Primera de dos partes
Tenosique, Tabasco, 2 de abril (SinEmbargo).- El día está nublado y justo cuando suena el silbato que anuncia la llegada del ferrocarril, el cielo empieza a desprender sus gotas de lluvia que caen gordas, heladas, redondas a la tierra; primero en un pesado goteo y luego, casi inmediatamente, se convierten en chubasco.
Entonces unos 150 migrantes centroamericanos, entre hombres, mujeres y niños, corren hacia las vías del tren. Si están comiendo dejan el plato de frijoles con arroz blanco. Si están aseándose atrás del baño improvisado con cobijas, se meten la ropa con rapidez. Si descansan tirantes en el porche de la habitación para hombres del albergue La 72 Hogar para Migrantes, toman sus mochilas y saltan el cerco de alambre de púas hacia los matorrales, a la calle que los lleva directo a la esperanza.
Anthony Lenin Flores y Ronaldo Andino, dos jóvenes Hondureños de 21 años que llegaron al albergue el día anterior, corren sobre la hierba mojada empapados. Es la oportunidad que esperaban: el tren tenía cinco días sin pasar y nunca se sabe cuándo aparecerá.
En las vías del ferrocarril son 400 los que saltan a los vagones en cuestión de segundos. Unos que hicieron guardia durante día y noche, otros que llegaron del albergue ubicado a 500 metros de distancia y otros más que pertenecen a bandas del crimen organizado que al igual que los migrantes esperan –haciéndose pasar por uno de ellos-, con ansias a que esos vagones se llenen de indocumentados deseosos de llegar a la siguiente parada: Palenque, Chiapas.
Los fierros oxidados del tren escurren agua café. La lluvia cesó y la locomotora se detiene unos minutos mientras el maquinista habla por radio y los hombres se acomodan sobre los vagones y algunas mujeres estudian cómo brincar a la máquina sin caerse. Estos 400 son sólo una pequeña parte de la realidad migratoria en México.
Según el Informe Especial sobre Secuestro de Migrantes en México de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) publicado en 2011, existen distintas cifras sobre la cantidad de migrantes indocumentados que transitan por el país.
De acuerdo con los datos de la Subsecretaría de Población, Migración y Asuntos Religiosos de la Secretaría de Gobernación (SEGOB), anualmente ingresan 150 mil centroamericanos, pero organismos de la sociedad civil aseguran que son 400 mil.
Sobre la cantidad de migrantes secuestrados, las cifras que las autoridades le reportan a la CNDH son marginales. Pero de acuerdo con el trabajo de campo que realizó la comisión donde entrevistó a 68,095 personas, la violencia en contra de los migrantes no disminuye, sino se incrementa y el crimen organizado se especializa para cometer sus ilícitos.
“En un periodo de seis meses se documentó un total de 214 eventos de secuestro, de los cuales, según el testimonio de las víctimas y testigos de hechos, resultaron 11,333 víctimas. Esta cifra refleja que no han sido suficientes los esfuerzos gubernamentales por disminuir los índices del secuestro en perjuicio de la población migrante”, dice el documento.
En cuanto a las víctimas de secuestro 44.3% son hondureños; 16.2% salvadoreños; 11.2% guatemaltecos; 10.6% mexicanos; 5% cubanos; 4.4% nicaragüenses; 1.6% colombianos y 0.5% de ecuatorianos.
La CNDH documentó que 67.4% de los ilícitos sucedieron en el sureste del país (Veracruz, Tabasco y Chiapas); 29.2% en el norte y 2.2% en el centro. En gran parte de los casos, las víctimas denuncian colusión entre las corporaciones policiacas, personal del Instituto Nacional de Migración (INM) e instituciones de Seguridad Pública estatal y federal, con las bandas de crimen organizado.
Al margen de estos informes oficiales, defensores de los derechos humanos como Fray Tomás González Castillo, director del albergue La 72, estima que 70% de los indocumentados son asaltados entre Tenosique y Coatzacoalcos y alrededor de 1% asesinados.
Rubén Figueroa, del Movimiento Migrante Mesoamericano y miembro de La 72 asegura que diariamente tiene conocimiento de cuatro migrantes muertos sobre las vías del tren.
Las mujeres centroamericanas son violadas y secuestradas para obligarlas a prostituirse y los niños son víctimas de trata de personas, dice.
“La tragedia humanitaria es enorme. Ahorita el albergue se quedó vacío y qué crees que puede pasar con esa gente. Seguramente van muchos criminales arriba que más adelante, empiezan a sacar sus armas, amenazar a los migrantes, más adelante se suben más delincuentes, en algún punto de la ruta migratoria tiran a uno, a dos. Nosotros durante esta última semana hemos detectado muchos migrantes mutilados, muertos porque los tiran del tren. Es algo muy fuerte convivir con la muerte y la sangre”.
