucionalmente les corresponde. Unos gobiernos estatales irresponsables, que no recaudan ellos mismos lo que gastan y que no tienen que rendirle cuentas a nadie, porque por lo general controlan a los congresos, a los poderes judiciales locales y, sobre todo, al ministerio público, evidentemente no tienen ningún incentivo para invertir en seguridad pública moderna y profesional, por lo que siguen usando a los cuerpos policiales tradicionales, venales y poco capacitados.
Pero los sucesivos gobiernos federales, desde que Zedillo creó la policía federal preventiva, tampoco han hecho lo suficiente para construir un cuerpo de policía nacional suficientemente eficaz para cumplir con las tareas que le corresponden en la lucha contra los delitos del fuero federal, principalmente los relacionados con el crimen organizado. Se supondría que dos décadas hubieran bastado para que hoy existiera un cuerpo policial federal con todos los recursos, capacidades técnicas y mecanismos de control para enfrentar adecuadamente sus responsabilidades, tanto de inteligencia e investigación, como de persecución de los delitos con estricto apego a la ley. Este Gobierno se comprometió, además, a dotar a la Policía federal con un cuerpo de intervención territorial moderno y capaz, aunque al final de cuentas abandonó el proyecto y su cacareada gendarmería se quedó en estado embrionario.
La insistencia por parte del Gobierno y del PRI en la aprobación de una ley de seguridad interior que regularice la utilización de las fuerzas armadas es un reconocimiento del fracaso de la política de seguridad que al inicio de su gestión se planteó Peña Nieto. Sin embargo, en la discusión reciente ha quedado claro, con base en la evidencia disponible, que con ello no se lograría el objetivo de construir un sistema de seguridad profesional y moderno, capaz de revertir la actual situación de violencia generalizada y desprotección de la sociedad. Por el contrario, se tendería a institucionalizar una política pública fallida, que no ha dado los resultados pretendidos, pues ni ha pacificado al país, ni ha reducido los delitos, ni ha disminuido el tráfico de drogas. Por el contrario, ha dejado una situación de violencia creciente, con la tasa de homicidios disparada y con comunidades devastadas e indicios razonables de una violación sistemática de los derechos humanos.
El debate de la seguridad interior se empata con el tema de la construcción de una fiscalía autónoma y eficaz, con la cual sustituir a la carcomida y putrefacta Procuraduría General de la República. También ahí el tema central es la profesionalización y la despolitización de sus actuaciones. Sin una fiscalía fuerte, sólida y legítima, percibida como realmente imparcial por la sociedad, tampoco habrá seguridad eficaz, porque todo el trabajo policial será frustráneo sin un cuerpo jurídico del Estado capaz de armar casos viables ante la judicatura y que no venda su protección de manera particularista. Esto, que es indispensable en el diseño y puesta en marcha de la nueva fiscalía federal, es todavía más urgente en la procuración de justicia del fuero común, pues en la mayoría de los estados las antiguas procuradurías venales e ineptas solo han cambiado de nombre al convertirse en fiscalías.
Finalmente, está el asunto de los jueces. La reforma judicial está inconclusa y el sistema oral acusatorio está en pañales en todo el país. Los jueces locales apenas si muestran signos de una auténtica profesionalización, cuando ya se busca echar atrás algunos de los avances del nuevo arreglo. La judicatura federal tampoco ha terminado de reformarse y siguen operando mecanismos de disciplina clientelista en sus fallos.
Empero, el proceso de reforma de todo el sistema de seguridad y justicia se ha llevado a cabo de manera fragmentaria, desarticulada y en ocasiones contradictoria. De ahí que sea pertinente el llamado que hacen el director del CIDE, Sergio López Ayllón, y el del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, Pedro Salazar Ugarte, para que las reformas necesarias en estos temas se aborden de manera coordinada e integral. Así, es indispensable la moratoria legislativa sobre seguridad interior y sobre miscelánea penal que piden, para pensar el tema desde una perspectiva integrada de políticas públicas. Y el mantra debe ser la profesionalización y la rendición de cuentas de todos los ámbitos responsables de brindar seguridad y justicia a la sociedad.
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