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En la Ceiba, Honduras, en el equipo de futbol Victoria le apodan “el nota” porque tiene tatuada una corchea musical en el lado derecho del cuello. El tatuaje es una promesa de amistad que Anthony Lenin Flores hizo con su mejor amigo Alán Rodríguez, un jugador de tercera división que hace años emigró hacia Estados Unidos y consiguió acomodarse en un equipo profesional.
Anthony tiene 21 años, habla bajito y tiene los ojos color miel –resguardados por unas tupidas, castañas y largas pestañas rizadas-, se le iluminan cuando evoca sus sueños de triunfo en el futbol profesional. Hace cinco días salió de la Ceiba y abandonó el equipo de segunda división donde jugaba porque le debían tres meses de sueldo, unos 15,000 lempiras hondureños (aproximadamente 700 dólares).
Viajó en autobús en compañía de Rolando Andino, un jugador de primera división del equipo Victoria de Honduras, hasta Guatemala y cruzó por la frontera Sur de los límites de Tenosique a la altura del Ceibo a salto de mata “rodeando la migra” a pie durante tres días hasta llegar por el monte a la cabecera municipal. Ahí se encontró con el albergue La 72 donde pernoctó una noche.
Anthony dice que su sueño para nada es al americano. Él nada más quiere llegar a Monterrey, Nuevo León y que los cazadores de talento lo conozcan y le den una oportunidad para jugar en México.
–Vengo confiado en mi talento, en que vean mi fútbol y que me den la oportunidad en un equipo- dice -cuando ellos ven a un jugador que les gusta, lo ayudan, le tramitan papeles. Yo me conformo con cualquier equipo mexicano, mi sueño es llegar al Santos Laguna, porque siempre lo he admirado, desde muy chico, es el que me gusta.
En su país, juega desde los ocho años y a los 18, cuando concluyó la educación media superior, se integró a segunda división de un equipo local.
Su talento estriba en la velocidad de sus piernas para correr en la cancha, corrida que logró gracias a que dos veces por semana trota durante cuatro horas consecutivas por la playa.
–Siempre me ha gustado el fútbol –recuerda mientras sonríe–. Cuando era muy pequeño, mi mamá me regañaba porque llegaba siempre sudado –hace una pausa para mirar hacia el camino que lleva a las vías ferroviarias–. Yo me vine con el permiso de mi madre, confiado en Dios, en que él sabe que tengo buenas intenciones, ganas de salir adelante, luchar por mi futuro. No tengo miedo, tampoco soy muy valiente, pero tenía que salir, allá nunca haré nada. No hay futuro.
Para ir tras su sueño mexicano, Anthony vendió su par de tachones, unos uniformes, su teléfono celular, su reproductor de discos compactos y juntó 5,000 lempiras que le sirvieron para llegar a Tenosique.
En México, el joven tiene algunos amigos que lograron quedarse. Uno de ellos juega en segunda división con Las Chivas del Guadalajara, quien le enviará algo de dinero en cuanto se acerque a Veracruz por el ferrocarril y pueda viajar en autobús con un poco de tranquilidad hasta Nuevo León.
Ahora en el municipio sureño, sólo le queda esperar el tren que tiene cinco días sin pasar por Tenosique y llegar hasta Coatzacoalcos, Veracruz.
–Voy a demostrar lo que tengo. Cuando llegue a Monterrey descanso un par de días, ya estando allá agarro un poco de aire y me pongo a jugar –se emociona–. Dicen que es triste cuando el equipo te rechaza, porque es un gasto. Si le gustas a un entrenador, gastan en arreglarte los papeles. Lo voy a lograr. Llegaré cansado, porque todavía me queda mucho camino, pero sólo tengo que llegar.
“El Nota” piensa en su madre, dice que tiene cinco hermanos y una hermana.
–Éramos siete hombres, pero a uno lo mataron, ya nomás somos seis varones y la niña.
Entonces sus ojos miran más allá de las vías del tren, es un punto fijo. De perfil las pestañas se le miran aún más alargadas y le sobresalen de ese rostro ovalado de nariz estilizada. Recuerda a su madre, una mujer soltera que sacó adelante a la numerosa familia vendiendo ropa, y se queda pensativo.
Los nubarrones anuncian lluvia y el viento se vuelve más helado e intenso. Entonces el silbato del tren suena y la espera de cinco días para los indocumentados terminó.
Anthony se echa la mochila al hombro y salta de una zancada con la ayuda de su cuerpo atlético, el alambre de púas que separa el patio del albergue del camino que lleva a las vías del tren.
Empieza a llover y en segundos está empapado y frente al ferrocarril. De dos saltos se encarama sobre uno de los vagones con la máquina en marcha y se pierde de vista. Cuando el maquinista se detiene, ya dejó de llover.
El tren se echa hacia atrás y Anthony nuevamente es visible y sonríe de nuevo agitando la mano. Ahí permanece la máquina unos minutos, mientras los hombres siguen subiendo.
Cuando el tren emprende la marcha rumbo a Palenque, Chiapas, Anthony está sentado en una de las orillas del vagón y sus piernas son un par de hilos que cuelgan junto a decenas más. Entonces el muchacho dice adiós y su mirada se pierde a la par que el ferrocarril se aleja. Él solo necesita llegar a Coatzacoalcos.
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En agosto de 2010 cuando un grupo de criminales masacró a 72 migrantes secuestrados en San Fernando, Tamaulipas, uno por uno con el tiro de gracia en la cabeza; Fray Tomás González Castillo recién había sido nombrado por la orden franciscana como encargado del proyecto de Atención a Migrantes en Tenosique, Tabasco.
A dos años y medio de distancia, el sacerdote dirige la Casa Hogar para Migrantes La 72, bautizada con ese nombre en honor a las víctimas de San Fernando, y vive amenazado de muerte por un grupo del crimen organizado local que se encarga de asaltar, violar, secuestrar, reclutar y asesinar a los indocumentados que cruzan la frontera de Guatemala y el municipio sureño.
Hace dos semanas Fray Tomás denunció amenazas de muerte en contra de él, voluntarios del albergue y de los mismos migrantes que protege. Por eso, afuera de la casa se encuentran desde el domingo pasado, tres unidades de la policía federal y municipal resguardando el inmueble.
–Nosotros lo aceptamos, porque fue la decisión que tomó el gobierno después de las amenazas –dice–. Pero yo no les tengo confianza. Son a los que hemos denunciado, ellos saben que los tenemos bien identificados.
El sacerdote viste una camiseta azul claro, un pantalón de mezclilla y huaraches. Todo el día no ha parado. Las horas se le van en entrevistas a cada migrante que llega al albergue y en viajes hacia la parroquia de Tenosique para preparar las celebraciones religiosas de Semana Santa.
Hace dos años y medio llegó al pueblo. En un inicio les servía comida caliente a los indocumentados en una cocina improvisada en una de las salas de la parroquia. Sin embargo pronto fue necesario contar con un lugar más amplio y así fue que nació La 72, un lugar donde diariamente se sirven ente 150 y 200 raciones de alimento tres veces al día.
–Por qué soy franciscano –vacila un momento, y responde–: No lo sé. A los 17 años fui a tocar la puerta de los diocesanos y me dijeron que tenía que esperar año y medio; a mí ya se me cocían las habas, ya quería entrar al seminario, entonces fui a la orden franciscana que está por la calle Madero en el Distrito Federal, ahí en centro.
De ese momento a la fecha, pasaron 23 años. La labor de Fray Tomás en Tenosique no se limita a darles de comer a los migrantes centroamericanos, sino a brindarles asesoría jurídica y acompañarlos a levantar denuncias ante el Ministerio Público cuando son víctimas del crimen organizado o de las autoridades migratorias.
–A mí me tienen amenazado desde que llegué. Hay una colusión terrible de las autoridades con los criminales. Policías municipales, migratorias, federales, estatales, militares y hasta el tránsito. Todos abusan de los migrantes y los he denunciado con nombre y apellido.
Fray Tomás no está solo en Tenosique, su compañero de lucha y defensor de derechos humanos, Rubén Figueroa, también está amenazado de muerte.
Cuando el silbato del tren suena, ellos ya no pueden acompañar a los indocumentados hasta las vías. Su presencia ahí está vetada, pues ambos hombres se convirtieron en investigadores de las operaciones de los criminales que operan en el tramo Tenosique-Coatzacoalcos, ante la indiferencia e indolencia de la policía.
–Las amenazas vienen desde miradas. Si me ven en las vías me dicen que me van a matar. Algunas las he hecho públicas, otras no –cuenta Rubén, un hombre que alguna vez también cruzó como indocumentado mexicano a Estados Unidos por la frontera de Piedras Negras, Coahuila–. Ellos están cazando a sus víctimas y son asesinos. Es una labor muy peligrosa, pero yo tengo que ser muy cabrón para defender a los migrantes. Conocer sus operaciones, ubicarlos, saber quiénes son.
Rubén y Fray Tomás reconocen a los criminales físicamente, a través de tatuajes, rostros y apodos. Conocen sus movimientos y modus operandi, y a pesar de ello y de las denuncias penales que han realizado, siguen libres y cometen ilícitos con libertad.
La ruta más peligrosa para los mirantes en el Sureste es la que inicia en Tenosique –desde que inician su camino a pie ya son víctimas de robo y ataques sexuales–, hasta la que se extiende a lo largo de las vías ferroviarias. Un indocumentado tarda 20 días aproximadamente para llegar por tren a alguno de los estados fronterizos con Estados Unidos.
–El tema de la migración es diferente a como la pintan los estudios. La diferencia es que está sola, no hay ninguna institución pendiente, los migrantes entran a su suerte al país –dice–. Las mujeres migrantes son violentadas desde sus países y en México son traficadas, prostituidas, violadas, incluso por funcionarios públicos.
- MAÑANA, SEGUNDA PARTE: LA MUERTE VIAJA EN TREN